El pajarillo azul


El paseante pasea sin asomo de prisa por las calles urbanas de su ciudad. A veces va a pasear por otros sitios. Pero hoy está caminando con parsimonia por el centro de la ciudad. No sabe qué hora es, ni falta que le hace. El paseante, cuando se va a pasear, no lleva reloj. Una vez, hace ya años, pensó que el tiempo es la clave para ser feliz. Bueno, una de las claves. Administrar bien ese concepto inclasificable y mágico es propio de los sabios. Aquel día estaba muy lejos de saber que un día llegaría a ser feliz.
Mientras cavila esto ve pasar a un hombre mayor con un bastón. Se encuentra con otro anciano y se saludan vivamente. Sonríen y hacen aspavientos. Seguramente serán amigos. A lo mejor hace tiempo que no se ven. El reencuentro siempre es agradable.
La calle está repleta de comercios. Ropa. Alimentación. Móviles. Libros. Peluquerías. Bares. La calle es una invitación a comprar. Y esto al paseante no le preocupa ni poco ni mucho. Se para delante de una óptica sin saber bien por qué. Y se queda mirando las gafas que hay en el escaparate. Luego se va. Y se topa con una farmacia. Hay cola. Bueno, y qué. Él pasa de largo. Si alguien se hubiera fijado al cruzarse con el paseante, hubiera advertido que en su rostro se dibujaba imperceptible una media sonrisa. La gente que hay sentada en las terrazas de los bares habla por los codos. Respiran paz. La paz da pie a muchas cosas, como por ejemplo hablar por hablar. O pasear tranquilamente. Paz. La paz inunda las calles de la ciudad. Hay un trino de un pájaro. Sus notas monocordes refuerzan esa paz que permite que las personas campen a sus anchas.
El paseante piensa que la paz es fundamental para la vida feliz. Y no cree que nadie pueda refutarle esta trivial y elemental teoría.
Cuando está a punto de cruzar la acera, el paseante acierta a ver de dónde vienen estos festivos gorjeos. Es un pajarito azul con tonos verdosos que canta a pleno pulmón desde su jaulita de barrotes de finos alambres.
El paseante lo mira. Y quiere pensar que el pajarito azul y verdoso también le mira a él. Pero de esto no está seguro. Lo que sí ve es que su piquito afilado y amarillo picotea intermitentemente lo que parece ser una puertecilla. Se queda pensando. ¿Querrá salir de su jaula? ¿Para qué…?
Al paseante, de momento le viene a la mente una frase que escuchó no hace mucho en una película española que iba sobre la guerra civil: “Ahora tenemos paz. Sí. Pero ¿para qué queremos la paz si no tenemos libertad?”

Y se fue a su casa pensativo. Pensando en el simpático y grácil pajarillo azul y verdoso…

Refugiados


Cuando descendemos el puerto de l’Illa, tras una revuelta aparece en la lejanía una enorme llanura que termina en una mancha azul que es el mar. Nuestro mar. Sole, al volante, seria y diligente, enfila la autopista con decisión y eficacia. La autopista es una carretera prosaica y sin gracia. Si no fuera porque estoy escuchando una vigorosa canción de Bon Jovi, diría que el ruido monótono de las ruedas sobre el gris asfalto me aburre.
De vez en cuando hay un coche que raudo y veloz nos pasa por nuestra izquierda. Yo me quedo mirando. ¿Dónde irá? La matrícula es extranjera. El coche se pierde engullido en el infinito de las líneas blancas que surcan la piel de la autopista.
Nada que hablar. El silencio es atroz. El gesto de mi mujer es tenso y concentrado. El sol parece molestarle. Baja rutinariamente el breve parasol, pero el sol le sigue molestando.
-¡Qué rabia me da el sol cuando está poniéndose!
-Sí, no hay manera…
Hay un camión a lo lejos. Nuestra velocidad es muy superior a la suya. Pronto le alcanzaremos.
Es un camión de Murcia. Le adelantamos. El camión ruge como un gran animal. Da miedo. Miro a su conductor. Parece buena persona. Pero eso es una tontería. Hacia la media noche llegará a Murcia. Bueno, y eso a mí qué me importa…
La autopista está jalonada de letreros. Una buena distracción es leer los letreros. No es que tenga nada de particular, pero uno se entretiene. Próxima área de servicio a 25 Km. Bueno. Miro por la ventanilla. Veo un vetusto árbol junto a una espigada palmera. Parecen viejos amigos. Luego llegan unos campos de cultivo que parecen medio abandonados. En el centro hay una casita de campo que tiene la puerta abierta. Pero no hay nadie. A continuación veo una torre de defensa que hay en lo alto de un pequeño montículo. Desde allí verían a los piratas. Ahora no hay piratas. Pero la torre sigue ahí. Me gustan estos vestigios de historia. Allí al final de la recta se ve lo que puede ser un pueblo. Hay un campanario que parece saludar a los viandantes. ¡Adiós! ¡Hasta pronto! Tras dejar atrás el pueblo del campanario hay un letrero que parece anunciar algo. Pasamos rápido bajo el cartel y leo lo que pone: Refugiados. Creo no haber leído bien y no le doy importancia. Pero a lo lejos, justo al pie de una montaña hay un gigantesco letrero que dice algo que no ofrece duda: Refugiados. Me quedo pensando y entonces comprendo…
-Claro… Refugiados… esa es la palabra…