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Primavera en la Plana


Esta mañana he salido a pasear con mi mujer y la perrita de mi hija, que se llama Lluna. Hemos ido por lo que en Castellón se conoce como la “ruta del colesterol”, que es un paseo que bordea gran parte de la ronda Este de la ciudad y donde centenares de castellonenses queman su colesterol andando, corriendo o yendo en bicicleta o patines. Es un paseo muy saludable y ameno.
El paseo, en un momento determinado, bordea unos naranjales que, ¡oh desidia! Están abandonados. La fuerza atroz de la primavera, en cambio, no abandona a nada ni a nadie. Y los naranjos están floreciendo con una fuerza exuberante. Las blancas flores olorosas tiznan de puntitos cándidos las verdes hojas de un solitario naranjo. Es un naranjo que vive próximo al camino de los viandantes. Tanto, que sin salirse de la senda, con solo alargar la mano uno puede acariciar las pálidas flores del naranjo. Pocos son los que obvian este regalo de la primavera. Hay quien se acerca y mira las níveas flores. Otros las palpan como quien arrulla a un niño. Y otros se atreven a arrancar un ramito de flores de azahar. Pero ¡cuidado! las ramitas tienen espinas ¡como las rosas! Si. Es verdad. Hay que ir con cuidado de no pincharse mientras cortas la pequeña rama y sientes la perfumada esencia de la flor del naranjo.
Hoy, mi mujer ha cortado un pequeño manojo de florecillas de azahar. ¡Qué feliz Sole con las flores en la mano!, pero, ya lo dije. Tienen aguijones. Y un diminuto pincho se le ha clavado en su dedo. Yo se lo he sacado. Ni siquiera una insignificante gotita de sangre ha aparecido en su pulido dedo.
Hemos regresado a casa satisfechos con nuestras florecillas primaverales. Las pondremos en el salón.
Pero a mí me gustaría compartirlas con vosotros. Ya sé que no se puede compartir el aroma, pero sí su breve y poco pretenciosa figura.
Estas flores producto de la Plana son para vosotros y vosotras.





El trébol (decepción primaveral)


Evaristo Cantalapiedra Gallego era un hombre feliz. Vivía feliz en su pueblo y todos lo tenían por persona francamente dichosa y venturosa. Su pronta sonrisa, sus amables pareceres, sus saludables saludos y su eterna alegría así lo confirmaban.
Aquel año el mes de abril llegó al pueblo cargadito de sol y buen tiempo. Hasta podía decirse que hacía calor.
La primavera hizo brotar verdísimas hierbas y flores de cientos colores por doquier. El aire se llenó de miles de aromas. Y Evaristo amaba esos aromas y esas flores y ese calorcillo. Porque Evaristo amaba la primavera. Y por eso, todas las tardes solía salir a pasear por el campo. Solo. Sin más compañía que lo que la primavera gratuitamente le ofrecía.
Una tarde, el sol amarillo y alto sobre el lejano horizonte, Evaristo caminaba tranquilo y relajado junto a un saltarín arroyuelo que por allí fluía. Le gustaba mirar sus bravas aguas transparentes, y oír su run run cadencioso al discurrir entre las rocas. Y también le cautivaban los variopintos insectos voladores que raseaban el pequeño riachuelo dibujando irregulares líneas que se perdían a su paso.
Evaristo lo tenía todo. Tal vez pecó de euforia desmedida al pensar en ello. Tal vez.
Llegó hasta un calvero otrora desangelado y ocre, y hoy vivo y verde. La frescura de aquel espacio hizo que sintiera deseos de hollar las hierbas que allí brotaban. Sintió un placer raro cuando sintió a través de sus zapatillas las caricias frescas que la naturaleza le ofrecía. Puso su mirada en aquellas mínimas formaciones vegetales. Verdes como la esperanza. Verdes. Verdes, superlativamente verdes. Adivinó que se trataba de un pequeño campo de tréboles. Casi sin querer miró las hojas. Y quedó perplejo. Encontró un trébol de cuatro hojas. Se frotó los ojos. Y entornó la vista. Justo a su lado había otro de cuatro hojas. Y otro, y otro. No daba crédito a lo que estaba viendo. ¡Todos los tréboles que tenía bajo sus pies tenían cuatro hojas! ¡Esto era el colmo de la suerte! No podía desperdiciar aquella oportunidad que la Naturaleza le estaba presentando. No tenía más que agacharse y recoger cuantas más mejor de aquellas mágicas formaciones vegetales.
Así hizo. Y cuando cogió el primer trébol, ¡Oh sorpresa! Vio que tenía sus pertinentes tres hojas. Pero no se desanimó. Cogió otro… y también… tres hojas. Y otro… y tres hojas… y así hasta que se dio cuenta que todos tenían tres hojas. No había ni un solo trébol de cuatro hojas. Evaristo siguió su camino con un trébol en la mano. Lo miró y, antes de tirarlo, echó una última mirada al pequeño campo de tréboles al tiempo que pensaba que no es verdad un campo de tréboles de cuatro hojas. Pero él fue inmensamente feliz durante unos segundos.



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