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Todos los santos. (La barbería III)





-Damián, el otro día me acordé de ti.
-¿De mí?
Damián se siente orgulloso cuando alguien le dice algo así.
-Sí, Damián, me acordé de aquella conversación que tuvimos hace unas semanas, supongo que te acordarás. Que sí de dónde venimos, que si a dónde vamos…
-Sí, sí, ya me acuerdo…
-Pues un cliente, que me decía que si alguna vez me he preguntado eso.
-Y tú le contestaste que venías del vientre de tu madre y que ibas a la caja de madera.
-Exacto.
-¿Y que te contestó el cliente?
-Ca…que eso era una razón muy simplona. Y que si uno lo piensa bien, descubrirá que hay algo más… ¡fantochadas! ¡ya sabes como pienso yo…! Pero le dejé hablar. Y me dijo que él tiene pruebas concluyentes de que hay un más allá,
-¡Toma del frasco Carrasco!
-Sí, sí, así de claro.
-¿Y te aportó las pruebas…?
Damián hablaba sin mirar a Ángel. Damián estaba, sin saber bien por qué, absorto en el proceso de su corte de pelo que miraba a través del espejo.
-Sí. Me enseñó una foto de un hombre sentado al lado de la cruz de una tumba de esas que hay en la entrada del cementerio viejo de Castellón.
-Bueno, y ¿qué tiene eso de extraño?
-Eso mismo le dije yo. Y eso que el hombre de la foto, la verdad, era un poco raro, porque iba vestido así como muy antiguo, y llevaba un sombrero negro de aquellos de antes; no sé, algo raro, ya te digo. Y además, tenía una sonrisa que me pareció inquietante. No sabría explicarlo… Total, que me dijo que aquel hombre que estaba viendo sentado junto a la cruz de piedra, no estaba allí cuando él hizo la foto.
-¿Qué me dices…?
-Espera, que la cosa no queda aquí. Al día siguiente fue al cementerio con la foto y se puso a indagar en aquella tumba. Se acercó y leyó el epitafio. Allí yacía un tal Emeterio García Granell. Que se murió con cincuenta años, creo recordar que dijo que en el año 1940. Y también había allí una pequeña foto un tanto raída. Se fijó bien en ella. Sacó la foto de su cartera. Comparó las dos fotos, y descubrió que el que salía en la foto que él hizo era la misma persona que había allí en la foto de la tumba. Hasta llevaba el mismo sombrero y todo…
Se quedaron los dos callados. Uno esperando respuesta, y el otro sin saber qué decir.
Pero Damián pensó que cuando llegan estas fechas de todos los santos, muchos creen que las ánimas se retuercen en sus tumbas. Pero no quiso decir nada.



 


La guitarra


El paseante suele salir a pasear todas las tardes que puede.
Esta tarde hace un sol cálido y acogedor. Hay un confortable calor otoñal que invita a la gente a salir a la calle.
El paseante cuando sale a pasear, busca la verde sombra de los árboles. Le encanta el suave olor ocre y crujiente de las hojas muertas. Y el sabor terroso del suelo. Y el silencio atroz de los troncos retorcidos. Y el gorjeo feliz de los pájaros invisibles. Y la dulce paz de la gente que pasea.
Al paseante le gusta observar las cosas que va dejando a su paso.
Hoy ha visto a un hombrecillo de tez morena sentado en un banco que tocaba una guitarra.
Le ha llamado la atención la soledad de aquel hombre. Un hombre de breve estatura. Tal vez de origen magrebí. No. Pudiera ser que gitanillo. El paseante no lo tiene claro. Pero le llama la atención el entusiasmo con que acaricia la guitarra y pulsa sus cuerdas. El paseante se acerca a ver cómo tañe las cuerdas aquel raro personaje.
Como quien no hace la cosa pasa a escasos metros del concertista solitario.
Las notas brotan armónicas y pausadas de los dedos del anónimo músico. Es algo de flamenco. El ritmo se rompe cuando advierte mi presencia. Se para. Levanta la vista y me mira. Hay una leve sonrisa mutua. Y el músico anónimo, sin esperar respuesta, baja la cabeza y se introduce en su mundo de cuerdas y acordes. El paseante sigue su camino satisfecho sin saber bien porqué. Pero una cosa tiene clara. Cuando vuelva a casa, escribirá un post contando esta simple anécdota.


Acerca de la maldad.


Hitchcok dijo hace tiempo que una película era buena en tanto el personaje malvado, el malo, estaba bien conseguido. Él aseguraba que ponía los cinco sentidos en el tratamiento de este personaje. Porque al fin y a la postre de este siniestro personaje dependía el éxito de la película.
Ejemplos, los hay a miles. Podría empezar por Anthoni Perkins, en “Psicosis”, Boris Karloff en “Frankenstein”,  Robert De Niro en “El cabo del miedo”, Béla Lugosi en “Drácula”, Manuel Morón en “El Bola”… La lista, como decía, es interminable.
Todo guión que no resuelva acertadamente el tema del malo de la película, está condenado al fracaso. Es más, que a nadie se le ocurra escribir un guión (ya sea para película, teatro, televisión) o una novela o cuento, donde no haya un personaje odioso, antagonista y malvado. Si este personaje no existe, la obra carece de interés para el espectador-lector.
La verdad es que eso de introducir el mal funciona. El mal motiva al espectador. El mal vende. Al mal hay que tratarlo bien…
Es más, ya fuera de la ficción, en Historia, cuando cuento algún episodio donde aparece un personaje ruin y perverso, trato de afinar la nota. El éxito está asegurado.
¿Alguien me puede decir por qué los humanos somos así?


"Lluna" y el otoño


La lluvia cae fina y parsimoniosa sobre el parque. Junto al estanque hay unos patos blancos que están de pie dejándose mojar mientras sonríen en silencio. La perrita “Lluna” los mira extrañada. No comprende la gratuita satisfacción de estas aves que los humanos tenemos por simples y estúpidas.
-¡Deja en paz a los patos. No les molestes, “Lluna”!.
-Guau, guau, guau – responde la perrita.
Caen gotitas a través de las intrincadas ramas de los árboles y mojan los pequeños charcos. Cada gotita se transforma en un perfecto redondel efímero como pocas cosas en este mundo. Las hojas de los árboles, lanceoladas, picudas, alargadas, verdes, ocres, aparecen perladas de redonditas y diminutas gotitas de lluvia. 
“Lluna” se acerca a un pato hermoso. Blanquísimo. Grandote. Es casi tan grande como ella. La perrita, sigilosa y curiosamente acerca el hocico al pato. Quiere oler no sé qué. Los perros siempre van con el olfato por delante. Y cuando está a escasamente un metro, el pato agita con fuerza sus alas. “Lluna” se asusta y emprende la huida con el rabo entre las patas. El pato ha mirado de soslayo a la perrita, creo que ha sonreído, y sigue a lo suyo, allí plantado frente al estanque pensando en sus cosas.
-¿Ves lo que te pasa, tonta, por meterte donde no te llaman…?
La perrita ni siquiera me mira. Los perros no tienen sensación del ridículo. Y se aleja del estanque donde pacen los patos; eso sí, con la cola levantada y grácil. Yo creo que ya ni se acuerda de la afrenta del ave palmípeda.
Sigue lloviendo poquito a poco. ¡Como me gusta esta lluvia amable y sosegada!
-¡“Lluna”, mira! Los peces del estanque asoman su morrito. Parece que quieren beber el agua de la lluvia.
La perrita me mira, pero no me hace caso. Ella va a lo suyo. Acaba de cumplir seis años. Es una perra adulta.
Mi hija le hizo un simpático pastel con arroz hervido recubierto de jamón York el día de su cumpleaños.
Parece que fue ayer cuando nos la trajo mi hija a casa…



La barbería II (Se acaba el verano)


La puerta de la barbería se abrió y entró un hombre de mediana edad.
-¡Buenos días, Angel!
-¡Hola Pedro…! Anda, siéntate un momento que enseguida estoy contigo.
-No hay prisa, Ángel.
Ángel está en plena tarea de cortarle el pelo a Damián. Damián no dice nada. Ni Ángel, ni el cliente que acaba de entrar en la barbería. Hay un silencio un tanto violento. Repantigado en el sofá carmesí, Pedro mira al techo. Seguramente estará calibrando el alcance de la mancha de humedad que hay junto al plafón. Pero calla. Es algo  que a él no le concierne. Ya verá Ángel si hay que repintarlo o quizá llamar al fontanero. Pero eso a él no le importa, y calla.
 Damián está mirando a través del espejo el veloz y preciso movimiento de la maquinilla eléctrica que Ángel maneja con rapidez y eficacia.
A Damián siempre le ha producido un extraño placer mirar los volanderos pelillos blanquecinos que  salen disparados al aplicar Ángel la maquinilla sobre su cabeza. A Damián, que es un observador pertinaz, le llaman la atención los pequeños calveros que se forman  al paso implacable de la maquinilla. Damián piensa que son como efímeros caminos baldíos, inútiles y sin sentido, que no vale la pena tener en cuenta.
Damián piensa muchas veces que hay multitud de pensamientos que son como esos caminitos. Pero también cree que son necesarios. Son necesarios para alcanzar otros pensamientos. A veces se siente tentado de afirmar que en este mundo todo lo que se piensa es útil. Pero no lo tiene claro. Y entonces, calla. Y piensa.
De pronto hay una voz que rompe el sortilegio silencioso de la estancia. Es Pedro.
-Parece que se acaba el verano.
-Pues sí, ya va haciendo fresquito.
Es una conversación simple y elemental, sin ninguna pretensión más que la de que alguien le dé a uno la razón. Las obviedades es lo que tienen…
-Pues mira que ha hecho calor este verano…- Deja caer Pedro siguiendo con la conversación fácil e intrascendente que él mismo ha iniciado.
-Y que lo digas- le contesta Ángel sin apartar la mirada de la maquilla eléctrica.
Damián no quiere intervenir en la conversación, pero casi sin querer asiente imperceptiblemente a las palabras de uno y otro. Damián en el fondo se alegra de que el verano se vaya diluyendo poco a poco, como todos los años, dejando atrás días sofocantes de sol abrasador y baños en la playa. Damián se sentiría mal si el verano se fuera para nunca más volver. Pero no. El año que viene, por las mismas fechas, el verano volverá. Y esta sucesión de tiempo, fiel como un reloj suizo, llena de seguridad a Damián. Y Damián sabe que la seguridad es básica para ser feliz.
-Tendremos que ir sacando los abrigos…
-Pues sí. Pero no tengas prisa. Aún nos queda el veranillo de San Miguel.
-Ya…






El transistor


Ayer, por casualidad, buscando unos papeles en un cajón en la casa de mi madre me encontré este viejo transistor, del cual, lo confieso, ni me acordaba. Porque ya hacía tiempo que lo daba por muerto…
Este radio transistor lo compró mi padre en el otoño de 1968. Aunque hoy el negro de su semblante es apagado y mortecino, en el escaparate de la tienda “Electrodomésticos Cumba” del Grao de Castellón, en “el carrer de devant”, refulgía vivamente vestido con su funda de un potente negro acharolado. Daba gusto verlo. En su oscuro estuche de recio cartón había una etiqueta blanca que destacaba en su negra  piel. Era la etiqueta que marcaba su precio: 835 pesetas.
En un principio a mi padre le pareció muy caro. Hay que tener en cuenta que mi padre, si la semana había sido buena, ganaba unas 1.000 pesetas.
Después de pensárselo dos veces, entramos en el establecimiento y lo compró.
Yo estaba tan contento como cuando hacía dos años compramos el frigorífico. Casi tanto como cuando el pasado año compramos la tele. Lo miraba y lo acariciaba. Era suave y coqueto. En su parte superior disponía de un lacito de plástico muy a propósito para llevarlo colgado de la mano de un sitio a otro. Ya hace tiempo que el lacito negro no está. La marca era SHARP. Y disponía de AM. Lo de la frecuencia modulada aún no se llevaba.
La modernidad, pensaba yo, entraba en nuestra casa. La vetusta radio que teníamos incrustada en el pequeño mueble del comedor donde mi madre oía los seriales todas las tardes, nada tenía que hacer frente a las múltiples prestaciones del flamante transistor.
Mi padre oía los partidos del Castellón los domingos por la tarde, y por la noche las noticias (el diario hablado de radio nacional, más conocido como “el parte”).
A mí lo que de verdad me importaba era la música. Los sábados por la mañana ponían música actual. El último grito del pop. Eran peticiones de los oyentes. Y yo me llevaba el transistor a mi cuarto, lo colocaba junto a mí, y me recostaba en la cama. Y mirando el transistor oía las peticiones: “Tiempo de amor” de Juan y Junior. “Las flechas del amor” de Karina. “La vida sigue igual” de Julio Iglesias. “Arrodíllate” de Los Canarios. “La, la la” de Massiel. “Congratulations” de Cliff Richard. “Cuéntame” de Fórmula V. “Dalila” de Tom Jones. “El puente” de Los Mismos. “Cuando salí de Cuba” de Luís Aguilé…
Allí me enamoré definitivamente de la música pop. Más tarde, ya en el año 1974 oí en el programa “El ritmo del trabajo” de Radio Popular que hacían todas las tardes, una canción de la cual quedé prendado: “Girl”. La cantaban los Beatles. Por supuesto que había oído hablar de los Beatles, pero no los conocía musicalmente hablando. Al cabo de dos días fui a la tienda de discos a comprar uno donde estuviera esa canción. Él fue quien me descubrió a mis ídolos musicales…
En aquellos días empecé a aficionarme (movido por mi padre) al fútbol. El pequeño transistor me acompañó fielmente en las retransmisiones deportivas prácticamente hasta que me casé.
Además fue él quien una fría mañana de noviembre del año 1975 me avisó de que Franco había muerto. Y él me acompañó la larguísima noche del 23 de febrero de 1981 hasta que las noticias fueron tranquilizadoras con la alborada. Pero antes de cenar tuve que escuchar el bando que el general Milans del Bosch había redactado. Ni más ni menos que el toque de queda. El estado de excepción…
En el verano de 1979 fui llamado a filas. La mili. Y después del tiempo de instrucción en Cartagena me destinaron a Madrid. Mi primer permiso lo aproveché para llevarme el transistor. Me hacía sentir como en casa. Me lo llevaba a la litera y se dormía conmigo. Allí me enteré una noche de que la U.R.S.S había invadido Afganistán. Reagan se enfadó muchísimo y la tensión internacional subió hasta cotas semejantes a los peores tiempos de la guerra fría. Y yo haciendo la mili… Menos mal que al final la cosa no fue a más. Simplemente los americanos hicieron boicot a los juegos olímpicos de Moscú 1980.
Poco después de licenciarme de la mili me casé. Y el viejo transistor se lo quedó mi padre. Nosotros nos compramos uno mucho mejor, con FM incorporada. Y poco a poco le fui perdiéndole la pista.
Mi padre se compró un radiocassette donde oía las cintas de sus artistas favoritos: Conchita Piquer, El Príncipe Gitano, Rafael Farina, Juanito Valderrama, Bonet de San Pedro, Antonio Machín, Marifé de Triana…
Y el transistor quedó confinado en un cajón. Y allí quedó.
Y nadie supo más de él.
Hasta hoy. Que apareció sin hacer ruido en los confines de un cajón de casa de mi madre.
Cuando lo vi, sentí algo extraño. Algo que me recordaba que el pasado siempre vuelve. Nunca muere.
Lo cogí y miré a ver si tenía pilas. Tenía unas pilas antiguas marca “Tudor” que estaban en muy mal estado. Las saqué, lo limpié todo un poco y le coloqué unas pilas nuevas con el ingenuo deseo de que funcionara.
Nada más ponerle las pilas, el transistor dio un grito que me asustó. Era un aria que estaba cantando una soprano, pero yo lo interpreté como un alarido de queja de mi transistor…
Y es que los objetos, aunque muchas veces nos olvidamos de ello, tienen alma.












El rebelde




El hombre que no quería morirse se rebeló.
El hombre que no quería morirse se negó en redondo a bailar la Danza Macabra.
El hombre que no quería morirse nunca supo por qué la gente no se rebelaba contra la muerte.
El hombre que no quería morirse se rebeló contra la costumbre de morir al final de la vida.
El hombre que no quería morirse estuvo toda su vida luchando contra la muerte.
El hombre que no quería morirse se buscó un mal enemigo.
El hombre que no quería morirse no sabía que la muerte siempre gana la partida.
El hombre que no quería morirse era un rebelde.
El hombre que no quería morirse se murió el último día de su vida muy a su pesar.
El hombre que no quería morirse yace muy serio en un lugar anónimo de un cementerio.



La verdad absoluta o el pacto político





-Dígame un animal de cuatro patas
-La silla.
-La silla no es un animal.
-Pero tiene cuatro patas.
-Pero no es un animal.
-De acuerdo. Usted gana. Dígame pues usted un animal de tres patas.
-El trípode.
-El trípode no es un animal.
-Pero tiene tres patas.
-Pero no es un animal.
-De acuerdo, para usted la perra gorda. La silla es un animal de cuatro patas. Y el trípode, un animal de tres patas.
-No, no, no. La silla no es un animal. Y el trípode tampoco.
-Pero estará conmigo en que la silla tiene cuatro patas y el trípode tiene tres patas.
-Sí. Pero no son animales.
-No le quiero quitar a usted la razón. Pero yo también tengo razón.
-Sí pero… a medias.
-¡Se acabó! ¿Qué le parece si nos damos la razón a medias? Usted dice que la silla tiene cuatro patas y que el trípode tiene tres patas. Y yo afirmo que no son animales.
-No me parece bien. Yo era quien decía que la silla y el trípode no son animales.
-Es lo mismo. Entonces yo diré que la silla tiene cuatro patas y el trípode, tres.
-Pero no son animales.
-Pero tienen patas.
-Pero reconozca que no son animales.
-Sí lo reconozco. Pero usted reconozca también que tienen patas.
-Lo reconozco.
-¡Vaya! Por fin nos hemos puesto de acuerdo.
-Pero la silla y el trípode no son animales.
-Pero tienen patas.
-Pero no son animales.
-Dejémoslo. Le invito a tomar una cerveza fresquita en el bar de la esquina.
-Acepto. Pero no son animales.
-Pero tienen patas…


La diversidad funcional en el cine español


Son las siete de la mañana. Llaman a la puerta de la casa de mi hija Marta. Es Reyes. Mi hija la estaba esperando a estas tempranas horas porque tenía que hacerle el pelo y maquillarla. Reyes es esteticienne. Y es la mejor amiga de mi hija.
Y es que hoy, 12 de junio de 2015, mi hija lee la tesis doctoral a las diez y media de la mañana.
Mi mujer y yo, que estamos en el apartamento de Benicàssim, hemos quedado con ellas a las nueve. Pasamos a por los abuelos y nos vamos a Castellón, a casa de Marta.
Cuando llegamos, ya nos están esperando. La perrita “Lluna” nos mira con cara de pocos amigos. Sabe que nos vamos a ir todos y la vamos a dejar sola. Ella también hubiera querido ir a la lectura de la tesis de su dueña, pero… se queda mirándonos con carita tristona desde la terraza del piso de mi hija mientras nosotros subimos a los coches y nos vamos camino de la UJI (Universitat Jaume I).
Llegamos con tiempo de sobra. En el hall está sentada en un banco Rosalía Torrent, directora de la tesis junto a su marido Joan Manuel Marín que también es director de la tesis de Marta. Subimos al salón donde se va celebrar la lectura. Es un salón de pequeño tamaño, cómodo, confortable y funcional. Calculo que con capacidad para medio centenar de personas.
Probamos la parte técnica. Luces, micrófonos, ordenador, power point. Todo perfecto.
Ahora solo hay que esperar a que se hagan las diez y media.
Poco a poco va llegando la gente. La mayoría son conocidos y amigos de Marta, a parte de algunos familiares.
Nos vamos acomodando en nuestros asientos.
Entran los miembros del tribunal, Ana María Collado de la Universidad de Castilla-La Mancha, Anacleto Ferrer de la Universidad de Valencia. Y ya por último el presidente del tribunal, Wenceslao Rambla, de la UJI.
Ya estamos todos.
La puerta se cierra.
Se hace un sepulcral silencio.
Marta está tensa mirando al tribunal, esperando que le den la palabra.
Pasa un minuto largo, larguísimo, sin que nadie diga nada.
Por fin, Wenceslao, traje azul marino, corbata rosa, rompe el hielo y le da la palabra a la doctoranda Marta Senent.
Marta empieza su alocución evidentemente nerviosa. Yo la conozco y sé que esto le dura poco más de sesenta segundos. Y así pasa. Poco a poco se tranquiliza y su gesto se relaja y sus palabras adquieren peso y solvencia hasta alcanzar un ritmo rápido, ágil y relajado. Y es que mi hija está muy acostumbrada a estas intervenciones en público. Pero claro, hoy es diferente.



A mi derecha tengo a mi sobrino José Manuel Marín Ramos, que es doctor en química, y no para de decirme al oído que lo está haciendo muy bien, que qué bien se expresa. Yo asiento con delectación sin apartar mi mirada de Marta, que sigue a lo suyo, apoyando sus palabras en amenas diapositivas ilustradas convenientemente con fotogramas de películas y algún que otro preciso y aclarador gráfico.
Han pasado treinta y cinco minutos. Era el tiempo pactado de exposición. Y Marta lo ha clavado. Aplauso espontáneo del público al acabar la exposición. Satisfacción en el rostro de Marta. Ella sabe que lo ha hecho de maravilla. Yo miro las caras del tribunal y advierto buenas sensaciones.
Ahora llega la hora de las preguntas (el fatídico momento de las preguntas que  tanto inquietaban a mi hija). En sus intervenciones, Ana María, Anacleto y Wenceslao se deshacen en elogios. Y formulan preguntas amables que Marta contesta con eficacia y solvencia.
Llega el momento de la deliberación.
Salimos todos fuera, menos los miembros del tribunal.
Pasan diez o quince minutos. La puerta se abre. Ya tienen el veredicto.
Entramos todos y nos quedamos en pie.
Wenceslao lee la valoración. La Tesis defendida por Marta Senent Ramos titulada “La diversidad funcional en el cine español” merece Sobresaliente. Pero, Wenceslao nos advierte que hay aún tres sobres más que se han de leer. Abre el primero. Cum laude. Abre el segundo. Cum laude. Abre el tercero. Cum laude.

Lágrimas de alegría.


                                     Un servidor con mi hija Marta

Solidaridad


Esta semana pasada hemos dedicado las clases a hacer el último examen. Es un examen de tres temas. Un examen que abarca tres sesiones. O sea, toda la semana.
En realidad son dos exámenes.
Uno de 25 preguntas (cortas y concisas) que he formulado yo. Y otro, de 50 preguntas de la misma naturaleza, que han propuesto mis alumnos y alumnas de 1º y 2º de ESO. Para ello les hice formular a cada uno 10 preguntas con sus correspondientes respuestas. El viernes las recogí. Si multiplicamos 10 preguntas por 150 alumnos, sabremos cuantas preguntas había que tener en cuenta. Y digo esto porque de ahí tuve que seleccionar las 50 preguntas más idóneas. A cada alumno que le elegí una pregunta le puse un positivo.
Pues bien, todas las cuestiones estaban sacadas del libro y de la libreta (apuntes que yo les expliqué y que no están en el libro). Un ejemplo de estas preguntas podría ser “¿Qué enfermedad padecía Carlos II El Hechizado?” o “¿Cómo le llamaban al hijo que tuvo Cleopatra con Julio César?”. O “De dónde viene la expresión castellana a buenas horas, mangas verdes?” Aquí puedo evaluar varias cosas. Y una de ellas es la capacidad de organización mental del alumno. Porque han de saber donde tienen que acudir para elaborar cada respuesta, amén de que también es buen momento para comprobar si la libreta está completa, o no. Pero como los datos son numerosos, en este examen está permitido tener a mano el libro y los apuntes. Aquí veré quién es capaz de ordenar sus conocimientos y alimentarlos con información que ellos han buscado en el sitio adecuado. Es decir, que es una prueba, no memorística, sino todo lo contrario.
Total, que el lunes pasado empezamos con los ejercicios o exámenes.
A unos les di las 25 preguntas mías y a otros las 50 elegidas por ellos. Terminadas unas, les repartiría las otras.
En un principio, expectación y muestras de alegría entre el alumnado al ver que se había escogido una pregunta de las suyas, después, concentración a tope.
Las hojas de la libreta volaban literalmente. Los libros se abrían y se cerraban. Caras de contradicción. Caras de satisfacción. Tensión. Labios apretados. ¡Esta pregunta no está en el libro! ¡Esto no está en la libreta…!
Pasa la hora de clase y los alumnos se aferran a su examen.
Tranquilos, mañana continuamos. Y el otro, también.
Me dan los exámenes inacabados.
Al día siguiente continuamos.
El ambiente empieza a relajarse.
Hay quien me pide alguna pista por alguna pregunta. Se la doy. “Página 224, donde habla de la sociedad…”
Poco a poco aumenta el deseo de perfeccionar sus respuestas. Acuden a mí. Yo no niego la ayuda. Y es más, a veces, me es más fácil remitirles a algún compañero que ha tenido la misma duda. El compañero es tan eficaz, o más, que yo.
Según pasa el tiempo, veo que hay alumnos que se levantan. Van a consultar con sus compañeros. Miro y no digo nada. Escucho conversaciones muy interesantes. “Oye, ¿tú tienes en la libreta lo que dijo Marco Poncio Catón…?” “¿Cuantos años tenía Julio César cuando le asesinaron?” “¿En qué página está lo de las características de la monarquía absolutista?"...
Yo les dejo hacer. Y no lo digo a nadie, pero estoy disfrutando como un enano en un campo de setas.
Todos, absolutamente todos, trabajando y ayudándose unos a otros.
La solidaridad es patente. Nadie niega nada a nadie. Ni siquiera yo. Yo también contribuyo al general estado de colaboración.
Ya por fin llega el viernes. Hay que entregar ya los ejercicios. Todos los han terminado, y por lo que he estado viendo, de forma satisfactoria.
Pablo, un alumno de primero de la ESO es de los últimos en acabar. Termina ya sonando la música que indica el cambio de clase. Se levanta y cuando está a mitad del pasillo, enarbola su examen completamente alegre y relajado y me dice:
-Miguel, este examen que hemos hecho ha sido el mejor de todos. Le podríamos llamar “El examen de la solidaridad”.
Le cojo el examen y le sonrío pleno de alborozo.

Y es que en esta profesión nunca se termina de aprender…

Final de curso... o, la magia del tiempo



Son poco más de las tres de la tarde de un martes de mayo del año 1970. Hace poco que he acabado de comer. Estoy en la sala de estar viendo la televisión. Mi madre está en la cocina fregando los platos. El telediario cuenta cosas lejanas. Escenas en blanco y negro que me son ajenas. Vietnam. Vietcong. Astronautas que se preparan para ir otra vez a la luna. Franco se está haciendo viejo. Parece un anciano. Los Beatles parece que están a punto de separarse. Miguel Ríos y su “Himno a la alegría” ha sido un éxito este pasado invierno. Ahora empieza a sonar una canción triste de un nuevo grupo que se hacen llamar “Los Módulos” que cantan “Todo tiene su fin”. Además, he oído en la radio una canción muy alegre de un conjunto que me parece que se llaman “Los Demonios”, no, no, creo que son “Los Diablos” que se titula “Un rayo de sol”. Seguro va a ser un éxito. Es muy alegre y pachanguera.  Mariano Medina, con un trocito de tiza en la mano remarca una borrasca que hay situada allá por las isla Británicas…
Hace sol. Pero la brisa es fresca. Se agradece el sol. Desde la ventana de mi casa veo a unas vecinas que están sentadas cara al astro rey haciendo acopio de vitamina D. El sol es la estufa de los pobres, dijo alguien. Y a lo mejor tenía razón.
Tengo entre mis manos el último número de “Mortadelo”. Me encantan las aventuras de Asterix. Y las trapisondas de Mortadelo y Filemón. Y las incontables peripecias del invencible Corsario de Hierro…
Suena el timbre. Seguro que es mi primo Toni. Habíamos quedado después de comer. Voy corriendo a abrir la puerta.
Es él.
-¡Mamá, nos vamos a dar una vuelta!
Tenemos tiempo hasta las cinco. Después, merienda, y a la academia de Don Vicente hasta la hora de cenar.
Toni y yo tenemos doce años recién cumplidos. Estamos cursando primero de bachillerato. Y como ha quedado dicho, por las tardes íbamos a la escuela “La Marina” donde Don Vicente nos ayudaba en las tareas académicas. No éramos muchos. Tal vez diez o doce alumnos, todos de primero de bachillerato.
Por aquel tiempo, Toni y yo teníamos una querencia casi diría que natural, a adentrarnos en el puerto del Grao de Castellón. Digo natural porque nuestros padres eran pescadores. Nuestra barca era la Dolores; mi tío era el patrón y mi padre el motorista. La Dolores se dedica a la pesca del arrastre. Era una barquichuela pequeña. Decían que querían venderla y comprar una más grande. Yo le tenía cariño a aquella barca. Me daba pena que la vendieran…
Bajo el acogedor sol de mayo entramos en el puerto. Toni y yo no parábamos nunca de hablar. Hoy era tema candente el cromo de “Animales y minerales” que yo había conseguido cambiar en el autobús a nuestro amigo Cristóbal Arrebola, que dejaba mi colección casi terminada. Y también era asunto importante ver si mañana miércoles podíamos organizar una partida al monopoly con nuestros primos Juan y Miguel, ya que ellos ese día por la tarde no tenían clase. Nosotros solo teníamos clase los lunes y los jueves. Los demás días las tardes las teníamos libres. Eso sí, los sábados por la mañana íbamos a clase.
Nos gustaba llegarnos hasta el recodo rebozado por una capa espesa de algas que daba inicio a la escollera del Serrallo. Allí mirábamos la lejanía del mar. La plataforma que servía para recoger el petróleo que traían unos monstruosos barcos de ignotos países. El viento, ligero y tibio, aparecía lleno de volanderas gaviotas. Y el inquieto mar. Ese mar próximo que se acercaba hasta las rocas y rompía sus aguas azules y verdes en blanca espuma.
Nosotros, casi sin querer, mirábamos el mar. Y nuestros pensamientos se iban introduciendo entre las espesas olas verdosas hasta llegar a un lugar azul indeterminado donde, a estas tempranas horas de la tarde, estaban ultimando la jornada pesquera nuestros padres. Algún día, algún verano, iríamos con ellos a pescar.
Pero ahora interesaba por encima de todo acabar bien el curso. Faltaba una semana para las vacaciones, para que nos dieran las notas.
Y los exámenes estaban dando sus últimos coletazos. Había sido un año duro. Intenso y crucial. Un tiempo que había servido para fortalecer nuestro destino, que no era otro que estudiar. Ahora lo teníamos claro ¡Seríamos estudiantes!
Pero el mar estaba ahí. Y bajo sus aguas un misterioso mundo se ofrecía ante nosotros. Un mundo donde los peces cobraban un protagonismo decisivo y atroz.
-Mira, ya están llegando las primeras barcas.
-Sí, parece que es el “San Ramón”.
-¡Qué ganas tengo de que nos den las notas y podamos ir tranquilamente a pescar!

Han pasado casi cincuenta años de estos momentos mágicos. Y hoy no han perdido un ápice su magia.



La vida pasa felizmente, si hay amor


Son las ocho en punto de la mañana. Al cuarto suena la música. Y empiezan las clases. La música la elijo yo. Y el vicedirector, Edu, profesor de música y dinamizador de todas las actividades extraescolares del centro, y auténtico crack en el mejor sentido de la palabra, es quien las informatiza y hace que cada hora suene una canción distinta. Cada dos meses más o menos, las cambiamos. Los alumnos y los profesores tienen ilusión por los temas musicales. Hay alumnos que me dan las canciones que quieren que suenen a una determinada hora. Y profesores que hacen lo propio. La música alegra y ameniza el tránsito de clase a clase. Este mes, el lunes suena a la primera hora la canción de Luís Aguilé “La vida pasa felizmente”, que recuerdo que empieza así: “Es una lata el trabajar, todos los días te tienes que levantar, a parte de eso, gracias a Dios, la vida pasa felizmente si hay amor”. Y los críos y los profes entran a clase con una sonrisa en el alma a primera hora de la semana, puedo dar fe de ello.
Pues bien, el lunes pasado, como decía, estaba sentado frente al ordenador intentando justificar unas faltas de unos alumnos de mi tutoría. Y es que después el tiempo me va fatal y por eso aprovecho esos minutos mañaneros. Pero el ordenador no era precisamente cómplice de mis prisas. Las pantallas iban a su ritmo. Un ritmo lentísimo que me ponía frenético. ¡Maldito Internet…!  Robert, nuestro director, estaba al otro extremo de la sala de profesores y sonreía con benevolencia a mis exabruptos hacia el luminoso aparato.
-A primera hora suelen ir lentos, Miguel. Es un rollo…
-Sí, ya lo sé, pero no me va a dar tiempo…
Y entonces, una mano intercepta la puñetera imagen, una mano que tiene algo entre los dedos. ¡Es un bombón!
Me giro.
Me encuentro con una deliciosa sonrisa. Es Ana. Ana, una compañera que es otro crak. Erudita y sabia en griego y otro tanto en informática. Ana, que regala sonrisas gratis. Sonrisas sin venir a cuento. Y que siempre está a tu lado cuando la necesitas. Lo que decía, una maravilla de compañera.
-¿…Y esto?
-Un bombón, ya ves... ¡Toma, otro…!
Ana lleva una bolsita llena de bombones multicolores.
-¿Es tu cumple…Ana?
-¡Qué va! Simplemente celebro que hoy es lunes. Y ya está.
Van entrando los profesores. Y a cada uno le da un bombón. El resto de bombones que quedan en la bolsita los deja junto a la hoja de guardias.

Toca la música: “Es una lata el trabajar, todos los días te tienes que levantar, a parte de eso, gracias a Dios, la vida pasa felizmente si hay amor…”

Insólita visita en la siesta sabatina


Como todos los sábados, después de recoger la mesa y fregar los platos, me dispuse a hacer la siesta. Mi mujer está plácidamente acomodada en el sofá viendo como quien no hace la cosa, un partido de la liga inglesa. Yo prefiero la cama. Me llevo algún libro para que me haga compañía en mi progresivo letargo, lanzo un beso volandero desde la puerta de la sala de estar a mi mujer y me voy al dormitorio.
La luz mortecina de la tarde invernal crea un cálido ambiente crepuscular. Un escenario muy proclive al sueño. Al sosiego. A la paz.
Me acuesto sin prisas. Mi libro de hoy es uno de Julio Verne. Me encanta este particular y originalísimo autor francés. Un autor que me abrió las puertas de los libros allá en mi temprana adolescencia. Estos días estoy leyendo el interesantísimo “20.000 leguas de viaje submarino”. Parece mentira este Verne, allá por el siglo XIX los conocimientos que tenía sobre este tema tan apasionante que es el mar en todos sus conceptos.
Estaba cautivado por el relato sobre el paseo submarino que estaban llevando a cabo el capitán Nemo y compañía, cuando algo rozó mis pies bajo la sábana.
No me dio tiempo a preguntarme qué era aquel extraño roce, porque a mi lado, de entre las sábanas apareció el rostro de una bellísima joven de cabello rubio, largo y revuelto, que me miraba con simpatía.
-¿Quién eres…? ¿Cómo has entrado aquí…?- logré balbucear.
-No hagas preguntas…
Su voz era suave. Sensual. Mimosa. Divina.
-¿Estás desnuda?
-Mira…
Se despojó de la sábana y me mostró un cuerpo perfecto de mujer.
-Pero… no comprendo… -Estaba tan aturdido que no sabía qué decir.
-No digas nada. He venido para estar contigo. Las nereidas somos así de caprichosas.
-¡Eres una nereida!
-¡Claro, bobo…!
-Pero, yo no…
-¡Calla! Después de hacer el amor conmigo te sentirás bien. Y nadie sabrá nada…


Sole nunca supo nada de lo que pasó aquella tarde de mi encuentro con aquella nereida. Y es más, no se lo pienso contar nunca. Será mi secreto.

La Barbería de Ángel. "El espejo"


-¡Buenas tardes!
El peluquero se giró rutinariamente y vio a un hombre con sombreo, gabardina y bufanda que conocía muy bien. Era Damián, un viejo cliente de toda la vida.
-¡Buenas y frías, Damián! Entra y siéntate que enseguida estoy contigo.
El peluquero, que se llamaba Ángel, seguía a lo suyo. Estaba acabando de cortar el pelo a un chico joven, que muy serio, miraba a través del espejo cómo iba quedándole su corte de pelo.
Damián, rutinariamente, se sentó en un breve sofá tapizado en rojo carmesí que había a la derecha de la puerta según se entra.
Antes había colocado con mimo y esmero su gabardina, su sombrero y la bufanda en una  percha que había frente al sofá.
-Aquí tienes el “Mediterráneo”, Damián. Viene un reportaje sobre el Tram. Y una noticia sobre el aeropuerto. Parece ser que los jugadores del Villarreal serán los primeros en utilizarlo.
-Ya veo, ya…
La barbería de Ángel es más bien pequeña. Tampoco necesita mucho espacio para él solo. Tiene un sillón de barbero, una pila para lavar la cabeza, un sofá carmesí y una percha con tres ganchos relucientes. La barbería es antigua. Seguramente cuando se jubile Ángel, la cierren. Su hijo ha estudiado una carrera, y su hija ha hecho oposiciones al ayuntamiento y tiene un empleo estable.
Damián permanece en silencio. Alentado por el barbero se afana en leer las noticias que trae el diario local.
Hay una música suave. Es jazz. A Damián el jazz ni le gusta ni le deja de gustar. No le parece mal que esté puesta esa música. A Damián no le molesta. Y casi sin querer se deja atrapar por los acordes melodiosos del piano, el compás cansino de la batería, el pausado y profundo pálpito del contrabajo y la letanía triste del saxofón.
Si se hubiera fijado bien Damián, habría escuchado entre las notas del cuarteto de jazz el metálico y ahogado clic-clac, clic-clac, de las afiladas tijeras al cortar el pelo. Y también el pegajoso ruido que él mismo producía al pasar enérgicamente las grandotas hojas del periódico.
-Bueno, ya está.
Ángel lo había dicho como quien no hace la cosa. Siempre lo decía cuando acababa un servicio con un cliente. Se quedaba unos instantes en posición casi de firmes delante del cliente como esperando su aquiescencia. Y después, sin solución de continuidad le quitaba la bata blanca y la sacudía al aire con evidente oficio. El cliente se levantaba y le pagaba. Este era todo el ritual.
El chico joven salió de la peluquería.
Damián ordenó lo mejor que pudo las hojas del periódico y lo dejó sobre una mesita que había al lado del sofá carmesí. Se levantó y se sentó en el sillón custodiado por Ángel, que le esperaba ya con las tijeras en la mano.
Damián se miró rutinariamente en el enorme espejo que había frente a él. Mirarse en el espejo, así, sin más, siempre le había parecido una gratuita osadía. El espejo no miente. El espejo no sabe de hipocresías. El espejo devuelve a las personas la imagen tal cual. Y esto, pensaba Damián, puede llegar a ser muy cruel. La verdad desnuda. Sin ninguna cortapisa. Esto es muy fuerte. La gente de hoy en día, de esto estaba convencido Damián, no está acostumbrada a este ejercicio atroz de realidad sin límites. Un espejo. ¡Caramba con el espejo! La verdad absoluta. Ahí es nada… Hay que guardar un reverente respeto con los espejos. Por eso, Damián, cuando se enfrenta a uno es capaz de entornar su cuidado y poner la mejor de sus caras. Que dicho sea de paso, no sabe bien cuál es. Se pone serio. No le gusta. Sonríe. Aún menos. La sonrisa forzada le incomoda. No sabe cómo ponerse. En el fondo le gusta su semblante. No lo dice nunca a nadie porque le parece de mala educación. Pero le gusta su cara. Incluso sus arrugas. Le encanta aquella peca que tiene debajo del ojo izquierdo. Y los pecositos mofletes que, según él, le dan un aire juvenil. No sabe si apretar los labios o dejar entrever los dientes. Los dientes los tiene sanos. Él está orgulloso de sus dientes. Tal vez no sean perfectos. Esto no tiene ningún inconveniente en reconocerlo. Pero él siempre ha dicho que un diente torcido en su justa medida tiene su aquel…
Eso sí, su  pelo no le gusta. Está casi calvo. Y por eso no puede hacer filigranas con el peinado. Un ligero rasurado y ya está.
-Como siempre ¿no?
-¡A ver…! 



Sobre la felicidad


Este mes de enero se hicieron públicos los resultados del estado de felicidad de los países del mundo.
Siempre me han chocado estas aseveraciones.
La verdad es que esto de la felicidad siempre me ha parecido, y estoy convencido de ello, un estado íntimo y personal de cada cual, que nada tiene que ver con nada de lo que ocurre a su alrededor.
Si algún estudioso construyera una ecuación (que de hecho existe) que nos determinara el nivel de felicidad de cada individuo, los resultados no serían fiables. Las matemáticas están reñidas con las emociones. Esto lo tengo claro. Dos y dos serán cuatro, pero x más y (y pongamos el valor que se quiera a estas variables) no tiene por qué ser igual a felicidad. Las condiciones objetivas de felicidad es lo más engañoso que hay. La felicidad es otra cosa.
La felicidad es, posiblemente, la facultad (o el don) más preciado que se le otorga al ser humano desde el mismo momento de nacer. Y esta cualidad humana no hay que desaprovecharla. Pero cuidado, las retorcidas mentes de muchas personas que no han sabido sacar provecho de su facultad gratuita de ser felices, responden de mala manera ante quienes sí que han sido capaces de beber del gratuito manantial de la felicidad humana. Su respuesta es la envidia. El odio. Y en fin, la destrucción.
Como decía al comienzo del post, acaban de publicarse las listas de los países más felices. No sé bien cómo se hacían las entrevistas, pero confío en que algo de sensatez y sentido tendrían. Y confío también en que las personas responderían sin miedo y sin malas intenciones. En otras palabras, creo que responderían de buena fe. Y por lo tanto que sus respuestas serían sinceras.
Pues bien. Los resultados son sorprendentes.
En primer lugar tenemos al pequeño estado insular de las islas Fidji, allá en pleno Pacífico. Nada que objetar. Me lo creo. Sus condiciones objetivas parecen claras.
Pero en segundo y en tercer lugar aparecen por este orden: Colombia y Nigeria.
Y entonces uno, que es tendente a cuestionar casi todo, está en un tris de pensar que le están tomando el pelo. Pero no. Está estudiado y corroborado. Es una información fidedigna. Colombia y Nigeria son los países más felices del mundo.

¿Alguien me puede explicar esto?

Para hombres, para mujeres...


Hace tiempo, allá a finales de la década de los noventa del pasado siglo, vino el poeta  Carlos Marzal a mi instituto (Violant de Casalduch, de Benicàssim) a dar una conferencia. Desde aquel año todos los años, el departamento de Lengua Castellana trae aquí a un poeta. Cada poeta nos deja algo. Aunque solo sea una frase. Un sentimiento, una palabra…
Yo recuerdo aquel primer día cuando llegó Carlos Marzal al instituto. Fue todo un acontecimiento. Y su discurso fue extraordinario. De aquel discurso me quedaré con una frase que pronunció en una pregunta retórica que él se hizo: “¿…pero es que hay literatura para mujeres…?”
La semana pasada un amigo mío me dijo que yo escribía para mujeres. Que mis escritos eran muy femeninos. No supe contestarle. Yo me pregunto lo mismo que el poeta Marzal. No sabía que hay escritos dirigidos a las mujeres y escritos para hombres…


  

La chica del violín azul


La chica del violín azul cumple con su obligación, que no es otra que tocar el violín.
La chica del violín azul tiene un violín azul. Podría haberse comprado un violín como todos los demás. De ese color madera oscuro con que se hacen los violines, pero no. La chica del violín azul se compró un violín de color azul. Hasta ahora nadie le ha preguntado el porqué de su extraña elección. Y yo no seré quien se lo pregunte. Yo no seré quien rompa el encanto. Si ella lo quiere así, pues ya está. Azul. Y bien bonito que es…
En los conciertos, arropada por el grupo de cuerda, apenas se la ve. La chica del violín azul es menuda. La chica del violín azul es morena. Tiene una melena tupida y redonda que alegra su cara aún cuando está tensa pulsando y acariciando con la crin de caballo las tensas cuerdas del violín azul. Quienes la conocen dicen que es alegre. Yo no seré quien desmienta esta afirmación. Mejor alegre que triste. La chica del violín azul es guapa. Y eso no lo digo yo. Eso lo dicen sus ojos negros cuando te miran. La chica del violín azul, cuando estaba desgranando mágicas notas azules en un concierto prodigioso, me miró.


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