Ruta verde




En la imagen de arriba, tomada en julio de 1999, se puede apreciar la vía del tren cuando aún espaba operativa. Abajo, agosto de 2009, tal como está hoy convertida en ruta verde.


Ayer fuimos a pasear por la nueva ruta verde que se ha habilitado entre Oropesa del Mar y Benicàssim. Es un camino que aprovecha el antiguo trazado de la primitiva vía del ferrocarril que unía Valencia con Barcelona. Esta vía estuvo operativa desde finales del siglo XIX hasta hace poco menos de diez años. Ahora la vía discurre por otros parajes más alejados de las poblaciones. La antigua vía, tras la construcción de esta nueva moderna vía, quedó en desuso. Y tras muchas deliberaciones, se optó por convertirla en lo que hoy es. Una ruta verde que une estas dos poblaciones turísticas. Una vez eliminados los raíles de las vías del ferrocarril, quedó una pista de tierra que se asfaltó en su mitad para que por allí pudieran circular los ciclistas, el resto, de tierra, es por donde circulan los peatones.

Hay que decir que cuando se construyó la vía para el tren, en aquellos tiempos decimonónicos, se optó por que la vía discurriera paralela al mar. Y así se hizo. Oropesa del Mar y Benicàssim están muy cerca, a poco más de siete kilómetros. Pero entre una y la otra se interponen las estribaciones de una sierra que va a morir al mar. Por eso hubo que hacer un túnel y horadar unas cuantas montañas. El resultado fue un paseo en tren encantador entre montañas y el mar.


A las diez y media, mi mujer, mi hija (Marta) y yo emprendimos la marcha a pie desde Benicàssim hasta Oropesa del Mar. Ya desde un principio, a nuestra derecha queda el mar. El sordo rumor de las olas rompiendo en las rocas ameniza el paseo. Pequeñas barcas de recreo dejan una flamante y efímera estela de blanca espuma sobre el verde mar. A veces, las frondosas ramas de los pinos no dejan ver el mar. A cambio, la frescura del aroma del pino reconforta al caminante. El trayecto es variado y agradable. El monocorde y acogedor canto de las incansables cigarras, que cantan de pura alegría, llena de paz y tranquilidad al paseante. Una higuera, repleta de higos, aparece en la cuneta. Uno se siente tentado de alcanzar los frutos maduros de este árbol mediterráneo, pero las ramas resultan un tanto recónditas, y peligrosas, y el esfuerzo resultaría vano. El caminante sigue su camino sin dejar de observar las numerosas caletas que aparecen a cada recoveco. El viaje está resultando fructífero y placentero.
Ya cerca de la vecina población turística de Oropesa aparece la negra boca de un túnel. Una señal nos informa que hay que atravesar un túnel de seiscientos metros. Es una galería angosta y algo siniestra, menos mal que se ha habilitado una iluminación suficiente para verse sin problemas. Nada más salir del túnel, ya se adivinan las primeras construcciones del pueblo de Oropesa.
Y así, después de hora y media de circular por donde durante más de cien años lo hizo el tren, llegamos a la playa de Oropesa. Lo primero que nos encontramos es su precioso puerto deportivo. Y después de dos pequeñas caletas, la magnífica “playa de la Concha”. Nos sentamos en la terraza de un bar, y tras un breve refrigerio volvimos de regreso a la ruta. El sol se había instalado en lo más alto y el calor apretaba de lo lindo. Nos resignamos a sudar un poco (o un mucho) y nos introdujimos otra vez en el camino que otrora fuera vía de ferrocarril. Hay que decir que en este camino de vuelta la presencia de caminantes y ciclistas era sensiblemente menor. La hora era más intempestiva. Y a la hora de comer, ya estábamos en nuestro apartamento de Benicàssim. Fue un viaje feliz.

Paseo matinal


Durante el verano, todos los días allá a las ocho y media de la mañana me voy a pasear a la playa. La playa está muy cerca de mi apartamento, a escasos cien metros. Me marcho solo. A mi mujer la dejo durmiendo en la cama.
A estas tempranas horas, el sol empieza a dar muestras de consistencia y solidez. El calor aún se puede soportar. Voy ligero de equipaje. El bañador, una camiseta, y una gorra. Nada más.
Las calles no están desiertas. Hay muchas personas que no quieren desaprovechar la bonanza de estos momentos y salen a la calle a pasear, a pedalear con la bicicleta, o a deslizarse con los patines. El tráfico de coches y motos, espeso y atronador en otros momentos, es ahora escaso y liviano. Hay en el aire un silencio delicioso y amable.
Cuando llego a la playa y me quito las chanclas, noto la tibieza de la arena que aún no ha sido calentada por el sol. La brigada de limpieza acaba de pasar. La playa está impoluta. Los más madrugadores ya han plantado la sombrilla. Algunas personas están paseando tranquilamente por la orilla de la playa. Hay calma. La brisa marina aún no se ha levantado. El sol riela entre las claras aguas del Mediterráneo. Sumerjo mis pies en las frescas aguas mañaneras y asusto a un puñado de minúsculos pececillos que andaban jugueteando tranquilamente en los rompientes arenosos de las leves olas. Sigo mi camino. Mi mente se abre de par en par y deja entrar a borbotones pensamientos de la más diversa procedencia. Es mi voluntad ahora la que selecciona los pensamientos que quiere soñar. Soñando vivencias y razonando cavilaciones hago camino chapoteando despreocupadamente entre las aguas cercanas a la orilla.
Miro el horizonte, de un amarillo casi cegador. Algunas nubes lechosas parecen alargar sus dedos rugosos sobre la mar. La superficie marina parece una inmensa llanura verdosa y azulada. Me gustaría caminar sobre ella y hundirme en las más recónditas galerías de mi alma donde discurren felices todas mis vivencias.