Rafael y Raquel






Jaime estudiaba segundo de bachillerato. Rafael y Raquel iban a su misma clase. Jaime nunca había dicho a nadie que estaba loco por Raquel. Ni si quiera a Rafael, que era su amigo del alma. Y eso que Rafael y Jaime no tenían secretos. Eran inseparables. Carne y uña desde que se habían conocido en primero de ESO. El mejor amigo que tenía, y en quien, seguro, podía confiar. Pero su amor desbocado por Raquel lo quiso guardar en su corazón. Y dejar pasar el tiempo. Tampoco tenía claro si Raquel le correspondiera en su amor, ni si ella era consciente de que él la amaba con todas sus fuerzas.
El tiempo fue pasando y el final del curso se acercaba. Jaime sintió la necesidad de no dejar pasar la oportunidad que el destino le había brindado de estar junto a Raquel. Tenía que declararle su amor. Tenía que saber si esa simpatía desbordante que mostraba Raquel cuando hablaba con él era sincera. Tenía que cerciorarse de si aquellos ojillos chispeantes que le miraban cuando él contaba alguna cosa, respondían a algo más que a simple compañerismo. Jaime quería saber si Raquel aceptaba ser su novia. Así de claro. Pero no tenía el valor suficiente como para decírselo a la cara. ¿Qué hacer? Pensó en Rafael. Él podría ayudarle. Podría hacer de celestina…. No, no, eso no le parecía lo más acertado. No le parecía conveniente involucrar a su mejor amigo en sus amoríos. Lo haría él personalmente. Y lo haría de la siguiente forma: le mandaría un mensaje al móvil de Raquel, y allí le expondría sus sentimientos. Y le diría que respondiese con un gesto a ellos. Así él sabría si sí o si no.
Después de mucho pensar formuló el mensaje que debía enviar a Raquel. Era como sigue:
“Estoy locamente enamorado de ti desde que te conocí. Me vuelves loco. Y creo que ya ha llegado el momento de que lo sepas. Pero no tengo la valentía de decírtelo a la cara porque no sé cuáles son tus sentimientos hacia mí.
El viernes yo me sentaré en la primera fila. Y antes de que venga el profesor de Literatura me levantaré y me dirigiré hasta donde tú te sientas. Si me quieres, si sientes lo mismo que yo siento por ti, levántate y ven a mi encuentro.”
Nerviosamente, busco en su agenda la “R” y apresuradamente (los dedos le temblaban) envió el mensaje.
Llegó el viernes. Y Jaime, nervioso como un flan, esperó el momento. Llegó la hora de Literatura. Ese era el momento acordado. Sacando todas las fuerzas que pudo, se levantó y se fue hasta los últimos pupitres, donde estaba su amada Raquel. Pero a mitad de camino ocurrió algo imprevisto. Su amigo Rafael también se levantó y fue a su encuentro, y en medio de todos los alumnos de la clase, le abrazó y le dio un beso en la boca apasionadamente.


El trenecillo fantasma




Aquel trenecillo veraniego cuando empezaba su recorrido, tañía una campanita. Yo me solía asomar al balcón de mi apartamento rutinariamente para ver a la gente que llenaba el pequeño tren de ruedas neumáticas. Las personas que llenaban el tren turístico estaban risueñas, alegres, y prontas al desenfado e incluso al jolgorio. El trenecillo partía lentamente y se perdía en la carretera. Y así todas las tardes del verano.
Este año no hay tren turístico.
El Ayuntamiento ha tenido a bien prescindir de sus felices funciones. No sé, será por la crisis, o tal vez por otros motivos, pero este verano no hay trenecillo turístico.
Pero este año, desde principio del verano, que cuando estoy en la terraza, de vez en cuando oigo el repetido tañido de una campana. Un sonido muy parecido al de la campana del alegre trenecillo. Impulsivamente me levanto y me asomo a la barandilla de la terraza. No hay trenecillo. La campana ya no suena. Me quedo mirando en dirección hacia el lugar de donde parecía venir el tañido. Nada. Solo un bar lleno de gente. Me vuelvo a sentar y pienso en el trenecillo.
Los días se suceden y los leves tañidos se suceden. Pero no hay rastro del tren turístico.
-Sole, ¿tú no oyes el repicar de una  campanita?
-Claro…
-¿De dónde viene…?
-De ahí abajo, del bar… Por lo menos eso parece.
Mi mujer lo tiene claro. La campanita que suena es una campanita mundana, metálica. Alguien en el bar ha dispuesto de ella para llamar a los camareros o vete tú a saber para qué. Y sigue leyendo el libro sentada cómodamente en la terraza sin darle ni poca ni mucha importancia a mi pregunta.
Ella no lo sabe. Yo sí, pero me lo callo. La campanita que suena, que está sonando todo el verano de vez en cuando no existe. No hay campana, pero hay tañido. Y eso es porque la voz del trenecillo no calla. Desde la lejanía del tiempo lanza su lamento. Y yo lo oigo y lo entiendo. Pobrecillo el trenecillo, que lo mataron por culpa de unos hombres vestidos con traje y corbata…