La Panderola


La Panderola era un trenecito a vapor. Negra como un escarabajo y lenta como una tortuga presurosa. En realidad la Panderola era un tranvía. Un tranvía que iba desde el Grao de Castellón hasta Onda, pasando por el centro de la ciudad de Castellón.
Había iniciado su andadura este tren de vía estrecha allá por el año 1888. Y se murió, de muerte natural, el 31 de agosto de 1963.
Yo me acuerdo perfectamente de la Panderola.
Y eso que cuando la retiraron del servicio, yo tenía tan solo cinco años. A mí me fascinaba aquel animalote de hierro, que emitía estruendosos silbidos por su boca y exhalaba densas vaharadas de vapor por su metálica cabeza.
Mi padre me llevaba a la estación del Grao a verla. Y siempre que íbamos a Castellón no dudábamos en subirnos a la Panderola. La Panderola tenía dos y, a veces, hasta tres vagones. Los vagones tenían asientos de madera. Parecían los bancos del parque donde se sentaba mi padre mientras yo jugaba. El traqueteo que producía aquel pequeño tren era suave y agradable. Corría poco. Mi padre me dijo que un amigo suyo con su destartalada bicicleta le ganó una carrera desde el Grao a Castellón. Pero no importaba. La Panderola llevaba el paso firme y formal, como un soldado cuando hacía la instrucción.
Yo sabía que la Panderola dormía en las cocheras del Grao.
Un día quise ir a verla. Quería saber si cuando dormía, estaba calladita como un niño. No la despertaría, la miraría y, tal vez, la acariciaría como se acaricia a un perrito.
Era invierno, pero no hacía frío. Tal vez la noche, que cayó de golpe sobre las calles del Grao de Castellón, acentuara la sensación de que estábamos en la estación invernal.
Mi primo Toni, que tenía la misma edad que yo, estaba jugando conmigo en la puerta de mi casa cuando le dije que me iba a ver la Panderola. “¿Vienes conmigo?” Era una aventura arriesgada y ciertamente peligrosa. Pero ni él ni yo dudamos un instante. “¡Vamos!”
Entramos en la estación de la Panderola por un resquicio que dejaba el portalón que cerraba el recinto.
La noche lo ennegrecía todo: el andén, las vías, los trenes, el aire…
A tientas, con sumo cuidado de no hacer ruido, fuimos adentrándonos entre los trenes parados en las vías. El silencio hubiera sido total si no hubiera sido por el leve y rítmico gorjeo de un oscuro pájaro agazapado e invisible en un árbol.
Llegamos hasta el vagón de un tren. La puerta estaba abierta. “¿Subimos?”. Mi primo no quiso subir. Yo sí. El interior del vagón estaba oscuro como la boca de un lobo. Topé con un asiento roto. Me senté. Y me imaginé dueño y señor del tren. “¡En marcha!” y el tren comenzaba a caminar… pero desde el vagón donde yo estaba soñando oí el llanto de mi primo Toni. Me asomé por la negra ventana. Mi primo estaba llorando a mares. Desconsolado. Yo no lo podía entender. ¡Éramos dueños y señores de todos los trenes de la cochera…! Pero Toni lloraba y lloraba. “Quiero irme a casa…” Bajé del vagón complaciente. “¿Por qué lloras…?”
Entonces oímos ruido. Alguien había entrado en las cocheras.
“¡Toni! ¡Miguel” Era la voz de mi tío… Seguramente oyó llorar a mi primo y venía hacia nosotros en medio de la noche.
Cuando nos encontró, montó en cólera. Nos cogió del brazo y nos propinó unas cuantas zurras a cada uno… Ahora llorábamos los dos. No fueron las zurras lo que me hizo llorar. De esto, cincuenta años después, estoy seguro.


Pequeña historia de un gran malentendido



Había aquel día en el periódico dos anuncios que no tenían nada que ver el uno con el otro. Uno era de una casa que se alquilaba, y el otro era de una chica que pretendía entablar relaciones (serias) con un hombre de buena posición y buenas intenciones. Lo que confundió a Bernardo, el protagonista de nuestra historia, fue la dirección. La primera era: Calle del Suspiro número 69- 2º; y la segunda era, también Calle del Suspiro, pero número 96-2º.
Total, que Bernardo, hombre de buena posición y buenas intenciones, no dudó en acudir a la cita de aquella mujer que pedía relaciones. Pero con las prisas, le bailaron los números, y en vez de ir al número 96, fue al 69, que era donde se alquilaba la casa.
Llamó al timbre y le abrió la puerta un hombre de unos cincuenta años, gordo, calvo,  de refinado bigote y sonrisa fácil.
-Buenos días, venía por lo del anuncio.
-Buenos días. Pase usted, pase.
El dueño de la casa le condujo hasta la salita, donde se sentaron en sendos sillones.
-Pues, eso, que he leído el anuncio y he venido a ver si llegamos a un acuerdo. Antes que nada me gustaría saber cómo se llama. Y cuántos años tiene.
-¿Años…? No muchos… déjeme que me acuerde, fue allá por los ochenta… tal vez el 86, luego, saque usted cuentas… Y ¿El nombre…? Ah sí, Lolita, por mi esposa, ya sabe usted…pero si no le gusta el nombre, lo cambia, no hay ningún problema.
-No, no, si me gusta el nombre, me gusta-contestó visiblemente extrañado Bernardo.
-Pues nada, nada –le cortó el dueño- hablando se entiende la gente. Yo estoy convencido de que cuando la vea, le gustará. Solo con mirarla por fuera, ya quedará prendado de su belleza. Y no le digo nada cuando la vea por dentro…
-Ja, ja, ja- rió Bernardo sonrojándose- cada cosa a su tiempo….-acertó a decir tímidamente.
-Claro, claro. Bueno, sigo. Lo que más valoro yo son los bajos. Aquí puede meter la nariz todo lo hondo que quiera y aspirar fuertemente que no encontrará ninguna mala olor. Y además está bien ventilada.
-No le entiendo- contestó Bernardo medio aturdido.
-Pues eso, que tiene dos entradas, una por delante, y otra por detrás. Si le apetece penetrar por delante, pues adelante, que entre otras cosas, es lo normal, ya me entiende. Pero si quiere hacerlo por detrás, pues nada, sobre gustos…
-Un momento- Bernardo estaba empezando a desorientarse- pero…pero… ¿qué me está usted diciendo…?
-Yo no le cuento mentiras. Yo le digo lo que hay. Y también le digo que espero que la trate bien… porque el último me la dejó hecha un asco…
-O sea, que no soy el primero…
-¡Qué va! Si ha tenido muchos…el peor fue el torero.
- ¿El torero…? – balbuceó Bernardo.
-Sí, porque como era un torero de poca monta, la utilizaba para entrenar las suertes del toreo. Ya me entiende, la espada, las banderillas, la puntilla… y me la dejó para el arrastre.
-¿Y usted cómo podía consentir semejante barbaridad?
-No, si yo no lo sabía, fueron los vecinos, que oían los gritos…
-Bueno- dijo Bernardo con determinación- Yo quiero verla.
-Pues nada, cuando le apetezca vamos y se la enseño.
-No, que venga. Que aquí la espero.
-¿Cómo dice?- espetó el dueño totalmente extrañado.
-Pues eso, que aquí la espero.
-Un momento…- ahora era el dueño el que no entendía nada- Yo no puedo…
-Pero ¿usted no es su padre?- atajó ya fuera de sí Bernardo.
-¿Cómo que su padre, está usted de broma? Yo soy el dueño, el amo y señor de esa joyita que yo pretendía dejarle a muy buen precio, pero que a este paso…
-¿Cómo? ¿Qué me está usted diciendo…? ¡Que la pretende vender…!
-¡No! Lo que quiero es alquilarla…
-¡¡Qué….!! ¡¡Que pretende alquilar a su hija…!! ¡¡Usted es un negrero!! ¡¡Y voy a poner una denuncia ahora mismo por esclavizar a su propia hija!!
-Un momento, un momento, pero ¿que me está diciendo de mi hija? si yo no tengo ninguna hija…
-¿Y entonces, esta Lolita que me pretendía alquilar…?
-Esta Lolita que usted dice es la villa que yo iba a alquilarle. La “villa Lolita” que venía en el anuncio…

(libre adaptación de un sainete de teatro valenciano)

Los langostinos


El "Joven Miguel" (óleo de Antonio Trilles)

Aquella primavera del año 1976 estaba resultando amable y eficaz. Las blancas flores de azahar moteaban los naranjales de la Plana y derramaban su cálido aroma por el verde de los marjales.
Eran poco más de las siete de la tarde. Ya el sol declinaba, pero la luz aún era clara y contundente.
El vespino lo habíamos aparcado en el muelle pesquero. Y sentados en una roca, Marysol y yo esperábamos que llegara la barca de mi padre.
Cunado llegó el “Joven Miguel”, nos acercamos hasta la barca y mi padre nos indicó con un ademán que subiéramos a bordo. Así hicimos. Las cajas de pescado estaban expuestas sobre cubierta listas para desembarcarlas. Los marineros iban y venían en un frenético ir y venir. Mi padre cogió un par de langostinos y los metió en una bolsa de plástico. Y dirigiéndose a Marysol le dijo: “Toma, esto es para tus padres. Son dos langostinos recién pescados. Hace poco más de una hora aún nadaban por el fondo del mar". Los cogió y saltamos a tierra.
Subimos al vespino y salimos del puerto.
Enfilé “El Camino Viejo del Mar” y puse rumbo a Castellón.
Marysol me acariciaba en un suave abrazo desde el asiento de atrás de la pequeña moto.
Yo sentía su atractivo perfume a colonia “Azur” que se mezclaba con las infantiles y dulces palabras de aquella adolescente que aún me costaba decir que era mi novia.
A mitad camino me hizo parar.
-¿Qué quieres…?
-¡Qué solitario está esto…!
Sus palabras me sonaron a una clara invitación al amor. Y sus ojillos y su sonrisa despertaron en mí un profundo deseo de poner mis manos en el cuerpo de aquella chiquilla sabrosa como un soplo de brisa marina.
Nos desviamos por un caminito lleno de hierbas, verde a más no poder. Y allí encontramos la soledad suficiente para entregarnos a nuestros deseos más sensuales.
Bajamos de la moto cogidos de la mano. Nos dejamos caer alegremente sobre la mullida hierba y nos besamos en la boca con pasión, recelo y rabia. No hubo palabras. Hubo miradas lascivas y dientes cándidos. Y manos presurosas. Y camisas desabrochadas. Y sudor. Y piel suave y tersa. Y pelo enmarañado entre las hierbas. Y un frenético abrazo amoroso que acabó con una deliciosa sonrisa que desbordaba placer y satisfacción.
Cuando nos montamos al vespino, el sol ya daba claras muestras de esconderse tras las montañas.
Llegamos a casa de Marysol ya de noche.
Sus padres estaban haciendo la cena. Y entonces me acordé de los langostinos…
-¡Marysol, los langostinos!
Marysol se me quedó mirando, y los dos nos echamos a reír…