Abrir puertas, cerrar puertas.


Hace unos días venía yo del instituto y acababa de aparcar el coche en mi garaje. Al subir las escaleras que conducen a la puerta de salida a la calle, me encontré con un señor mayor que con paso cansino iba subiendo las escaleras. Yo, mucho más ágil que él por razón de edad, le alcancé y le dije que yo le abriría la puerta. El se me quedó mirando con parsimonia y se apartó para dejarme pasar. Y cuando estaba a su altura me dijo: “abra usted la puerta que yo la cerraré”. Yo le dije que sí, que me parecía bien. Y no le di más importancia a lo que me acababa decir aquel hombre octogenario. Y mientras yo abría la puerta y la luz del sol inundaba la escalera del garaje, aquel anciano me espetó esta lapidaria sentencia: “Lo que estamos haciendo tiene una gran simbología. Usted, que aún es joven, todavía está en la edad de abrir puertas. Yo, que ya soy viejo, he abierto muchas puertas a lo largo de mi vida, y ahora es más propio de mi edad, ir cerrando puertas.”
Sonreí, y le dije que no. Que él aún tenía muchas puertas que abrir. Y sin mediar respuesta dejé a aquel viejo cerrando afanosamente la puerta del garaje.
Y me fui pensando que aquel viejo me había abierto la puerta de mis pensamientos. Era cierto aquello que dijo. Los jóvenes tienen ansias por emprender y comenzar proyectos de vida. Y en la senectud de la vida las cosas se ven de modo distinto. Es como un colofón, donde las personas se aplican en dejar todo sellado y a buen recaudo.

Hora de la siesta


Son las tres y media de la tarde de un sábado del mes de noviembre. El sol penetra en mi habitación por las rendijas de la persiana dibujando sobre la cama unas apacibles líneas horizontales que proporcionan una calidez agradable a la estancia. Es la hora de la siesta.
Me acuesto y abro un libro. Leo tranquilamente unas páginas y poco a poco me invade un pegajoso sopor que hace que las letras se conviertan en grafías pesadas y sin significado.
Casi sin querer cierro los ojos. Ahora puedo ver las miles de fragancias que hay disueltas en mi pensamiento. Quiero cogerlas y se me escapan entre los dedos. Intento abrir los ojos, pero me vence la desidia. Cierro levemente los ojos y penetro por las intrincadas galerías de mi mente. Me siento en una orilla de mi alma y juego a construir recuerdos del futuro. Nada es más suave y relajante que oír en silencio los olores de color anaranjado que emiten mis vivencias dormidas en un rincón de mi corazón. El mundo se vuelve del revés. Todo es posible en estos instantes previos al sueño. Nada es real. Las personas que pueblan este universo onírico son de papel, de celofán, de caramelo de fresa. Se retuercen las nubes en el firmamento y montones de estrellas luminosas van cayendo sobre el mar balanceándose suavemente en el aire azul.
Abro los ojos con desgana y me golpea la realidad. El libro que estaba leyendo se me ha caído de las manos y descansa sobre mi pecho. Con placer infinito cierro nuevamente los ojos y me vuelvo a sumergir en los mundos de Morfeo. La paz me abraza con sus dedos oscuros e informes. Los pensamientos vuelan sin control hacia mi perezosa mente. No soy dueño de ellos. Estoy felizmente atrapado por un torbellino de sutilezas que enturbian y confunden mi razón. Yo no soy yo. Los sueños se están apoderando de mí voluntad hasta hacerla desaparecer. Y yo, dulcemente, me dejo apresar por ellos. Voy a dormirme.

Salud, dinero y amor


Hay una canción que fue éxito a mediados de los años sesenta del pasado siglo, que en la voz de Cristina, vocalista del conjunto “Cristina y los STOP” cantaba aquello de “tres cosas hay en la vida, salud, dinero y amor, y el que tenga estas tres cosas, que le dé gracias a Dios…” Salud, dinero y amor. Una trilogía ciertamente infalible. No sé si hace falta algo más para ser feliz. Pero me gustaría saber cuántas personas hay en el mundo que puedan asegurar que son ricas en estas tres cosas a la vez: en amor, en dinero y en salud.
Parece ser que las personas estamos condenadas a la infelicidad. Siempre hay algo que nos falta. Al que es rico, le falta la salud, o el amor. El que es pobre, puede tener amor y salud, pero no puede pagar la hipoteca. Y el enamorado, que ve todo el mundo de color de rosa, se queja amargamente de no tener un buen trabajo para construir su nidito de amor, a parte de estos achaques que perturban su salud. En fin, que hay múltiples combinaciones, en las que siempre la falta de uno, o dos, (o tres) de estas tres premisas, impiden la felicidad.
Pero yo pregunto. ¿Es imprescindible tener salud, dinero y amor, a la vez para ser feliz? ¿Se puede ser feliz sólo con uno de estos condicionamientos, o con dos? ¿o con ninguno? En cualquier caso, me permito apurar la cuestión a una premisa. No se pueden tener las tres a la vez. Bien; dado este supuesto, me aventuro a apuntar prioridades. ¿Cuál es la principal condición para ser feliz? ¿El dinero, el amor, o la salud?
Mi opinión es que la primera sería el amor. Sin amor no se puede vivir. La persona está diseñada para amar y ser amado. Si una persona no tiene problemas de dinero ni de salud, pero ni ama ni es amada, creo que difícilmente será feliz. En cambio, cuando hay amor correspondido en la vida de una persona, todos los demás problemas (de salud o de dinero) constituyen un reto por el que luchar que con el apoyo incondicional de la persona amada se llevará a cabo con más o menos éxito.
De todas maneras, este tema es amplio y caben todas las opiniones. Y me gustaría saber la tuya. ¿Cuál de las tres es la más importante para ti para ser feliz?

"Lluna"

"Lluna"


El jueves le dieron una cachorrita de perra a mi hija Marta. Le ha puesto de nombre “Lluna”. Lluna es una cosita pequeñita. Un ovillo de brunos pelos algodonados que me recuerdan a Platero. Aquel burrito que no tenía huesos, que estaba hecho de algodón. Así es Lluna. Suave como una caricia. Mullida como una esponja. Blanda, tierna, sedosa…
Yo la cojo con delicadeza y la llevo en brazos. Su pequeño cuerpecillo se acomoda entre mis manos y se acurruca ufana entre ellos. Enseguida cierra sus ojos de azabache y duerme plácidamente. Yo la miro complacido. Y, en silencio, observo su acompasada respiración. Sus orejitas, de una tonalidad ocre, se han relajado y resbalan sobre su pequeña cabeza. Un súbito ruido incomoda el apacible sueño de la perrita. Las orejas alerta y los ojos semiabiertos dan cuenta de la incidencia. Pero pronto todo se vuelve paz y calma. Pienso que estaría mejor en su camita, arropada con una vellosa mantita y un esponjoso peluche. Y allí la coloco. Lluna se revuelca perezosa entre mis dedos y se acurruca en su resguardado cobijo.
Mi hija Marta con "Lluna"

La dejo durmiendo. En su hocico destaca su negra naricita, reluciente, húmeda. La boca, cerrada, esconde unos incipientes e inofensivos dientecillos de afiladas puntas.
Mientras está durmiendo me voy y la dejo sola. Al cabo de un rato la oigo lloriquear. Ya se ha despertado. Moviendo la cola se acerca jugueteando hasta mí con un alegre trotecillo, y yo la acaricio. Su pelo es terso y su piel cálida. Juego un poco con ella. Me muerde dulcemente mi zapato. Intenta arrancarme los cordones. Pero no tiene fuerza para ello. La boca abierta alegremente, parece reírse de pura felicidad. Yo la dejo hacer. Sus patitas, de un blanco aterciopelado, patean al aire dibujando graciosas cabriolas. De pronto se queda sentadita. Y se me queda mirando. Parece querer decirme algo, pero no sabe hablar. Pero yo la entiendo. Me ha dicho que quiere ser mi amiga. Y yo lo acepto y le digo que sí.