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El FIB y los móviles


Estos días ha tenido lugar en Benicàssim el Festival Internacional de Benicàssim (FIB).
Aquí se dan cita las más renombradas bandas de rock indie y alternativo del panorama actual. Los críticos musicales recalcan en sus crónicas la gran calidad de los participantes. Y esto hace que año tras año (este año es el vigésimo) Benicàssim, llegado el mes de julio, durante una semana se llene de “fibers” que vienen a disfrutar de las actuaciones de sus ídolos.
Se calcula que llegan a este pueblo costero castellonense unos cuarenta mil jóvenes. La inmensa mayoría son británicos. Y sus edades oscilan entre los dieciséis y los veinticinco años.
Los “fibers” llenan las playas y los bares. Les encanta tomar el baño y el sol. Se pasan toda la mañana y parte de la tarde (hasta que empiezan los conciertos) en la playa. Solo abandonan la caliente arena para zamparse una pizza o una hamburguesa, o un plato de patatas fritas, o una paella valenciana… bien regada con cerveza, o coca-cola, claro… Pero la verdad es que se comportan. No hay altercados, ni cosas raras como eso que vemos por la tele del “balconing” y otras cosas.
Lo que más me ha llamado la atención es que estos jóvenes no se han traído su móvil. Y se me hace extraño ver bandadas de jóvenes hablando entre ellos, riendo, paseando alegremente por el paseo marítimo sin el móvil en una mano como hacen los españoles. En la playa se acuestan al sol sobre una colchoneta, o una toalla. O hacen un corro sentados con botellas de agua, o cervezas en el centro. Pero ni un móvil. He visto algunas chicas que estaban leyendo un libro. También he visto gente que jugaba a las cartas… pero ni un solo móvil. Si me sorprendía alguien con un móvil en la mano, ese era español.
¿Qué nos está pasando a los españoles…? No me imagino a españoles de su edad en un concierto sin estar echando una foto cada tres por cuatro y enviando un whassapp o colgando inmediatamente la foto  en el Facebook.
Y es que me he acostumbrado al “Homo móvil móvil” que es la especie en la que ha degenerado el Homo sapiens sapiens en este país con forma de piel de toro.


¡Mejor que Franco...!


Es verano de 1969.  Este año hemos ido a un pueblo de Castellón, Borriol, a pasar el mes de julio.
Estamos en una casa que tiene en dicha localidad mi tía María. Es la casa donde ella nació (a principios del siglo XX) y donde vivió hasta que se casó con mi tío Facundo poco antes de la Guerra Civil.
Desde que se murieron los padres de mi tía María, la casa estuvo abandonada.
Es una casa vieja. Vieja y antigua. Tanto que no tiene cuarto de aseo. Nuestras necesidades fisiológicas las llevamos a cabo en un cuartucho lóbrego (sin luz). Odio ir allí. Pero, no hay otra solución. Para lavarnos usamos unas tinajas y una jofaina.
Es una casa grande. Allí nos hemos instalado mis primos Toni, José Francisco, Javier y Regina con sus respectivos padres.
Durante la semana los niños estamos con nuestras madres, porque los padres están pescando en el Grao de Castellón. Mi tío Juanito, no va a casa, duerme en la barca, a la antigua usanza (a su mujer, mi tía Rosarito, la verdad es que no le hace ninguna gracia). Mi padre, no. Mi padre duerme solo en casa. El viernes por la tarde vienen. Y la casa se llena de gente.
Mi padre los sábados y domingos por la mañana nos lleva a pasear por los alrededores del pueblo a mi primo Toni y a mí. José Francisco, Regina y Javier son demasiado pequeños para exponerse a las aventuras que mi padre nos propone. Yo ya tengo once años y Toni los acaba de cumplir. Suficiente para enfrentarse a los peligros que las cercanas montañas nos van a presentar. Mi padre nos advierte de las serias amenazas que entraña el campo salvaje. Como aquel día que en un descampado encontramos una enorme araña del tamaño de mi mano. Aquel lugar lo bautizamos como la “llanura de la repugnancia”. O aquella montaña enigmática, de difícil acceso que parecía tener una cueva negra en su cúspide. Y a la que nunca pudimos llegar. Mi padre pensó que  aquella montaña no podría tener otro nombre que  “Bocanegra”. Seguro que allí se escondían los piratas que atracaban en la playa de Castellón huyendo de la justicia. A lo mejor aún quedaban restos de tesoros…Era un sitio misterioso…
Pero la montaña más misteriosa, la más deseada, era aquella que se levantaba justo delante de nuestra casa. Tenía una cima plana. Y una falda verde, verde de tupida vegetación, que nos impedía ascender hasta el final. Mi padre la bautizó como “la deseada”.
Un día que, cerca de la hora de comer, volvíamos a casa después del largo paseo dominical, al girar un recodo del camino, vimos a un hombre sentado bajo la sombra apacible de un gran árbol. Se trataba de un hombre mayor. Un anciano, tal vez. Estaba sentado y miraba el paisaje. No hacía nada. Solo miraba. Cuando estuvimos a su altura, con una sonrisa afable, nos saludó. Mi padre le contestó. Nos paramos. Mi padre entabló conversación con aquel hombre. No sé bien de qué hablaban, cosas de gente mayor… Lo único que escuché y que se me quedó grabado fueron las palabras de despedida de aquel anciano:
-…Pues yo no necesito nada más. Todo lo que necesito es esto. Este árbol, esta sombra… ¡Aquí estoy mejor que Franco…!


El contenedor blanco (y II)


La playa ahora estaba a rebosar. Ya nadie hacía caso del contenedor. El contenedor había pasado a formar parte del paisaje playero.
De pronto, como llegados de la nada, hicieron su aparición en la playa dos sombríos personajes vestidos de grises uniformes. Firme el caminar y grave la expresión de su rostro, se dirigían con paso resuelto hasta el blanco contenedor. Aquellas personas, si uno se hubiera fijado bien, habría advertido que eran los mismos que anteanoche depositaron el contenedor en la playa.
Cuando llegaron al contenedor, con toda la naturalidad del mundo, sacaron unas llaves del bolsillo y las aplicaron a lo que parecía una puerta. Luego, con la misma discreción con que habían aparecido, desaparecieron. Alguien los vio subir a un coche negro que había aparcado cerca de la playa. Y se perdieron entre el tráfico.
Un niño se acercó al blanco contenedor.
-Mira, la puerta parece que está abierta.
Y mientras esto decía, la puerta, que efectivamente estaba abierta, empezó a abrirse como movida por una fuerza que venía del interior del contenedor. Y entonces apareció ante el niño, que estaba asomado a la puerta, un monstruoso cocodrilo que con sus fauces abiertas de par en par hizo huir despavorido al pequeño.
El enorme cocodrilo se quedó en el umbral de la puerta del contenedor como calibrando la situación. La gente aún no se había dado cuenta de nada. Y entonces, como si alguien hubiera impulsado algún resorte, del interior del contenedor empezaron a salir uno, dos, tres, cuatro, diez… monstruosos cocodrilos que se fueron abalanzando sobre los sorprendidos bañistas, que no tuvieron tiempo a reaccionar. Y uno tras otro fueron víctimas de los feroces cocodrilos.
Una vez esto, los gigantescos reptiles, moviendo serpenteantemente su verde corpachón se dirigieron hacia el mar y, nadando con singular soltura, se confundieron entre las verdes aguas marinas…
Entonces, entre los cadáveres de la gente desperdigados sobre la roja arena, aparecieron dos personajes uniformados de grises ropas. Tal vez los mismos que abrieron la puerta del contenedor blanco. Al mismo tiempo, un enorme camión entraba en la playa. Todo sucedió con una diligencia y velocidad espantosa. Y en un abrir y cerrar de ojos, el blanco contenedor ya estaba cargado en el camión.
El camión se fue impunemente por la carretera dejando en la playa un rastro macabro de muerte y desolación.
Al día siguiente los periódicos no dijeron nada de lo sucedido en aquella playa.
Pero esto sucedió así. Son cosas que pasan y que “créanselas, créanselas, porque me las he inventado”.

(En recuerdo de la gran Ana María Matute)



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