Puedo tocar el amor con los dedos. Mis pensamientos se han vuelto mullidos y suaves. La fragancia de aquellas rosas que un día miré, rojas a reventar, perfuman los recuerdos y los hacen tenues y amables. Las mágicas notas de una canción se desgranan turbulentas por toda la habitación y la llenan de confortables sonidos. La paz me envuelve. Es hora de pensar en el amor.


Puedo sentir el amor en mi alma. La sonrisa fugaz de mi amada que como un destello vertiginoso iluminó por un instante toda la estancia donde ella y yo nos contábamos cosas en silencio, vive de forma perpetua en mi mente. La dicha me desborda. Es hora de llamar al amor.

Puedo escuchar el amor en mi corazón. Tu nombre palpita en mi ser cada vez que lo pronuncio. Me haces esculpir tu celestial nombre en el aire cada vez que te llamo. Y tú vienes a mí. Y yo me quedo mirándote poquito a poco. La felicidad me colma. Es hora de gritar al amor.


Puedo saborear mi amor en tus besos. El calor de tus sabrosos labios siempre han calmado mi frío. Hace tanto, cariño, que nos dimos el primer beso… que hoy, cuando te beso, me parece que es la primera vez… y es que tu amor lo llena todo. No sé qué decir. Es tiempo de amor.

Personas...


Ya hace tiempo que sé que no todas las personas son iguales. Es más, no hay dos personas iguales. Todas son diferentes. Pero hay algunas que tienen ciertas condiciones similares que las hacen pertenecer a la misma clase de personas. La humanidad puede clasificarse perfectamente por grupos de personas según su naturaleza. Esos grupos, por numerosos, son incontables. En un esfuerzo por agruparlos elementalmente, yo haría una simple (y maniquea) división. Por una parte estarían quienes influyen positivamente en aquel con quien mantienen contacto; y en la otra parte nos encontraríamos con personas cuyo trato con ellas hace que salgamos disminuidos mental y físicamente.
Cada cual pertenece a una de estas dos clases de personas. Y sería bueno que tuviéramos conciencia de ser de un determinado grupo o clase de persona. Más que nada por ver si se pueden mejorar estas características, en principio innatas, que le han incluido en este grupo, y, ¿por qué no? llegado el caso abandonarlo y meterse en otro grupo más a propósito con los intereses aprendidos. Porque, hay que apuntar aquí, que, si bien los genes tienen importancia, también la tiene la educación y la voluntad. Pues un carácter, una conducta, puede modelarse con esfuerzo y sapiencia. Y es que las personas no somos inamovibles, sino todo lo contrario, cambiantes, y susceptibles de ser educadas. Lo que pasa, desgraciadamente, es que el orgullo nos ciega y nos impide asomarnos a nuestro interior donde están esas debilidades que deberíamos remediar.
El hecho es que los dos bandos existen. Unos nos alegran la existencia, nos dan ánimo, suben nuestra moral, insuflan felicidad… nos dan vida. Y otros nos absorben el ego, confunden nuestras intenciones, deterioran nuestra autoestima, nos llenan de desasosiego… nos quitan vida.
El caso es que las personas (la mayoría) no son conscientes de su influjo sobre el prójimo. Y, según el caso, van regalando a manos llenas felicidad por doquier, o amargan la existencia a aquellos que se cruzan en su camino.
Yo no he encontrado ningún antídoto que subsane las negativas influencias de las personas que pertenecen a este mal hallado grupo que no sea el eludirlos físicamente. En cambio, las otras personas, las que irradian amor y felicidad, las busco, y cuando las encuentro, nunca las obvio, siempre vuelvo a ellas como aquel que regresa a la fuente pura y cristalina a llenar su cántaro de ese agua que brota libre, feliz y gratuita.





Luces en la noche



Era una noche clara y serena de hace mucho tiempo. Yo aún era un niño. Mi padre me había llevado con él, como hacía muchas veces, a la barca. Yo le acompañaba cogido de su mano. El puerto por la noche se transforma. La oscuridad cae sobre él y le confiere sombrías maneras teñidas de misterio y lobreguez.
Cuando llegábamos a la Dolores, ése era el nombre de nuestra barca, nos la encontrábamos proa a la riba, como un perro fiel que nos enseñaba su hocico, cabeceando lánguidamente al compás de las suaves olas que llegaban debilitadas al interior de la dársena pesquera.
Entonces mi padre se dirigía a mí y me decía que me apoyara junto al muro de la lonja y que le esperara allí, que él tardaría solamente un momento en volver de la barca.
Con un gesto ágil y profesional veía a mi padre saltar a la barca. Y desaparecía como engullido por la oscuridad.
Yo me quedaba solo con la noche.
Las gaviotas ya no se oían porque se habían marchado a sus aposentos nocturnos. Los marineros a estas horas estaban en sus casas. Los peces callaban. Sólo rompía aquella soledad silenciosa el leve y cadencioso chasquido de la mar al acariciar las panzas de las embarcaciones y tropezar con el pétreo muelle. Parecía la enigmática y líquida respiración de un gran animal marino.
Miraba la mar. Toda llena de lucecitas. Amarillas, rojas, verdes. Eran luces de muy diversas maneras y texturas. Unas eran alargadas, filamentosas. Otras, redondeadas. Algunas se apagaban y se encendían rítmicamente. Otras eran fijas y sólo se movían al reverberar sobre la superficie de las aguas del puerto. El mar parecía manchado de colores que palpitaban como si tuvieran vida propia.
Y miraba el cielo. Todo lleno de estrellas. El firmamento aparecía pintado de millones de puntitos luminosos que latían silenciosamente y que parecían mirarme. Eran como ojitos brillantes que pestañeaban calladamente en el espacio sideral. Yo correspondía a sus miradas y me quedaba mirándolas. No decían nada. Su silencio era tan atroz como su lejanía. Sólo parpadeaban y parpadeaban. Y yo, en la inocencia de aquellos años, quería coger una estrella viva. Una de esas que ahora me estaban observando. Pero las estrellas estaban colgadas en lo más alto del cielo, en un lugar inalcanzable para los niños. Ya no me conformaba con tener entre mis manos una de aquellas estrellas muertas, caídas al mar, que a veces mi padre me traía. Yo quería una de esas estrellas celestes que cada noche se asomaban desde el confín del universo para mirarme. Y que me contara lo que hay allí en el cielo.
De pronto, de entre la oscuridad, aparecía la figura de mi padre saltando a tierra. Entonces la realidad volvía a mí.
-¿Papá, tú has visto alguna vez una estrella viva?
-No, las estrellas cuando caen al mar se apagan, se ahogan y mueren.
Y mientras esto decía mi padre, apartaba la vista de las luces nocturnas y retaba a mi padre:
-¿Hacemos una carrera hasta casa?
-¡Vale!

Otoño



El color pardo de la crujiente hoja caída del árbol se confundía con el adusto ambiente otoñal de la tarde. El viento soplaba desde las entrañas de la tierra y se llevaba con él en un insinuante baile, torbellinos de hojas maduras. Mientras veía retorcerse entre el polvo que había levantado el viento las hojas caducas, en un gesto imperceptible, me subí la cremallera de la chaqueta. Hacía frío. Pronto el sol se escondería por detrás de los blancos edificios del final de la avenida. Flotaba en el aire un lejano olor a campo sosegado. Los pajarillos volaban de rama en rama. Las gentes caminaban presurosas por la calle. El día declinaba.


Caminando hacia casa a través del aire otoñal me pongo a pensar. Siempre que llega el otoño tengo la misma percepción. ¿Es el final o el principio de algo? Así como cuando llega la primavera no tengo la más mínima duda de saber que estamos en los prolegómenos del verano, aquí, en esta estación me asiste la idea de que el verano se acaba. Tengo la sensación de un término, no de un comienzo. Y lo cierto es que algo empieza. Hay que afrontar la nueva estación, que regresa, como en un eterno retorno, a su cita anual. Y entonces me abriga la ilusión de golpe. Una explosión de recuerdos se desparraman desde mi mente y mi persona se siente reconfortada y preparada para vivir el otoño con infantil esperanza…

Voces nocturnas


Una noche oí como hablaba la luna. Su cara rojiza y brillante parecía sonreír. Yo no sabía qué decía, pero Selene murmuraba algo. Unas nubes irisadas y algodonosas acariciaban con infinita suavidad el orondo rostro de la diosa. Las nubes parecían asentir con seriedad a las razones de la luna y se retorcían voluptuosamente dejando un halo lechoso en el firmamento. Y yo no sé de qué hablaban.
La noche, tierna y cenicienta, abrazaba con su tenue oscuridad las cadenciosas palabras que irradiaba la naciente luna. Y la noche callaba en un silencio claro y respetuoso.
Mirad cómo surge la luna de las entrañas de la mar. Primero asoma tímidamente su fulgurante faz desde el remoto horizonte manchándolo todo de su lumínica esencia. Luego se muestra radiante y feliz sobre las aguas. Yo sé que ha hablado con los peces. ¡Qué de cosas le habrán contado! También algunas estrellas caídas del espacio sideral a las profundidades marinas le habrán susurrado palabras diáfanas como su luz blanquecina. Y la luna, nuestro divino astro nocturno, ha escuchado cada una de estas húmedas voces con atención y desenfado.
La luna me mira con simpatía y complicidad. Sabe que la he visto hablar. Y no dice nada. Yo la miro y se iluminan mis pensamientos. Todo parece más próximo y transparente. Selene brilla poderosa y triunfante en el cielo de la noche, y yo siento cómo sus invisibles rayos áureos me atrapan y me envuelven en un mar de inefables sensaciones.