Incipiente machismo



Son las tres de la tarde de un sábado de mayo. Hace buen tiempo. Casi diría que hasta hace calor. Acabo de fregar los platos y salgo de la cocina. Voy a acostarme un ratito. Es la hora de la siesta. La feliz hora de la siesta. La sala de estar está vacía. La puerta de la terraza está abierta. Voy hasta allí. Mi mujer está sentada en la terraza al amparo de la sombra que a estas horas inunda el balcón. Está escribiendo algo. ¡No! Está corrigiendo exámenes. Me acerco hasta ella. Y en este momento suelta una carcajada a medio camino entre la alegría y la rabia. Antes de preguntarle por el motivo de esta carcajada ella me lo dice:
- ¡Es increíble…! ¡Tan pequeñitos, y tan machistas!
Sole (mi mujer) es maestra de niños y niñas de sexto curso de primaria. Las edades oscilan entre los once y doce años. Es el examen de Lengua Castellana.
-Mira que me ha puesto este:
“Escribe una oración de cada tipo:
Exclamativa: ¡Toma, he marcado un gol!
Dubitativa: Tal vez, no vaya al partido
Imperativa: ¡María, abre el frigorífico y tráeme una cerveza!


El río



Estoy paseando solo por la ciudad. Camino junto a un río. La corriente es turbia y veloz. Me da miedo. Siempre me han dado miedo los ríos impetuosos. Me paro y lo miro. El agua del río es casi sólida de tan opaca como es. El río fluye con presteza y desenvoltura bajo el puente desde donde yo estoy mirándolo. Me quedo pensando. Si cayera al río, me ahogaría. Me ahogaría de miedo. Porque yo sé nadar, pero las entrañas del río me atenazarían las extremidades y la corriente enturbiaría mis intenciones… Me da miedo el río. Lo miro y veo el agua gris con tonalidades ocre. La suciedad del agua me agobia. Quiero tirar una piedra por ver cómo se hunde. Cojo una piedra del suelo y la lanzo. El río la engulle con  terrorífica gula. No se ve ni se adivina el suelo del río. Será profundo… seguro. La piedra habrá ido a perderse entre el fango pegajoso del lecho fluvial. Nadie sabrá nunca más de ella.
Me voy. Me he cansado de ver este monstruoso río.
Al cabo de un par de horas vuelvo al río. Siempre se vuelve al río. Siempre se vuelve a todas partes.
Me acomodo en la barandilla que hay al borde del río y me sorprendo, casi me río de mí mismo. Hay una niña de unos siete u ocho añitos que está cruzando el río, el abominable río, con una tranquilidad pasmosa. Ya está por el medio del cauce. El agua le llega a las rodillas. Ella sigue con una sonrisa en la boca ajena al peligro que yo adiviné antes. El río acaricia sus piernas y ella anda con firmeza a través de la corriente del río. Hasta que llega a la otra orilla…
…Y entonces yo me despierto.

Esto lo soñé el miércoles pasado. Me acuerdo perfectamente del sueño porque el despertador sonó con los últimos acordes del sueño. Yo no creo mucho, o casi nada, en eso de la interpretación de los sueños. Pero algún sentido tendrá esto, digo yo. ¿Qué opináis?

Una anciana de cincuenta años



Pérez Galdós dejó escrito en una de sus novelas “…se me acercó una anciana de cincuenta años…”
Leer esto un siglo después de haberse escrito suena raro. Pero quiero pensar que en su momento sería algo normal. ¡Ancianos de cincuenta años….!
Y sí, así es. De un siglo a esta parte la esperanza de vida ha aumentado de manera significativa. Hoy la delgada línea que se traspasa para entrar en el grupo de los ancianos está por lo menos en setenta años. Nadie llama anciano a un trabajador que está a punto de jubilarse con sesenta y pico años. Mi padre, con setenta cumplidos, me confesaba que se sentía casi ofendido cuando alguien le llamaba anciano.
Lo que ha pasado es que la gente (hablo de España) de hoy en día ha alargado mucho sus etapas de la vida. Se alarga la infancia, la adolescencia, la adultez, la senectud. Antes había niños de diez años que trabajaban de sol a sol. Hoy un niño de esta edad solo sabe de juegos. Se casaban pronto, y pronto tenían hijos. Hoy cada vez se retrasa más el momento tanto del casamiento como el de su primer hijo. Todo se dilata, hasta la hora de nuestra ancianidad. Pero valga esta cita con que se iniciaba el post como referente para valorar el proceso de la vejez. Y el de la muerte. Caminamos hacia un mundo donde se ha puesto la diana alta. Se quiere alargar el momento de la muerte. Y con ello, prolongar los días fértiles y poderosos de la juventud. La piedra filosofal de la juventud…. Dentro de nada, vivir cien años será casi una obligación. Mal hará aquel o aquella que no haya puesto su cuerpo a punto para ser centenario. Incluso, será motivo de crítica por dejadez, aquel o aquella que confiese su edad por sus arrugas faciales. Hoy estamos en camino de vencer a la vejez. A la muerte, aún no. Pero todo se andará…

El extraño caso de los dobles



Andaba paseando por el centro de Castellón cuando me encontré con un viejo amigo. Nos saludamos efusivamente y de pronto me preguntó entre sorprendido y confuso:
-No sabía yo que eras aficionado a patinar… la verdad es que no lo haces nada mal…
Yo le corté:
-Pero ¡qué dices… si yo en mi vida me he puesto unos patines… ¡
Se me quedó mirando con perplejidad como no sabiendo qué decir…
-Pero si te vi el miércoles por la tarde patinando por el paseo marítimo de Benicàssim, te saludé, y tú me devolviste el saludo…
No sé quién de los dos estaba más extrañado.
-Mira, justo el miércoles por la tarde no salí de casa porque tenía muchas cosas que hacer, ya sabes, corregir exámenes y preparar clases… o sea que, querido amigo, te confundiste de todas, todas… y si te devolvió el saludo, sería por compromiso.
-Que no, que no, que eras tú, joder, que te conozco de hace mucho y no me puedo equivocar en eso.
-Pues ya ves. El miércoles no fui a patinar. Además, yo no sé patinar. Ya me explicarás…
Mi amigo se puso muy serio y dio el tema por zanjado; aunque sé yo que no estaba convencido ni poco ni mucho de lo que yo le había dicho. Nos dimos un abrazo cargado de escepticismo y nos despedimos.
Yo me quedé pensativo, pero tranquilo. Estaba seguro que mi amigo se había confundido. La verdad es que siempre ha sido un despistado…
Pero lo peor ocurrió cuando llegué a casa.
Mi mujer me recibió con una cara larga y un gesto raro. Y de sopetón me espetó:
-¿Quién era esa chica con la que ibas esta mañana a eso de las doce por delante de la escuela?
-¿¿¿Qué??? Pero si a esa hora yo estaba dando clase a los de segundo C. Hasta las doce y media no acabo. Y luego tengo el camino de vuelta. A la una llegaba a casa. ¿Qué estás diciendo…?
-Pues yo te vi- me respondió lacónica mi mujer.
Me quedé callado sin palabras para contestarle.
-Lo raro es que llevabas unos pantalones y una camisa que no sé de dónde los has sacado…
La conversación acabó tan de improviso como había empezado, porque yo no tenía argumentos para negar nada, ni ella para rebatir mis coartadas. Además le conté lo de los patines… y nos quedamos los dos muy pensativos.


Pasaron unos días y le conté la experiencia a un compañero que además de psicólogo tiene conocimientos de parasipscología. Y enseguida, sin dudar, dio su veredicto: No eras tú, era tu doble.
-¿Qué…? ¿Mi doble…?


¿No os ha pasado nunca algo parecido a eso? ¿Existen los dobles?