Vacaciones de Navidad


Hoy es Navidad. Ayer celebramos la Nochebuena en nuestra casa con una cena acompañados de mis suegros, mis cuñados, mi sobrino Daniel, mi hija… y Lluna. No se habló de política. Hubo paz. Hoy mis suegros, como ya es tradición, nos han invitado a todos a una comida en un restaurante. Mi madre también viene a esta comida. Desde que murió mi padre ahora hace nueve años, mis suegros tienen a bien invitarla para que pase este día tan señalado acompañada por todos nosotros. Y mi madre está feliz por ello.
Ahora estamos preparando la maleta para irnos mañana a Andorra. Tal como venimos haciendo desde hace más de veinte años. Marta, nuestra hija, también viene. Pero su perrita, no. Lluna se quedará en el “hotel” de perros que hay aquí en Castellón.
Pensamos estar tres días en Andorra y al volver pasaremos por Barcelona. Estaremos un día en la ciudad condal y después regresaremos a por Lluna.
El día de nochevieja lo pensamos pasar en nuestra casa. Solo acompañados de nuestra hija y de su perrita Lluna.

Ese es el plan que tenemos Sole y yo en estas próximas fechas. Espero que todos y todas paséis unas fiestas entrañables y soñadoras.  

La ventana


Es media tarde, pero la noche cae sobre la ciudad con una premura casi angustiosa. Las farolas y las ventanas luminosas de las casas alegran mi paseo a través de las frías y húmedas calles. Todavía es pronto. La noche no anuncia que es tarde. El menguante diciembre ha caído con toda su fuerza sobre las calles de la ciudad.
Mientras paseo con Lluna, la perrita de mi hija, piso las ocres hojas muertas de los árboles atenazados por ese otoño atroz que reina con toda su fuerza a la espera que el invierno llame a sus puertas. Ya pronto será Navidad. Huele a invierno. Huele a Navidad.
Todas las tardes suelo llevar a la perrita al parque que hay cerca de donde vivimos. Hoy, de vuelta a casa, pasamos por las engalanadas fachadas acristaladas de los pisos que hay en mi camino de vuelta. Las luces navideñas, cantarinas y coloreadas, intermitentes y chillonas, alegran mi mirada. Ya lo he dicho, huele a Navidad. Y yo, casi sin querer, pienso en gozosos recuerdos y alentadores presagios. Es tiempo de mirarse hacia adentro de uno mismo y sacar todo lo mejor que hay en nosotros. Yo no busco la perfección. Me conformo con una sonrisa. Un gesto. Un deseo. Una caricia…
El semáforo está en rojo. Nos paramos. La perrita, obediente, se sienta. Yo pongo mi mirada en la finca que hay enfrente. Hay una ventana que tiene unos visillos entreabiertos. No sé bien por qué, pero me llama la atención. Me quedo mirando la ventana. Y entonces aparece una mano que descorre lentamente el visillo. ¡Es Papá Noel! No puedo creerlo. Y se me queda mirando. Y me sonríe. Yo no sé que hacer. Estoy por levantar la mano y saludarle… pero mientras esto pensaba, la cortina se ha cerrado.
El semáforo está en verde. Lluna y yo pasamos a la otra acera. Ahora sé que la Navidad existe. Y voy a celebrarla con todas mis fuerzas. Y voy a lanzar mi voz en grito por todo el mundo, para que todos conozcan mis deseos: que haya paz en todo el mundo, que reine el amor y que las personas hagamos el bien.


¡Feliz Navidad!

Cuestión de idiomas


Al lado de mi casa hay una tienda de estas que pone “abierto 365 días”. Y es verdad. Está abierta todos los días, y además tiene un horario muy amplio. Abren por la mañana a primera hora y no cierran hasta las doce de la noche.
Esta tienda nos viene muy bien porque venden desde tabaco hasta pan y bebida, pasando por la prensa y todo tipo de primeras necesidades de papelería...etc. Lo cierto es que más de una vez nos ha sacado de un aprieto.
Los empelados se turnan a lo largo del día. Yo conozco hasta cuatro. Yo suelo ir por la mañana a comprar el periódico y casi siempre coincido con una dependienta jovencita que es rumana. Pues bien, multitud de veces la he visto, mientras ojeaba la prensa, que estaba departiendo con alguien que también era rumano. Y entonces les oía hablar en su lengua. Hasta aquí todo normal. Pero es que, indefectiblemente, cada vez que me acerco hasta el mostrador para pagar, la chica y su interlocutor o interlocutora se pasan a hablar en castellano entre ellos. Yo estoy por decirles que no cambien, que sigan hablando en rumano tal como lo estaban haciendo hasta que yo me he acercado. Pero no, nunca he llegado a decirles nada. Cuando me voy, oigo que vuelven a hablar en rumano.
¿Por qué hará eso esta dependienta? ¿Se lo tendrá mandado su jefe (que es español)? ¿O es que considerará esta chica que seguir hablando su idioma delante de un español es de mala educación?
No sé, ella tendrá su motivo. Desde luego. Yo soy valenciano parlante. Y también castellano parlante. Pero mi idioma habitual y natal es el valenciano. Cuando he ido a un sitio donde solo se habla castellano, la verdad, es que me he sentido también como la chica del mostrador.

¿Qué pensáis sobre este tema?

La noche anterior


Cuando Alberto se despertó, un débil rayo de luz penetró en la penumbrosa habitación donde dormían él y ella.
Se giró. Ella aún dormía. Miró su cara. Su cara era apacible. Tierna. Mimosa. Se fijó en sus labios. Eran carnosos y sanguíneos. Y ahora dibujaban una tenue mueca de paz y felicidad. Miró su pelo. Era negro y espeso. Ahora estaba enmarañado y tapaba sus ojitos cerrados.
Alberto no quiso despertarla. Prefirió recordar la noche anterior.
Recordó los besos. Se besaron como si aquella noche fuera la última. Se dieron mil besos. Le dolía la boca de tanto besar, pensó. Se acordó de la voz entrecortada y voraz de ambos al decirse “te quiero” entre beso y beso. Y recordó la furia con la que se quitaron la ropa. Y la belleza del cuerpo semidesnudo de ella, de pie delante de él. Y de cómo él se agachó y de dos dentelladas le arrancó las breves braguitas de color rosa que quedaron desgarradas entre los pies de ella. Las manos de Alberto volaban ansiosas acariciando nerviosamente su femenina y caliente piel. Recorrió varias veces el cuerpo desnudo de ella hasta que se dejaron caer abrazados sobre la cama. Allí se amaron sin medida. No sabría decir cuánto tiempo pasó, porque el tiempo allí se paró para él.
Alberto estaba pensativo. Oía el rítmico y suave respirar de ella, que se mezclaba con unos tibios gorjeos de algunos pajarillos que aleteaban frente a la ventana. Volvió su mirada hacia ella. Deseó que todas las noches fueran como aquella. Pensó que él haría lo posible para que así fuera. Y así sería. De ello estaba seguro.
Mientras esto pensaba, ella abrió los ojos.
-Buenos días cariño, ¿has dormido bien?- Le preguntó Alberto.
Ella se le quedó mirando un rato sin hablar. Y entonces le preguntó:
-…Oye aún no me has dicho cómo te llamas…



El libro perfumado


Yo no creo en los duendes. Ni en los trasgos. A mí, en cambio, me fascina el misterio profundo y los vericuetos ambiguos y perfumados que dejan a su paso las personas enamoradas.
No es magia. Es amor.
Es probable que solo ciertas personas sean sensibles a estos efluvios amorosos. Tal vez la locura tenga que ver con ello. Nadie está más cuerdo que un loco enamorado. Pero eso la gente no lo sabe. La realidad cobra sus impuestos emocionales y destruye la libre vida de la imaginación amorosa. A lo mejor tenía razón Lennon cuando dijo aquello de “nada es real”.  Pero yo diré que la realidad sí que existe, solo hay que creer en ella.

Un día, no hace mucho, la semana pasada, cogí uno de mis libros favoritos de la estanteria, y al abrirlo, una explosión de mimosa fragancia con sabor a jazmín inundó mi ser. Entonces supe que ella había leído aquel libro. Creo en el amor.  

La copa de cerveza


No le apetecía escribir un nuevo post. Apagó el ordenador y se fue a la cocina. Una cerveza me hará bien. Eso pensó. Abrió la nevera y se sirvió una copa a rebosar de cremosa cerveza. Cuando acabó de escanciar el espumoso líquido, se quedó mirando la cerveza. No dijo nada. Su compañera, más bien diríase su amante, estaba en el salón leyendo un libro totalmente concentrada en su lectura. Es lo que tienen los libros, que no hay quien los pare cuando atrapan a un lector o lectora entre las fauces de sus líneas. Su amante estaba, pues, presa de una historia. No le importó saber de qué iba la historia.
La cerveza se veía fría. Apetitosa. Crujiente como el otoño que caía suave sobre la ciudad.
Me la voy a beber de un trago. No. La voy a saborear como hacen los buenos bebedores.
Dudaba.
La duda, dicen, es un buen síntoma. No quiso ahondar más en esa estúpida sentencia. ¡Qué sabe nadie…!
Su amante seguía en silencio. Su cerveza languidecía frente a él menguando su fulgurante borboteo a ojos vista. No quiso esperar más. Cogió la copa con una mano y sintió el refrescante tacto del cristal bañado en tostado alcohol. Lentamente y con infinita fruición puso los labios en el vidrio… y entonces oyó una voz que venía del salón:
-Cariño, estás ya empezando a hacer la cena… ¡sabes que hoy te toca a ti…!

  

Te amo


Es la clase de 2 C. Se trata de una clase difícil. Hay tres alumnos seriamente disruptivos. Repetidores. Alumnos que rozan los dieciséis años, y que están esperando a cumplirlos para salir del instituto. El resto de la treintena de alumnos no colabora demasiado en el buen discurrir de la docencia. Siempre que pueden se suman a la fiesta. Y el profesor se las ve y se las desea para poder dar la clase con dignidad.
En este ambiente hostil es poco probable que el profesor se vaya a su casa con la sensación de que allí en clase haya pasado algo positivo. Pero hay días, como hoy, que son una excepción.
Ya sé que soy un soñador. Pero me gusta serlo. Ya sé que un gesto no quiere decir nada. Y que no soluciona nada. Pero el gesto ahí está. Y hoy, en clase, nadie se ha dado cuenta de ello, pero ha pasado algo, algo nimio, algo infantil, algo absurdo, algo, casi diría, que sin sentido. Pero que ha hecho que hoy me siente delante del ordenador a compartirlo con vosotros y vosotras.
Estoy explicando cosas que les vienen grandes a mis alumnos. Les miro mientras hablo y veo mentes alejadas de mí. Algunos hablan. Otros miran por la ventana. Y hay quien parece escuchar mi perorata.
Pero de entre todos, me llama la atención una alumna. Está sentada justo delante de mí. Y desde que ha empezado la clase que no ha dejado de escribir. Casi sin querer, y sin dejar de hablar, aguzo mi mirada y trato de descifrar aquello que escribe mi alumna. Parece una copia de castigo. Pues da la impresión de estar escribiendo siempre lo mismo. Pero lo escribe con diversos colores.
Sigo tratando de hacerme escuchar. Y ella sigue escribiendo. Y escribiendo. Y termino mi explicación. Mando unas tareas. Y yo me siento. Y ella, sin levantar la vista de su escrito, sigue febrilmente escribiendo.
Me pica la curiosidad.
-Oye Leticia… ¿Quién te ha castigado?
La niña, sorprendida, levanta la mirada y sin pestañear me dice:
-¡Nadie!
-…Y entonces esto que estás escribiendo…
Maquinalmente, mi alumna, con una mano tapa el escrito y se lo acerca a su cuerpo. Su semblante se torna tierno y yo diría que soñador.
-¿Me puedes decir qué estás escribiendo?
Con una pizca de vergüenza me lo acerca.
Lo leo. Y leo “Te amo”, “Te amo”, “Te amo”, Te amo” “Te amo”. Así hasta centenares de veces…
Me quedo mirándola. Una mirada que es una pregunta.
-Es para un chico que he conocido hoy en el recreo. Hace tercero de ESO y le llaman Alberto.…



Homo sapiens sapiens


Desde la ventanilla de la nave espacial se veía nítidamente el geoide planeta azul.
Otra vez de vuelta a la Tierra.
Los cuatro tripulantes de la nave G3M24-OO no era la primera vez que venían al planeta Tierra. Y es que su misión no era otra que velar por el desarrollo y evolución de la especie homo sapiens sapiens. Por eso, cada cuatrocientos o quinientos años terrestres venían a la Tierra.
Ellos, los cuatro tripulantes, habían sido quienes habían ingeniado el prototipo “homo sapiens sapiens”. Después de diversas manipulaciones genéticas habían presentado ante el Comité Supremo de Sabios de su planeta la propuesta de un ser humano casi perfecto. En cierta manera parecido a ellos. De hecho fue concebido a imagen y semejanza de ellos. Con características mentales fantásticas. Capaces de razonar. Capaces de sentir emociones. Capaces de realizar obras de arte casi como las de ellos. Con posibilidades de utilizar casi el 20% de su capacidad craneal. Nada parecido a aquel homínido que llamaron australopiteco que apenas llegó a conseguir la bipedestación; ni el posterior engendro llamado homo habilis que logró construir toscas herramientas y poco más. Tampoco fue un éxito precisamente el que se conoce con el nombre de homo erectus, que sí, caminaba erecto y construía herramientas, y que logró controlar el fuego, y poco más, por lo que resultó también fallido el experimento. Tuvieron que afinar la nota para concebir un ser humano como el homo neanderthalensis, que aceptó que había otra vida después de esta. Por eso fue el primer ser humano que enterró a sus muertos. Pero tampoco les satisfizo. Fue hace unos cuarenta mil años terrestres cuando surgió la idea del actual ser humano. Y consiguieron ponerlo en la Tierra. Era una persona inteligente. Desarrolló el arte. Mejoró para su uso y disfrute todo lo que estuvo a su alcance. Y se convirtió en el dueño y señor de su planeta. Aparentemente, un éxito. Pero en el planeta de origen de los cuatro tripulantes les habían dado la orden de regresar a la Tierra. Tenían noticias de que aquello no funcionaba. Aquel ser humano concebido para ser feliz en aquel lejano planeta azul, les había salido raro. Era arrogante. Violento. Y hasta envidioso. Mataba a sus semejantes. Empleaba su inteligencia para construir bombas que mataban a seres humanos. Una aberración.
Y era una lástima. Porque su eficaz cerebro había sido capaz de desarrollar algunos hitos como el control de la luz eléctrica. O la posibilidad de poder hablar con un congénere que se halle en el otro extremo del planeta. O enviar imágenes por todo su mundo. O el no va más de la comunicación: Internet y los móviles. Por no hablar de los logros en medicina. Hay que reconocerle cierto mérito a esa especie humana, la verdad.
Pero después de ver el último telediario, sus creadores dijeron basta. Aquello no podía continuar así. En algo habían fallado. Y si no intervenían pronto, aquello acabaría mal, muy mal.
La nave se posó en un lugar solitario. Tal vez se trataba de la estepa rusa. Poco importaba el sitio exacto.

Su misión acababa de empezar…

La cajita de plástico


Tengo una cajita de plástico transparente preciosa. Pero está vacía. No sé cómo llegó aquí. Ya hace un montón de años que la tengo, está en una estantería, encima de unos libros. Tal vez en su día contuviera bombones. O caramelos. O bocaditos de chocolate rellenos de fresa…
La cajita está ausente. Marchita. Triste.
Hoy, cuando he ido a consultar un libro, la he visto. Y me he quedado mirándola. Y no le he dicho nada. Simplemente la he mirado. Y me han entrado ganas de cogerla. La he cogido y la he acariciado, como se acaricia a un perrito, a un bebé…
Entonces he sentido en mi interior un deseo simple. Quiero llenar la cajita de algo. No quiero que la pequeña caja esté vacía, como sin vida. Pero no he dado con ese algo que llenaría la cajita y la haría feliz. Mi imaginación se ha agotado y he decidido ir al blog. Seguro que mis amigos y amigas bloggeros me darán ideas:

¿De qué puedo llenar la caja…?

El joven abogado resuelve fácilmente un pleito


Por la tele aparece un analista económico y explica con pelos y señales los fallos de la Economía, no ya la española, sino la mundial.
Pedro está viendo la televisión en el bar, junto a sus amigos de siempre. Todos asienten a los argumentos del analista. Es un tipo inteligente ese economista. Y además explica las cosas con claridad. No como los políticos, que mienten más que hablan, y además, a duras penas dicen nada en concreto, siempre divagan y no aclaran nada. Pero este no. Este dice al pan, pan y al vino, vino.
-¡A ese tío le votaba yo para ministro de Economía! Con los ojos cerrados. Pero si sabe más de economía que Rajoy y toda su comitiva de ministros. ¿No lo estáis viendo…?
Pedro le puso bonanciblemente la mano en el hombro de ese jovenzuelo que se aventuraba a aseverar tal cosa.
-Escucha, no te voy a quitar la razón, que la tienes. Pero me gustaría que escucharas un chiste que me contaba mi padre que en paz descanse. Es decir, que es un chiste antiguo, con muchos años. Pero que no ha perdido frescura, y que vale para hoy. Pues resulta, me contaba mi padre, que había una vez un abogado (por favor María, mi querida abogada, no te lo tomes a mal, que es una metáfora) que tenia un hijo que estudió para abogado. Pues bien, cuando acabó la carrera, se puso a trabajar en el bufete de su padre. Y un día que no estaba su padre, se puso a revisar los archivos. Encontró un expediente que se había abierto hacía más de diez años, y aún no se había resuelto. “¡Caramba!” Pensó. “Voy a ver de qué se trata”. Y tras una rápida y fulminante ojeada, encontró con muchísima más facilidad de lo que creía la solución al pleito. Pero si era de cajón. Cogió el teléfono, hizo una par de llamadas, y quedó el asunto resuelto.
Cuando vino su padre, corrió a comunicarle la buena nueva.
-Papá ¿te acuerdas de aquel expediente que había en el cajón con fecha de noviembre de 1999…? Pues lo he estado mirando… y ya lo he resuelto.
Su padre, al oír aquello, adquirió un semblante mezcla de cólera y resignación. Y ya más tranquilo le dijo a su hijo:
-Pues no es que me alegre ni me deje de alegrar por lo que has hecho, hijo. Pero simplemente te diré que yo he estado viviendo de este caso casi veinte años, y tú en un pispás te lo has cargado…   


El bolígrafo rojo


Hoy había exámenes de septiembre. Los de mi asignatura, Sociales, eran a las diez. Y a las once ya todos mis alumnos habían terminado su examen.
He recogido los exámenes y me he dispuesto a corregirlos. A mí me gusta corregir los exámenes con bolígrafo rojo. He buscado en mi cartera y ¡caramba! no tenía bolígrafo rojo. Pues no lo pienso corregir en azul, ni en verde. Sin pensarlo dos veces voy a comprarme uno a la papelería que hay al lado del instituto.
La dependienta me conoce, y cuando me da el bolígrafo me dice:
-¿No será para corregir exámenes?
-Pues sí. Precisamente para esto me lo llevo. Yo es que si no tengo mi bolígrafo rojo no me encuentro cómodo corrigiendo…
-Pues hay un estudio que dice que no es bueno corregir en rojo.
La sorprendente sentencia de la dependienta me deja sorprendido.
-¿Cómo…?
-Pues eso, que la tinta roja es demasiado agresiva. Y cuando el alumno ve que sus respuestas están tachadas en este color puede sufrir un trauma.
Me dio por reír. Pero a mi me gustaría conocer vuestra opinión.


  

Se acaban las vacaciones


Las vacaciones se acaban. La gran mayoría de la gente, al asomar septiembre en el calendario, tiene que volver al trabajo, a la rutina diaria de todo el año. Pero el período vacacional siempre conserva un bagaje de vivencias que es bonito recordar… y compartir. Por eso, ahora que terminan, me he decidido a escribir este post. Más que nada por contaros un poco lo que han sido mis vacaciones, y, también, para que me contéis vuestras vivencias. Compartir, en pocas palabras.
Pues bien, este verano lo hemos pasado, como siempre, en Benicàssim, frente al mar. Mucha playa, plácidas caminatas por la orilla de la playa, bicicleta, y largos paseos vespertinos por el paseo marítimo.
En Benicàssim hemos tenido (y ya van un montón de ediciones) el FIB (festival de música independiente) y el Rototom (música reggae y conferencias y talleres variados). Ambos han atraído a miles, pero muchos miles de jóvenes de todo el mundo, que le han dado un colorido nuevo a la villa turística.
Viajes, este año solo hemos hecho uno. Mi mujer y yo fuimos unos días a visitar una bodega de cava en la comarca del Penedès. Concretamente la de Agustí Torelló Mata. Nos atendieron estupendamente, y aconsejo su visita a todo aquel que quiera saber algo de estos vinos espumosos. Pero esto solo fue el pretexto para pasar unos días por Cataluña.
Nos hospedamos en una casa rural de un pueblecito de Barcelona, en la comarca de L’Alt Penedès, que se llama Torrelles de Foix ( Foix es el río que pasa cerca del p0ueblo). Y desde ahí fuimos haciendo algunas excursiones a la costa brava y también a Barcelona capital.
Bueno, como decía al principio, esto de acaba. Ya muy pronto, a poner el despertador, pero mientras tanto, es momento de apurar lo que queda, y de saborear las recientes vivencias.
¿Cuáles han sido tus vivencias de este verano que termina…?




Desahogo veraniego


El sol aprieta. Se introduce en las verdes aguas de la playa pintando de suaves destellos dorados la superficie marina. La mar en calma invita a nadar despreocupadamente hasta aquellas rocas o hasta aquellas boyas. Hay un barquito velero que, su vela al aire, se desliza premiosamente a escasos metros de la orilla sobre las inexistentes olas. Algunos bañistas alzan la mirada y, por un instante, observan el pequeño buque. La cálida arena de la playa está llena de toallas extendidas con gente tomando el sol y repleta de personas sentadas en sillitas y tumbonas bajo la sombra de una eficaz sombrilla. Hay quien lee la prensa, otras (las mujeres son mayoritarias en este aspecto) ojean una revista. Pero la mayoría está hablando animadamente o mirando el mar.
Hoy el tema dominante en los corrillos es el de la visita de los peces raya que ayer obligó a desalojar la playa.
-¡Yo vi uno! Estaba cerca de la orilla. Era de color gris. Con dos aletas enormes que parecían alas. Y tenía una cola que acababa en un aguijón. Daba miedo verle.
-Uno de la cruz roja me dijo que si la gente no se mete con ellos, no atacan. Que ellos van a la suya. El peligro es si se esconden bajo la arena para descansar y alguien le pisa… entonces se le dispara el aguijón de la cola y puede herir clavándoselo al desafortunado bañista en la pierna…
-Bueno, pero ahora está la bandera verde…
-Ya.
-Pues eso, que voy ver si me doy un chapuzón.
Sentado junto a mi mujer observo la escena. Mi mujer no dice nada. Parece ensimismada mirando el lejano horizonte. La miro. Ella sigue mirando el mar.
-¿Me das un beso…?


¡Felices vacaciones para todos y todas…!

Hacer dedo


Son los años setenta. Es verano. Un grupo de amigos están hablando junto a la carretera. Una carretera dominada por los Seat seiscientos, aunque también se ven Seats 1500, 850, 124, 1430, 850 coupé, 127; los Renault 5, 6, 8, 4L, gordini; Simcas 1000, algún  vespino, alguna vespa, alguna moto Derbi, los Citroen dos caballos y Dyan 6, así como los tiburón que traían los turistas franceses…
…Hablan de irse a Benicàssim. La parada del autobús está cerca.
-Yo me voy a Benicàssim haciendo dedo. ¿Alguien se viene conmigo?- Un jovenzuelo de apenas quince años había mostrado al resto del grupo su intención de no coger el autobús e irse haciendo auto-stop.
No serían los únicos ni mucho menos. Unos metros más allá había dos chicuelos que con habilidad y desparpajo mostraban su dedo pulgar oscilante a los conductores que pasaban frente a ellos con la esperanza de que algún coche parase y les llevase.
Y es que, de hecho, esta práctica en estos años está muy arraigada en España.
Yo recuerdo que en la primera mitad de la década de los setenta, que aún no tenía edad para sacarme el carnet de conducir, más de una vez fui en auto-stop. Y también me acuerdo que cuando en el año 1976 me saqué el carnet, alguna vez recogí a algún autoestopista. Y es que la carretera estaba atestada de ellos. Había quien utilizaba esta práctica para ligar. Normalmente se trataba de jóvenes conductores que a la vista de un grupito de chicas que, apostadas a la carretera, hacían auto-stop, las paraban y comenzaba el ligoteo…
Hay que decir que la práctica del auto-stop estaba prohibida. Pero no fue la policía quien acabó con el auto-stop. Fueron otras causas. Otras causas que yo desconozco, y que me gustaría que alguien entre los amigos y amigas blogueros me ayudaran a  aclarar.

  

Entre desplantes y abucheos


España ha llegado a un estatus social-democrático que yo llamaría “la sociedad del abucheo”.  Y es que aquí se abuchea todo. Absolutamente todo. Me diréis que esto es el culmen de la libertad de expresión. Y yo no os diré que no. Pero ¿es el culmen del respeto? ¿Todo vale con tal de expresar mi opinión?
El pasado mes de junio el ministro Wert fue protagonista (pasivo) de un hecho que tiene que ver con este planteamiento que encabeza el post. Más que abucheo, lo que sufrió fue un desplante. Un desplante con el que le obsequiaron algunos de los estudiantes (brillantes estudiantes) a los que él iba a entregarles un premio por su excelente rendimiento académico. Dichos estudiantes se negaron a darle la mano y pasaron por delante del ministro sin mirarle siquiera.
Daniel Arasa escribió en “La Vanguardia” sobre el tema. Me gustaría compartir con vosotros y vosotras su opinión:
“Pongo un suspenso a los estudiantes que protagonizaron hace unos días el desplante al ministro José Ignacio Wert cuando les entregaba los diplomas. ¡Son alumnos brillantes y con buenas notas, me responderán! Bien, pero su educación y sentido del respeto son nulos y van de sobrados por la vida pensando que se puede funcionar en base a la impertinencia. Hay ahí poca calidad humana. Ser persona correcta es más importante que saber matemáticas, literatura castellana o informática. Si no podían soportar que se lo entregara el ministro, lo razonable no era demostrar pésima educación, sino renunciar a recogerlo.”
¿Qué opináis sobre este tema? Espero vuestros comentarios.


El billete de cinco euros


Es una tarde calurosa de verano. Acaban de dar las siete y media. Buena hora para irme a tomar unas cervecitas con mi mujer y con “Lluna”, la perrita de mi hija. Así hacemos. Emprendemos el paseo marítimo rumbo al “Torreón”. La playa está llena de gente. La mar, en calma. Hay barquitos veleros y pequeñas barcas de recreo que navegan paralelos a la costa con paso quedo y suave cabeceo. También vemos bravas motos acuáticas que braman escandalosamente mientras brincan sobre la mar. La apacible brisa marina mitiga el calor. Las terrazas de los bares están a rebosar. La perrita “Lluna” enarbola su peluda cola al aire en un claro signo de alegría y despreocupación.
Vemos una mesa libre y nos sentamos.
Nos tomamos una cerveza amenizada con unas tapitas. Charlamos un buen rato mientras vemos pasar una amalgama larga y jovial de bañistas que vienen de la playa. “Lluna” ha visto un gato y se ha puesto a ladrar. La hemos reñido. “Lluna” se ha quedado mirando retadora al inofensivo felino que desde una prudente distancia parece ignorar a la perrita. Cuando el gatito se ha ido, “Lluna” opta por recostarse tranquilamente bajo la mesa.
Se ha hecho hora de irse. Ya son las nueve. Mi mujer se levanta y se dirige a la barra para pagar.
Yo me quedo sentado junto a la perrita. Parece que tarda más de lo normal. Me giro y veo a mi mujer hablando con una camarera. Espero. No sé de qué estarán hablando.
Por fin da por zanjada la conversación y se dirige hacia mí con una sonrisa en la cara y un billete en la mano.
-¿Ves este billete?- me dice mi mujer enseñándome un billete de cinco euros en apariencia totalmente normal.
-Sí. ¿Qué pasa…?
-…Pues que es falso.
-¿Qué…? ¿Y cómo lo sabes?
-Me lo ha dicho la camarera. Tócalo- Ahora sacaba otro billete de cinco euros- y comprueba con este.
-¡Es verdad! Tiene distinta textura.
-Y además, observa. Aquí en la parte blanca hay marcada una grafía.
-Sí, es cierto, parece una eme.
-Pues esto me lo ha hecho la camarera. En los auténticos no se puede escribir.
-¡Nos han colado un billete falso! Pero ¿Dónde?
-Bueno, pues en cualquier sitio, en otro bar, o en la verdulería, o la panadería… vete tú a saber…
-Pues sí. Porque el cliente no tiene la posibilidad de comprobar la autenticidad del billete que le han dado, como ha hecho esta camarera. Así es que este billete me lo quedo yo. Y me lo voy a guardar. Nunca he tenido, que yo sepa, un billete falso en mis manos. Y ahora que lo tengo me hace ilusión guardarlo.



La pulserita misteriosa


Esta pulserita apareció un día debajo de un sillón de mi casa. Se la encontró mi mujer. Me preguntó si yo sabía algo de la pulserita. Pues no. Yo no sabía nada de esa pulserita. Seguramente sería de la mujer de la limpieza. Y así quedó la cosa.
Llegó el miércoles y vino Mari Carmen, la señora de la limpieza. Fui con la pulserita a decirle que se le había caído y que mi mujer se la había encontrado. Mari Carmen puso cara de extrañada y me aseguró que esa pulserita no era suya. Entonces entró mi mujer. Y me encontró con la pulserita en la mano. “Que dice que no es suya…” que yo le digo casi con un hilo de voz. Y mi mujer me mira directamente a los ojos y me suelta: “…pues tú sabrás.”
No supe qué contestarle. “Tal vez se le haya caído a Marta”. “No, nuestra hija nunca ha llevado pulseritas como esta.”
“Tírala a la basura, y ya me explicarás que hacía una pulserita como esta debajo del sillón”. Mi mujer hablaba con una media sonrisa llena de ironía.
Yo no sé si enfadarme o ponerme serio y decirle que yo no sé nada de esa pulserita. Y que ya está bien de mirarme con esta cara…
Total, que a día de hoy esta pulserita es un misterio. Pero un misterio gordo. Ya ha pasado más de un mes y el tema parece que se haya olvidado. Pero yo no lo he olvidado. ¿Quién demonios trajo esta pulserita a casa?

Si alguien puede dar luz a este misterio, ruego apunte sus sospechas, a lo mejor me ayudan a solventar el caso.

Anochecía... hace cuarenta y tres años de eso...



Era el mes de junio de 1970. Hacía poco que nos habían dado las notas del primer curso de bachillerato a mi primo Toni y a mí. Y las habíamos aprobado todas. Y además, a él le habían puesto una matrícula de honor en Dibujo. Y a mí una en Geografía. Estábamos eufóricos. Recuerdo la tarde que fuimos a por las notas. Nos acompañó mi padre. Y recuerdo el librito azul marino donde constaba nuestro expediente académico. Nuestra sorpresa y alegría fue mayúscula al ver las notas. No esperábamos las sendas matrículas que tuvimos el honor de recibir mi primo y yo. Me acuerdo que las notas de todos los alumnos de bachillerato estaban apiladas en un cuartito que había a mano derecha según se entra por la puerta principal del instituto “Francisco Ribalta”. Era donde tenía su cuartel general el temido conserje “el tío coño”. Y él era el encargado de repartir las notas. A los que tenían alguna asignatura suspendida les daba una hoja. Pero a los que habían aprobado todo nos daba el librito azul. Cuando vimos que tras facilitarle nuestro curso, 1º H, y nuestros nombres, el conserje, muy amable y alegre, todo hay que decirlo (a lo mejor sería porque íbamos acompañados por mi padre) nos ofrecía nuestro correspondiente librito azul, mi padre tuvo el gesto de darle una propina que, complacido, el “tío Coño” aceptó de buen grado.
Salimos del instituto, radiantes. Y entonces empezó a llover tímidamente. Como no llevábamos paraguas, pusimos las preciadas notas que acabábamos de recoger, bajo el  breve cobijo que proporcionaban nuestras prendas de verano. Por suerte, cuando llegamos al autobús, ya no llovía. Solo fueron cuatro gotas. Aquella tarde fue una tarde feliz. Al llegar al Grao, mi madre, mis abuelos, mis tíos, fueron partícipes de nuestra alegría. Y nosotros dos, que dicho sea de paso, nos lo habíamos ganado después de un curso bastante duro, nos mirábamos con complicidad sabiendo que teníamos ante nosotros un larguísimo verano sin la preocupación de las notas.
El tiempo libre de que disponíamos era casi excesivo. Las mañanas, siempre que nos dejaban, íbamos a la playa. Porque hay que decir que en aquel verano aún no nos permitían ir solos a la playa, por lo cual debíamos ir acompañados de alguna persona mayor. Pero en cambio, sí teníamos permiso para ir solos a pescar al puerto. A pescar preferíamos ir por la tarde, después de comer. Solíamos ir una caterva de amigos. Todos hijos de pescadores. Y apurábamos hasta que anochecía.
Un día, después de toda una soleada tarde vigilando el nervioso bailoteo del corcho de nuestras cañas, y de una pesca bastante infructuosa, empezaba a oscurecer. Nadie parecía darse cuenta, pero el sol ya buscaba las azules montañas.
Una poderosa barca de fanal (pesca de sardina o boquerón) a paso amarinado, aparecía por delante de nosotros poniendo rumbo hacia la bocana del puerto. A su paso dejaba una espumosa estela que se convertía en longitudinales y suaves olas que ondulaban por un momento la calma chicha de las aguas portuarias. Algunos hombres, apagados, cenicientos, casi diríase que tristes, permanecían sin ninguna expresión recostados sobre la borda de la barca, mirando como quien no hace la cosa a la gente que paseaba o pescaba en las escolleras, mientras la embarcación empezaba a cabecear armoniosamente al sentir en su cuerpo las primeras embestidas del oleaje de fuera del puerto.
Las aguas, en el interior del puerto, a medida que el sol perdía fuerza, iban adquiriendo una nueva tonalidad. Una distinta textura. Se tornaban más espesas, más opacas, más tenebrosas.
-Ahora cuando empieza a anochecer es cuando más pican…
Todos habíamos oído esta sentencia que con emocionada voz alguien de nosotros había lanzado al aire. Y todos, con inocente incredulidad, habíamos empuñado con más fuerza nuestra caña de pescar mientras mirábamos con ansiedad el bailoteo de nuestro pequeño flotador.
La incipiente oscuridad del atardecer penetraba intensamente en las aguas. Ahora ya no se veían las cimbreantes rocas donde los voraces pececillos mordían con sus dientecitos los organismos pegados a las rocas. Ahora ya no sabíamos qué pasaba en aquel micromundo sumergido que había debajo de nuestro flotador. Nuestra imaginación, sin embargo, iluminaba nuestra mente y la poblaba de extraordinarios animalotes marinos que deambulaban a sus anchas por aquellos misteriosos paisajes subacuáticos. El nervioso movimiento de nuestro señuelo bien podría indicar que algún pez enorme, que a estas horas había salido de su guarida, merodeaba nuestro cebo. Nuestro cebo, gambita de acequia, a estas alturas escaseaba, y lo que era aún peor, ya estaba mustia y pasada. Poco apta para hacer frente a los espectaculares ejemplares de peces que, según pensábamos, en estas crepusculares horas hacían suyos aquellos parajes submarinos.
De poco valían nuestras lamentaciones. La evidencia de que la jornada se acababa y que estábamos dejando escapar una oportunidad única para pescar un espléndido pez, se reflejaba claramente en los rostros resignados de aquellos muchachos aprendices de pescador.
Se había hecho tarde y ya era hora de volver a casa. Si no picaban con esta apergaminada carnada que aún quedaba en nuestra cajita, recogeríamos las cañas. Mañana ya veríamos si fuera posible guardar algunas gambas para estos momentos mágicos que ahora sentíamos que se nos escapaban de las manos.
Mientras esto pensábamos, otra barca de fanal, arrastrando “el bot de llums” (el bote de luces, es decir, el bote que lleva los fanales que, en la noche, atraerán a la sardina o el boquerón) y con las luces de posición encendidas, pletórica sobre las aguas, ya enfilaba mar abierta.
-…Si cogerá pescado… toda la noche pescando…
Bien pudiera ser que aquel chiquillo que miraba con verdadera admiración y con cierta infantil envidia aquel barco pesquero, hoy se haga a la mar como ellos al anochecer.






Fin de curso


Después de más de una semana sin Internet (debido a la incompetencia de los operadores de mi compañía, que no paso a contaros por no cansaros), por fin puedo conectarme a la red. Ya estoy en Benicàssim. Ya estoy en el lugar de veraneo. Pero aún no estoy de vacaciones. Aunque la verdad es que solo con ver el mar y la playa ya casi creo que las clases se han terminado. Pero no. Aún queda lo peor. Digo lo peor, y digo bien. Porque ahora es momento de evaluar. Y por tanto, de sellar con un número el rendimiento de cada alumno y alumna después de diez meses de convivencia y trabajo. Ardua y delicada tarea esta, la verdad. Al menos para mí. Y es que yo para poner una nota lo miro todo. Lo primero los exámenes, por supuesto; pero también el trabajo y la actitud, y las circunstancias del alumnado. Y su voluntad. Y sus capacidades. Y al final siempre tengo algunos casos que me hacen pensar demasiado. Son chavales de primero y segundo de la ESO. No voy a dar ningún título. Si aprueban, pasan a tercero. Y si no, pues, repiten o se van a un curso especializado como el PDC o algún PQPI.
Yo, tengo que admitir, que tengo predilección por mis alumnos. Y es que, después de casi un año de convivir con ellos, he llegado a tomarles cariño. Entonces lo que pasa es que me vuelvo condescendiente con ellos. Y tengo tendencia a ver solo las cosas positivas, y justifico las negativas. El resultado, un gran número de aprobados. No sé si soy justo. Pero os puedo asegurar que mi buena voluntad no puede quedar en entredicho. Otra cosa es que la buena voluntad sea garante del recto proceder.


Los selenitas, mi abuelo y yo



Yo tenía apenas cinco añitos. Comenzaba la década de los sesenta del pasado siglo. Aún nadie sabía que aquella década acabaría convirtiéndose en la “década prodigiosa”. De momento, en casa no había tele. Ni frigorífico. Ni teléfono. La calle estaba casi vacía de coches.
Es de noche. Hace calor. Mi abuelo Francisco está sentado en una sillita que hay en el pequeño balcón que da a un paseo donde acaban de plantar palmeras y donde están instalando altísimos postes que serán farolas. Pero ahora la noche es oscura. La luna parece un fanal en lo alto del cielo ceniciento.
Mi abuelo está mirando el cielo. Un cielo repleto de estrellas. Unas estrellas que brillan con una luz sideral que nunca supe de qué color era. Pero de entre todos los cuerpos celestes, aquella noche destacaba con fuerza nuestro, en aquellos tiempos, ignoto satélite.
Mi abuelo me llama. Yo voy corriendo y me siento en sus rodillas.
-Mira la luna. Qué brillante está hoy. Es luna llena.
Yo la miro. Y me fijo en su cara. La luna está risueña.
-¿Por qué se ríe la luna abuelito?
-Porque le hacen cosquillas los selenitas.
-¿Quiénes son los selenitas?
-Unos hombres raros que viven en la luna.
-¿Y cómo han podido subir hasta allí?
-No han subido, los ha absorbido la luna. La luna, en noches como la de hoy, puede aspirar fuerte desde donde ella está y llevarse a los niños que a estas horas aún no han ido a casa. Cuando se hacen mayores, se convierten en selenitas, los habitantes de la Luna.
-Desde aquí no se pueden ver los selenitas…
-¡Claro, porque viven en la otra cara, en la cara oculta de la luna!
-¿Los selenitas son buenos o malos?
-Son buenos. Mira que se divierten haciendo reír a la luna…


Sueño mortal



Aquella noche Felipe se levantó de su cama a las cuatro y media de la mañana. Salió de la habitación y se dirigió hasta la cocina. No sintió frío. Ni le molestó la oscuridad. Con parsimonia y sin prisa buscó en un cajón hasta que encontró un cuchillo. Lo blandió con cierta agitación y se fue hasta donde dormía su hermano. La puerta estaba entreabierta. La oscuridad era total. El silencio, solo cortado por los ronquidos acompasados y metálicos de su hermano. No lo dudó. Se acercó hasta la cama y de un certero golpe con el cuchillo degolló a su hermano. No hubo gritos. Ni agonía. Murió en el acto.
Cuando sonó el despertador, Felipe se asustó al ver su ropa manchada de sangre… y temió lo peor… 

¿De usted... o de tú?



-¡Hola. Buenos días! ¿Qué os pongo?
El camarero, un chico joven, se había acercado a nuestra mesa con gesto resuelto y jovial. Apenas nos acabábamos de sentar.
-Yo quiero una cerveza.
-Yo también.
-¡Marchando, dos cervecitas!
El camarero se fue hasta la barra.
Enseguida volvió con una bandeja con las dos cervezas y una tapita.
-¡Aquí tenéis!
-Gracias.
El camarero se fue a atender a otras mesas. Mi amigo y yo, los dos superamos la cincuentena, nos quedamos hablando de nuestras cosas. Y de pronto, mi amigo me suelta:
-¿Te parece bien que los camareros te tuteen?
-¿Cómo…?- la pregunta me había cogido en fuera de juego.
-Que digo yo, que si te parece correcto que un camarero se dirija a los clientes hablándoles de tú, como ha hecho este.
-Bueno, pues si te digo la verdad, ahora que lo pienso, es verdad, nos ha tuteado desde un principio. Y no me he sentido mal. Es más, me ha gustado. Me ha hecho sentir más próximo, más familiar. Como si nos conociéramos de toda la vida…
-Lo malo es eso, que yo a este camarero es la primera vez que lo veo. Y yo soy un cliente. Y, además, tengo edad para ser su padre. Luego, no sé a qué viene esa familiaridad gratuita.
-Mira, yo tengo compañeros de clase que obligan a sus alumnos a hablarle de usted. Y es más, él habla de usted a sus alumnos. Dice que lo hace por marcar distancias y territorio. A mí no me cabe en la cabeza que yo a un alumno mío le pueda hablar de usted. Me parece algo forzado.
-De todas maneras, yo creo que lo mejor que podemos hacer, ahora que estas razones nuestras salen en la red, es que sean nuestros amigos blogueros quienes opinen. A mí me parece muy importante lo que ellos y ellos piensan.
-Me parece estupendo. Espero sus comentarios.


La Panderola


La Panderola era un trenecito a vapor. Negra como un escarabajo y lenta como una tortuga presurosa. En realidad la Panderola era un tranvía. Un tranvía que iba desde el Grao de Castellón hasta Onda, pasando por el centro de la ciudad de Castellón.
Había iniciado su andadura este tren de vía estrecha allá por el año 1888. Y se murió, de muerte natural, el 31 de agosto de 1963.
Yo me acuerdo perfectamente de la Panderola.
Y eso que cuando la retiraron del servicio, yo tenía tan solo cinco años. A mí me fascinaba aquel animalote de hierro, que emitía estruendosos silbidos por su boca y exhalaba densas vaharadas de vapor por su metálica cabeza.
Mi padre me llevaba a la estación del Grao a verla. Y siempre que íbamos a Castellón no dudábamos en subirnos a la Panderola. La Panderola tenía dos y, a veces, hasta tres vagones. Los vagones tenían asientos de madera. Parecían los bancos del parque donde se sentaba mi padre mientras yo jugaba. El traqueteo que producía aquel pequeño tren era suave y agradable. Corría poco. Mi padre me dijo que un amigo suyo con su destartalada bicicleta le ganó una carrera desde el Grao a Castellón. Pero no importaba. La Panderola llevaba el paso firme y formal, como un soldado cuando hacía la instrucción.
Yo sabía que la Panderola dormía en las cocheras del Grao.
Un día quise ir a verla. Quería saber si cuando dormía, estaba calladita como un niño. No la despertaría, la miraría y, tal vez, la acariciaría como se acaricia a un perrito.
Era invierno, pero no hacía frío. Tal vez la noche, que cayó de golpe sobre las calles del Grao de Castellón, acentuara la sensación de que estábamos en la estación invernal.
Mi primo Toni, que tenía la misma edad que yo, estaba jugando conmigo en la puerta de mi casa cuando le dije que me iba a ver la Panderola. “¿Vienes conmigo?” Era una aventura arriesgada y ciertamente peligrosa. Pero ni él ni yo dudamos un instante. “¡Vamos!”
Entramos en la estación de la Panderola por un resquicio que dejaba el portalón que cerraba el recinto.
La noche lo ennegrecía todo: el andén, las vías, los trenes, el aire…
A tientas, con sumo cuidado de no hacer ruido, fuimos adentrándonos entre los trenes parados en las vías. El silencio hubiera sido total si no hubiera sido por el leve y rítmico gorjeo de un oscuro pájaro agazapado e invisible en un árbol.
Llegamos hasta el vagón de un tren. La puerta estaba abierta. “¿Subimos?”. Mi primo no quiso subir. Yo sí. El interior del vagón estaba oscuro como la boca de un lobo. Topé con un asiento roto. Me senté. Y me imaginé dueño y señor del tren. “¡En marcha!” y el tren comenzaba a caminar… pero desde el vagón donde yo estaba soñando oí el llanto de mi primo Toni. Me asomé por la negra ventana. Mi primo estaba llorando a mares. Desconsolado. Yo no lo podía entender. ¡Éramos dueños y señores de todos los trenes de la cochera…! Pero Toni lloraba y lloraba. “Quiero irme a casa…” Bajé del vagón complaciente. “¿Por qué lloras…?”
Entonces oímos ruido. Alguien había entrado en las cocheras.
“¡Toni! ¡Miguel” Era la voz de mi tío… Seguramente oyó llorar a mi primo y venía hacia nosotros en medio de la noche.
Cuando nos encontró, montó en cólera. Nos cogió del brazo y nos propinó unas cuantas zurras a cada uno… Ahora llorábamos los dos. No fueron las zurras lo que me hizo llorar. De esto, cincuenta años después, estoy seguro.


Pequeña historia de un gran malentendido



Había aquel día en el periódico dos anuncios que no tenían nada que ver el uno con el otro. Uno era de una casa que se alquilaba, y el otro era de una chica que pretendía entablar relaciones (serias) con un hombre de buena posición y buenas intenciones. Lo que confundió a Bernardo, el protagonista de nuestra historia, fue la dirección. La primera era: Calle del Suspiro número 69- 2º; y la segunda era, también Calle del Suspiro, pero número 96-2º.
Total, que Bernardo, hombre de buena posición y buenas intenciones, no dudó en acudir a la cita de aquella mujer que pedía relaciones. Pero con las prisas, le bailaron los números, y en vez de ir al número 96, fue al 69, que era donde se alquilaba la casa.
Llamó al timbre y le abrió la puerta un hombre de unos cincuenta años, gordo, calvo,  de refinado bigote y sonrisa fácil.
-Buenos días, venía por lo del anuncio.
-Buenos días. Pase usted, pase.
El dueño de la casa le condujo hasta la salita, donde se sentaron en sendos sillones.
-Pues, eso, que he leído el anuncio y he venido a ver si llegamos a un acuerdo. Antes que nada me gustaría saber cómo se llama. Y cuántos años tiene.
-¿Años…? No muchos… déjeme que me acuerde, fue allá por los ochenta… tal vez el 86, luego, saque usted cuentas… Y ¿El nombre…? Ah sí, Lolita, por mi esposa, ya sabe usted…pero si no le gusta el nombre, lo cambia, no hay ningún problema.
-No, no, si me gusta el nombre, me gusta-contestó visiblemente extrañado Bernardo.
-Pues nada, nada –le cortó el dueño- hablando se entiende la gente. Yo estoy convencido de que cuando la vea, le gustará. Solo con mirarla por fuera, ya quedará prendado de su belleza. Y no le digo nada cuando la vea por dentro…
-Ja, ja, ja- rió Bernardo sonrojándose- cada cosa a su tiempo….-acertó a decir tímidamente.
-Claro, claro. Bueno, sigo. Lo que más valoro yo son los bajos. Aquí puede meter la nariz todo lo hondo que quiera y aspirar fuertemente que no encontrará ninguna mala olor. Y además está bien ventilada.
-No le entiendo- contestó Bernardo medio aturdido.
-Pues eso, que tiene dos entradas, una por delante, y otra por detrás. Si le apetece penetrar por delante, pues adelante, que entre otras cosas, es lo normal, ya me entiende. Pero si quiere hacerlo por detrás, pues nada, sobre gustos…
-Un momento- Bernardo estaba empezando a desorientarse- pero…pero… ¿qué me está usted diciendo…?
-Yo no le cuento mentiras. Yo le digo lo que hay. Y también le digo que espero que la trate bien… porque el último me la dejó hecha un asco…
-O sea, que no soy el primero…
-¡Qué va! Si ha tenido muchos…el peor fue el torero.
- ¿El torero…? – balbuceó Bernardo.
-Sí, porque como era un torero de poca monta, la utilizaba para entrenar las suertes del toreo. Ya me entiende, la espada, las banderillas, la puntilla… y me la dejó para el arrastre.
-¿Y usted cómo podía consentir semejante barbaridad?
-No, si yo no lo sabía, fueron los vecinos, que oían los gritos…
-Bueno- dijo Bernardo con determinación- Yo quiero verla.
-Pues nada, cuando le apetezca vamos y se la enseño.
-No, que venga. Que aquí la espero.
-¿Cómo dice?- espetó el dueño totalmente extrañado.
-Pues eso, que aquí la espero.
-Un momento…- ahora era el dueño el que no entendía nada- Yo no puedo…
-Pero ¿usted no es su padre?- atajó ya fuera de sí Bernardo.
-¿Cómo que su padre, está usted de broma? Yo soy el dueño, el amo y señor de esa joyita que yo pretendía dejarle a muy buen precio, pero que a este paso…
-¿Cómo? ¿Qué me está usted diciendo…? ¡Que la pretende vender…!
-¡No! Lo que quiero es alquilarla…
-¡¡Qué….!! ¡¡Que pretende alquilar a su hija…!! ¡¡Usted es un negrero!! ¡¡Y voy a poner una denuncia ahora mismo por esclavizar a su propia hija!!
-Un momento, un momento, pero ¿que me está diciendo de mi hija? si yo no tengo ninguna hija…
-¿Y entonces, esta Lolita que me pretendía alquilar…?
-Esta Lolita que usted dice es la villa que yo iba a alquilarle. La “villa Lolita” que venía en el anuncio…

(libre adaptación de un sainete de teatro valenciano)

Los langostinos


El "Joven Miguel" (óleo de Antonio Trilles)

Aquella primavera del año 1976 estaba resultando amable y eficaz. Las blancas flores de azahar moteaban los naranjales de la Plana y derramaban su cálido aroma por el verde de los marjales.
Eran poco más de las siete de la tarde. Ya el sol declinaba, pero la luz aún era clara y contundente.
El vespino lo habíamos aparcado en el muelle pesquero. Y sentados en una roca, Marysol y yo esperábamos que llegara la barca de mi padre.
Cunado llegó el “Joven Miguel”, nos acercamos hasta la barca y mi padre nos indicó con un ademán que subiéramos a bordo. Así hicimos. Las cajas de pescado estaban expuestas sobre cubierta listas para desembarcarlas. Los marineros iban y venían en un frenético ir y venir. Mi padre cogió un par de langostinos y los metió en una bolsa de plástico. Y dirigiéndose a Marysol le dijo: “Toma, esto es para tus padres. Son dos langostinos recién pescados. Hace poco más de una hora aún nadaban por el fondo del mar". Los cogió y saltamos a tierra.
Subimos al vespino y salimos del puerto.
Enfilé “El Camino Viejo del Mar” y puse rumbo a Castellón.
Marysol me acariciaba en un suave abrazo desde el asiento de atrás de la pequeña moto.
Yo sentía su atractivo perfume a colonia “Azur” que se mezclaba con las infantiles y dulces palabras de aquella adolescente que aún me costaba decir que era mi novia.
A mitad camino me hizo parar.
-¿Qué quieres…?
-¡Qué solitario está esto…!
Sus palabras me sonaron a una clara invitación al amor. Y sus ojillos y su sonrisa despertaron en mí un profundo deseo de poner mis manos en el cuerpo de aquella chiquilla sabrosa como un soplo de brisa marina.
Nos desviamos por un caminito lleno de hierbas, verde a más no poder. Y allí encontramos la soledad suficiente para entregarnos a nuestros deseos más sensuales.
Bajamos de la moto cogidos de la mano. Nos dejamos caer alegremente sobre la mullida hierba y nos besamos en la boca con pasión, recelo y rabia. No hubo palabras. Hubo miradas lascivas y dientes cándidos. Y manos presurosas. Y camisas desabrochadas. Y sudor. Y piel suave y tersa. Y pelo enmarañado entre las hierbas. Y un frenético abrazo amoroso que acabó con una deliciosa sonrisa que desbordaba placer y satisfacción.
Cuando nos montamos al vespino, el sol ya daba claras muestras de esconderse tras las montañas.
Llegamos a casa de Marysol ya de noche.
Sus padres estaban haciendo la cena. Y entonces me acordé de los langostinos…
-¡Marysol, los langostinos!
Marysol se me quedó mirando, y los dos nos echamos a reír…