Egoísmo


No sé si os pasa lo que a mí, pero, cuanto estoy satisfecho conmigo mismo, cuando mi conciencia está en calma, cuando soy feliz, me entran unas ganas casi irrefrenables de compartir mi estado de ánimo con las demás personas. Con todo aquel que se ponga por delante o con todo aquel que tenga a tiro de Internet. Y así hago. Pero esta situación hay que adquirirla. No se nos regala. Nos la tenemos que ganar.
Y ahí es donde entra en juego esta terrible disyuntiva de si para ser feliz uno tiene que dar rienda suelta a su egoísmo, o si, por el contrario, no es posible alcanzar la felicidad si uno se muestra egoísta. Este es el gran dilema.
Pero como pasa con todo, tenemos que acudir al mundo de los matices. Y matizando veremos que hay un egoísmo insano, nefasto, indeseable, que busca el propio bien a costa del mal de los demás; y que luego hay otro egoísmo sano, simple, apetecible, que consiste en procurarse la propia satisfacción sin más. Respetando la libertad y la voluntad del prójimo. Es a este último egoísmo a donde tenemos que encaminar nuestro albedrío. Y entonces descubriremos que es posible ser feliz sin tener que serlo a costa de mermar la felicidad de los demás. Es posible ser egoísta sin ser un ser malvado. Es más, es posible ser egoísta siendo todo un virtuoso.
Tal vez la educación judeocristiana haya confundido este término, el del egoísmo, impregnándolo de una cualidad pecaminosa que nos ha llevado a la equívoca convicción de que todo aquello que es placentero y satisfactorio es de por sí impuro y dañino para el alma. Y, en cambio, no hay nada más lejos de la legitimidad. Y de la evidencia. Cuando alguien esta satisfecho, aunque sea una satisfacción eventual, se abre a hacer el bien. Esto es un hecho probado. Y al revés. Por eso me atrevo a decir que Epicuro tenía razón. La clave está en el placer. Y, como decía más arriba, ese placer que es sensible con los demás, que respeta la libertad ajena, a ese placer es al que hay que dirigir nuestras vidas, buscando momentos y sensaciones que inunden nuestro ser de paz, tranquilidad, sosiego y buenas vibraciones. Entonces, desbordantes de felicidad, nuestra alma estará ansiosa y preparada para dar a manos llenas felicidad.

Junio


Es junio. La antesala del verano. El sol anuncia desde lo alto del cielo, apartando las nubes con sus brazos de luz ardiente, que la canícula está pronta a llegar. Y yo lo celebro mirando el mar. ¡Qué verde está hoy la mar! ¡Qué esperanza infinita transmiten sus irisadas olas! Me voy a quedar pensando en cosas veniales al amparo de la tornasolada espuma que despide el hálito marino. Casi no se oye mi pensamiento en mi mente de bajito que lo sueño. Y es que me gusta soñar en voz queda. Muy bajito, sin que a penas se oigan mis cuidados. Será por timidez. Será por prudencia. Tal vez por abulia. O a lo mejor es por recelo. Sí, sí, es por recelo. Ahora lo sé. Es por una injustificada y rara desconfianza conmigo mismo. Y es que no me atrevo a leer en voz alta mis intenciones. Por eso casi nadie las conoce. Algunos las sospechan, pero son muy pocos quienes las advierten.
Pero es igual, es junio y las gaviotas lo saben. Y extienden alegremente sus alas blancas al aire sin miedo a quemarse por el fulgurante aire que calienta el sol. Y yo voy a seguir mirando el mar. Tal vez miraré aquella barquichuela cercana que está recogiendo las redes del fondo del mar. O puede ser que me fije en ese barco enorme que hay anclado en el medio de la mar. O también es posible que aguce mi vista hasta el lejano horizonte y que lo atraviese, y que mi mente me ayude a vislumbrar las barcas de pesca que hace tiempo, cuando mi padre era joven y yo un niño soñador, a estas horas andaban arrastrando sus redes por el Mediterráneo azul, pescando estrellas que habían caído del cielo nocturno la pasada noche. Pero hoy, en este junio soñoliento no hay estrellas luminosas, ni barcas blancas que cabecean cansinamente al compás implacable de las cadenciosas aguas marinas. Sólo hay luminosos recuerdos. Felices evocaciones. Tranquilas esperanzas. Deseos de vivir…

El inventor de palabras


Eduardo era mecánico de profesión. Arreglaba coches. Pero su vocación, su verdadera pasión, era inventar palabras. Eduardo siempre que se terciaba la ocasión lo manifestaba lleno de orgullo: “Yo soy inventor de palabras”. Y la gente le miraba sin comprender. Y entonces él insistía. “Sí, sí, invento palabras.”
Los niños eran quienes mejor comprendían a Eduardo. A veces, cuando salían del colegio y pasaban por delante de su taller, entraban y le llamaban. Eduardo, si no tenía mucha faena, salía a recibirlos. “¿Qué palabras has inventado hoy?” le preguntaban. Y él, afable y gallardo, atiplaba su ronca voz y pronunciaba con esmero las palabras inventadas. Y los niños las repetían con una cantinela infantil una y otra vez. Y Eduardo, satisfecho de su creación, volvía lentamente a su trabajo agitando sus tiznadas manos en señal de despedida.
Eduardo era un buen inventor de palabras. Había inventado palabras angulosas, esdrújulas, punzantes, para recriminar a quienes no hacían bien su trabajo. Palabras dulces, graves y melosas para alabar a los que se mostraban cariñosos con las personas. Y palabras alegres, agudas y saltarinas, para divertirse y pasar un buen rato. También inventó una para gratificar a quien hacía un favor. Esa era la que más le gustaba. Y no perdía ocasión de pronunciarla. Una vez tuvo que inventar un vocablo duro, fuerte y contundente para hacer saber al mundo que él no quería la guerra. Esa fue la que más le costó. Eduardo inventó muchas, muchas palabras. Pero además de inventor de palabras, Eduardo tenía un don secreto. Cuando le traían un coche maltrecho, Eduardo se acercaba hasta el capó del automóvil y le decía bajito al oído (los coches tienen oído, hay muchas personas que no lo saben) palabras que él había inventado para estas ocasiones. Y, aunque cueste creerlo, los coches sanaban de sus dolencias con dos toques de llave inglesa y una pasadita de mantecosa grasa. Esa era la velada virtud de aquel mecánico inventor de palabras.