Vudú (y II)



El brujo recibió las gavillas multicolores (rubias, morenas, castañas y pelirrojas) de pelos con satisfacción. Y con sumo cuidado las dispuso cuidadosamente sobre la mesa en una alineación paralela. Se quedó un momento mirando absorto los pelos allí expuestos y no dijo nada. Luego se dirigió al profesor y le dijo: “Ya está, todo lo demás corre de mi cuenta… puede usted irse tranquilo, dentro de unos días comenzará a notar los resultados”. Y el profesor se fue.
Las clases continuaban siendo terribles. Nada había cambiado. Y el profesor empezó a impacientarse.
Todo seguía igual si no fuera porque en la calvicie que dominaba la testa del desolado profesor comenzaron, al cabo de una semana, a asomar una serie de tiernos brotes de pelos en rala disposición. Él se lo miró con sorpresa. Y no le dio importancia. Pero aquello no era normal. Los pelos crecían a una velocidad endiablada. Uno en el centro, otro en la zona parietal, otro más en la nuca, y otro más en la frente. Pero lo más llamativo resultó ser que cada pelo era de un color. Y entonces cayó en la cuenta. ¡Cuatro pelos! Y del mismo color que cada uno de los cuatro manojillos de pelos que él le arrancó a sus ¡cuatro alumnos!
El profesor, delante del espejo de su casa, se arrancó con rabia los cuatro pelos impertinentes que brotaban en su yermo y reluciente cuero cabelludo. Se fue a dormir malhumorado y tuvo un sueño inquieto y bastante lúcido. Soñó que el brujo, tocado con una exuberante melena rubia que le llegaba hasta la cintura, bailaba en su clase, mientras él, molesto por su intromisión, pero resignado, intentaba explicar el tema a sus alumnos, pero no le salía la voz, su garganta se había vuelto blanda y torpe, y no podía articular palabra. Y él miraba con desespero al brujo bailarín para que le ayudara, pero el brujo se reía de él con la boca abierta de par en par. Una boca de donde iban cayendo sus dientes uno a uno hasta dejar el suelo del aula lleno de dientes. El profesor intentó inútilmente gritar buscando ayuda, pero sus alumnos permanecían quietos y risueños en sus pupitres mirándole fijamente mientras se arrancaban los pelos de sus cabezas y los iban tirando al aire. Entonces cuatro alumnos se levantaron con parsimonia, pero con decisión, de sus asientos y, sin perder la sonrisa y sin dejar de mirarle, se dirigieron hacia él. El brujo siguió riéndose y bailando alrededor del profesor como si tal cosa. Y entonces, ante el estupor del profesor, los cuatro alumnos se abalanzaron sobre él y uno de ellos, no sabría decir cuál, le clavó un cuchillo en el vientre.
Cuando sonó el despertador, el profesor se despertó con un fuerte dolor en el vientre. Un dolor que desapareció a los pocos minutos y que enseguida supo darle explicación. Fue ese terrible sueño…
Cuando fue al lavabo, descubrió con turbación que los cuatro pelos asomaban otra vez en su calva cabeza. Estaba atrapado en no sabía qué. Pero estaba atrapado. Y no sabía qué hacer. Llamó al instituto y dijo que se encontraba mal, que no podía ir a clase. Y entonces se sentó en el sofá y se puso a pensar. Y mientras pensaba en cosas extravagantes y sin sentido, los pelos iban creciendo más y más. Se palpó la cabeza. Los pelos ya habían crecido casi un dedo. Fue rápidamente al lavabo y se los arrancó. Otra vez vuelta a empezar. Aquello no podía continuar así. ¿Ir al médico? Tal vez. No, no, eso no era cosa de médicos. No lo pensó dos veces, se arregló, se puso una gorra, cogió el coche y se fue a casa del brujo. Pero el brujo no estaba. En la puerta de su casa había un letrero escueto y lapidario: “Cerrado por defunción del dueño”. El profesor no daba crédito a lo que estaba pasando. De pronto, un sudor frío se apoderó de él. Allí delante de la puerta de la casa del brujo sintió que se mareaba. Pero fue un mareo pasajero. Se rehizo, y confundido y contrariado se fue de allí. ¿Qué estaba pasando…?
A medio día recibí una llamada en mi móvil. Era él. Y me lo contó todo con pelos y señales, y con lágrimas en los ojos. Yo no supe qué aconsejarle. Solo me salió decirle que se tranquilizara y que a la tarde iría a su casa y que hablaríamos del asunto. Y así quedamos.



Por la tarde llegué a su casa y me recibió con una gorra encasquetada en su calva cabeza. Se la quitó y pude ver los cuatro luengos pelos multicolores que salían de su cabeza. Sentí horror. Había que obrar rápido. Y así hicimos.
La mejor de todas las opciones fue que se pusiera una peluca. Una peluca que fuera discreta y eficaz.
Encontramos una en una tienda cerca de su casa y se la puso. No parecía el mismo. Yo casi no pude aguantar la risa al verle. Pero estaba hasta más joven. La verdad. Y sacando fuerzas de flaqueza, al día siguiente se presentó en el instituto con la peluca. Causó sensación, y, también provocó risas y bromas, algunas de dudoso gusto, entre profesores y alumnos.
Pero enseguida la gente se fue acostumbrando al nuevo look de mi compañero y la vida siguió igual. Igual de mal para él, porque sus alumnos cada día se portaban peor.
Pero el curso acabó. Y vinieron las vacaciones. Y un día se presentó en mi casa sin peluca, con su calvicie ondeando libre y clara al aire estival de julio. Y, triunfante, me dijo que se había curado, que ya no le salían aquellos insolentes pelos, que todo había pasado, y que jamás, jamás volvería a acudir a un brujo para resolver los problemas de los alumnos.


Vudú


¿Conocéis el caso del profesor que para defenderse de sus terribles alumnos acudió al vudú? Fue un caso muy célebre. No pasó del ámbito local porque la prensa y las autoridades no creyeron oportuno que esta práctica se extendiera por el resto del estado. Y, pasados los años, el caso cayó en el olvido. Y ahora, ya nadie, o muy poca gente, se acuerda de aquel afer. Yo lo recuerdo perfectamente. Y lo sé de primera mano porque aquel profesor, que, perdida la esperanza de hacerse con su grupo por las buenas, no encontró otra salida que acogerse a la magia del vudú, era un compañero de mi mismo departamento. Un compañero que incluso me pidió consejo. Y yo se lo di. Pero él no me hizo caso. Y luego pasó lo que pasó. La verdad es que aquel grupo de tercero de ESO era horrible. Yo lo sabía, no porque entrara a darles clase, sino porque conocía, por haberlos tenido (sufrido) en años anteriores, a muchos de sus alumnos. Y puedo dar fe de su extrema dificultad. Así que entendía perfectamente a mi compañero cuando, con lágrimas de rabia asomando en sus ojos, me detallaba las mil perrerías que le hacían en su clase. Esto no podía continuar así. Debía tomar una determinación drástica. Y la tomó. Y luego pasó lo que pasó. Había una casa cerca del instituto que todo el mundo sabía que era habitada por una bruja. Una bruja moderna, no vayáis a creer, que tenía hasta su licencia para echar las cartas… y que tenía una clientela numerosa y fiel. Y allí se dirigió mi compañero. Le explicó el caso y ella le indicó algunos consejos y un filtro elaborado a base de veneno de serpiente (carísimo) que tenía que tomarse en ayunas los viernes que cayeran en días impares, y cuya suma de sus dígitos no resultara múltiplo de tres. Esto debía hacerlo hasta que se agotara el frasco. Pagó a tocateja todo y durante un par de meses cumplió a rajatabla las indicaciones de la bruja. Pero el resultado fue nulo. Los alumnos cada día se portaban peor. Y entonces se dirigió a la bruja y le exigió medidas concluyentes y rápidas, porque aquello estaba acabando con su salud. Y luego pasó lo que pasó. La bruja, honradamente, le advirtió que el caso se le escapaba de sus competencias. Pero que conocía a un brujo que vivía en un pueblecito cercano que le había solucionado algunos compromisos insolubles para ella. Eso sí, le previno, practica el vudú. Pero esta espantosa palabra no amedrentó en absoluto a mi compañero, dispuesto a todo, con tal de solventar sus problemas en clase. Y así pasó lo que pasó. El brujo, muy amable, le recibió una tarde de marzo cuando el sol se diluía lentamente por entre las aristas de las montañas azules. Le refirió el caso y el brujo puso cara de circunstancias. No era un tema fácil. Se había de obrar con firmeza y resolución. Y a ello se dedicó aquel brujo con sumo cuidado. Le hizo volver al cabo de tres días porque quería estudiar con detenimiento el asunto. Y al tercer día acudió el atribulado profesor a la consulta del brujo, el cual le explicó lo que él creía firmemente eran las soluciones a los problemas del profesor. Pero para llevar a cabo su actuación el brujo precisaba de un manojillo de pelos de cada uno de los alumnos que molestaban en las clases. Y así hizo. A mí me enseñó los pelos arrancados de sus odiados alumnos convenientemente enrollados y dispuestos en pequeños haces con un papelito en cada uno donde ponía el nombre del alumno al que pertenecía el pelo. Yo sentí pavor ante aquello, pero no hice nada. Y luego pasó lo que pasó.


Continuará

Esa canción


-No, no quites esa canción, déjala… me trae recuerdos de unos tiempos lejanos muy felices. Unos tiempos en que yo era muy joven. Un adolescente. Dieciséis años. Un chaval que empezaba a sentir ganas de amar. Un chico guapo. De frondosa y salvaje melena morena. De primeriza barba y de algunos granos impertinentes en la cara. Pero no quites la canción, que mientras la estoy escuchando me siguen viniendo a la mente preclaros recuerdos de aquellos días. Casi los estoy reviviendo. Yo no sé si entonces era feliz. Antes he dicho que sí, que era feliz, pero ahora rectifico. Y digo esto porque advierto que mis cuidados eran muchos y muy variados. Y no todos los llevaba bien, todo hay que decirlo. Las chicas que me gustaban eran inaccesibles para mí. Los estudios me resultaban sumamente peligrosos porque en cualquier momento de descuido el fracaso podía asomar en el expediente. Y mi ilusión de llegar a triunfar en el fútbol se desvanecía a cada partido… Pero eran tiempos de emociones. Me pasaba el día emocionado. Mira, mira cómo suenan los acordes de esta canción. Me acuerdo haberla escuchado una y mil veces en mi viejo tocadiscos que me compró mi padre al terminar el quinto de bachillerato. Oía los perfectos acoples de los vocalistas y el sonido limpio de las guitarras que los acompañaban. La batería marcaba un ritmo serio y formal. Y yo me imaginaba a los cantantes cantando para mí. Y mientras disfrutaba de la canción, venían a mi mente anhelos del presente ¡de aquel presente! Claro, era tan joven que mis recuerdos eran muy sucintos y se limitaban a mi infancia. No soñaba con el pasado, sino con el presente. Yo, recuerdo, tenía ínfulas de un joven conquistador. Pero nada era verdad. La verdad era muy distinta a mis sueños. Yo quería acercarme a la vida de frente, sin miedo, con resolución, pero mi timidez doblegaba mis intenciones y éstas quedaban en un prudente segundo plano. Ahora que el paso de los años han reblandecido los recuerdos y los han transformado en vivencias firmes y amables, y así es como yo las recuerdo, quiero volver a soñarlas despacio... Ya se acaba la canción, me sigue gustando tanto ahora como entonces, pero fíjate en estos acordes finales… son preciosos. ¡Qué belleza!