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Cerrado por vacaciones

Me voy de veraneo. Como todos los años me voy a Benicàssim a pasar los meses de julio y agosto, como sea que allí no tengo conexión a internet, tendré que prescindir del blog.
En septiembre nos vemos. Buenas y felices vacaciones a todos y todas.

El día que descubrí la "barcassa"


La “barcassa” era una barca negra, fea, muerta. La descubrimos a principios de los años setenta. Estaba semienterrada, o mejor dicho, abrazada a la arena de la playa. Cautiva de las olas del mar.

La gente mayor decía que se trataba de una mula. Una de aquellas barcazas que se utilizaban a principios del siglo XX para transportar cajas de naranjas desde el muelle hasta los barcos. También contaban que aquella mula había muerto allí, en los aledaños de la escollera que llevaba al antiguo faro, porque llevaba un peso excesivo, y un golpe de mar la envió hasta el fondo marino. Y allí reposaba en absoluto silencio.

Nosotros solíamos ir a aquellos parajes a tomar el baño. A los alrededores donde se hundió la barcaza lo conocíamos con el nombre genérico de la barcassa.

Aquella barcaza había zozobrado muy cerca de las rocas que conformaban la escollera de levante por la parte de fuera, la que daba a mar abierta. La otra parte, la que daba al interior del puerto, lo llamábamos “el lago”.

A los doce, a los trece, a los catorce años… las cosas muy a menudo toman caracteres solemnes, casi mágicos. Por ello aquella embarcación remota, hundida y soterrada entre la arena de la playa, cobraba para nosotros dimensiones cercanas a lo sublime.

La verdad era que la existencia de una barca hundida en las proximidades de donde tomábamos el baño nos llenaba el espíritu de una indeterminada alegría.

En aquellos años en época estival todas las mañanas íbamos a la playa. Si el tiempo no lo impedía (si no soplaba con fuerza el viento de gregal) nos gustaba ir a las rocas. A la “barcassa”. Allí nos encontrábamos todos los amigos.

Cuando llegábamos, desde lo alto de las bravías rocas mirábamos la mar. Cada día nos sorprendía aquella sinuosa llanura marina. La mar, calmosa, llena de perezosas olas que a duras penas asomaban su lomo sobre la superficie verde de sus aguas, aparecía frente a nosotros larga y profunda.

Después de echar una rutinaria mirada a las aguas, dejábamos la ropa y las toallas sobre una roca y bajábamos salvando las desafiantes aristas de las rocas hasta alcanzar la superficie del mar. Las olas acariciaban con una amabilidad casi humana las rocas verdosas y parduscas que estaban en contacto con las aguas. El rumor sordo y acuoso de la mar nos recibía afablemente, pero nos recordaba que el mar es un ser despiadado e insumiso, que está presto a cobrar prendas a su antojo y sin previo aviso. Por eso un atisbo de respeto y admiración recorría nuestro cuerpo al vernos tan cerca de aquellas transparentes aguas. Algunos de mis amigos, valientes y decididos, se acercaban resueltamente hasta “la roca de punta”, que era un escollo alargado, casi a flor de las aguas marinas, que presentaba su afilado remate hasta las vírgenes aguas, y sin más, se lanzaban desde allí en un simpático chapuzón. Cuando salían a la superficie, brazos al aire, con su voz mojada y atropellada, gritaban triunfantes:

-¡No cubre! ¡No cubre!

Y era verdad. La profundidad de aquellas aguas era muy escasa. Tanto que no cubría a un chaval de unos doce años. Esto, indudablemente, nos daba confianza y valor para imitar la hazaña de nuestro amigo. Otros, más prudentes, se dejaban envolver por las frescas aguas según iban descendiendo por las rocas.

Pronto la mar se llenaba de vocingleros muchachos que iban y venían chapoteando entre las aguas. Los chapuzones eran continuos, así como las risotadas y el jolgorio. Aquel lugar parecía tomado por la chiquillería.

Un día de julio del año 1972 quise ir a ver la “barcassa”. Por mi cuenta, sin decir nada a nadie.

Cogí las gafas de bucear, y con esta intención comencé a nadar hasta donde se suponía que yacía aquella barca hundida.

El mar estaba en calma. El sol se reflejaba radiante en las claras aguas. Mis amigos seguían bañándose junto a “la roca de punta” como si tal cosa. Yo, en cambio, seguía serio y decidido nadando con solvencia rumbo a la “barcassa”. De vez en cuando me sumergía y oteaba el suelo marino. En una de estas inmersiones vi que una mancha borrosa empezaba a tomar entidad frente a mí. ¡Era la “barcassa”! Subí rápidamente a la superficie para coger aire y poder contener mejor los pálpitos de mi corazón, e inmediatamente volví a sumergirme. Y entonces la vi. Allí estaba, allí reposaba aquel animalote de madera negro como el carbón, rebozado de formas marinas que le conferían una informe apariencia.

La “barcassa” estaba hundida a unos dos metros de profundidad, por lo que era sumamente fácil acceder a ella. Cuando estuve a su altura, me sumergí y entonces la vi con total claridad frente a mí.

Aquella embarcación parecía tragada por la arena. Maltratada por el tiempo, sólo se apreciaba con nitidez un trozo de lo que fue la roda que conformaba la proa de la nave, y algunas maderas de las amuras. El resto se adivinaba bajo la arena. El alma de la nave, sin embargo, estaba presente allí en todo su esplendor entre los restos del cuerpo de la embarcación.

La emoción que provoca el verse cara a cara con una barca hundida es comparable a muy pocas cosas.

Con cautela y temeroso de la majestuosidad de aquel navío cadavérico, me acerqué hasta él. La madera aparecía recubierta de organismos marinos y de algas que se movían con sensual ritmo al compás de la corriente marina. Un puñado de pálidos pececillos revoloteaban alrededor de los restos de la “mula” sin mirarme siquiera.

Con sumo cuidado y en silencio, recorrí la embarcación de proa a popa. Sus negras maderas, borrosas y palpitantes, parecían dormidas. Respeté su sepulcral letargo y me llegué hasta la punta de la roda. Y una vez allí, con total suavidad, me encaramé hasta alcanzar la superficie.

Mi cuerpo, mecido por las tibias olas que a duras penas me permitían guardar el equilibrio, se irguió ufano y levanté las manos al airé al tiempo que, dirigiéndome a mis amigos, que despreocupados evolucionaban cerca de la “roca de punta”, les grité fuerte y claro, con los pies apoyados en la áspera madera de la barcaza, que había descubierto “la barcassa”, al tiempo que una voz interior me gritaba que había escrito en mi memoria una página imborrable.

Mis primeras lecturas




Cuando echo la mirada atrás y quiero encontrarme con las lecturas de mi infancia, me tropiezo con montones de tebeos (ahora se llaman cómics) y un puñado de libros de aventuras.

Hoy quiero recordar aquellas publicaciones que me atraparon de pequeño.

La más lejana en el tiempo, allá a principios de los años sesenta del pasado siglo, era el TBO. El tebeo por excelencia. Salía cada semana. Y costaba tres pesetas, luego cuatro, más tarde, al final de la década, 5 pesetas, y ya a principios de los setenta alcanzó la friolera cifra de siete pesetas. Yo era adicto al TBO. No me perdía ninguna de las aventuras de “La famila Ulises”, de Benejam, que aparecía siempre en la contraportada. Así como las kafkianas desventuras que sufrían los personajes de Coll. O las tiras de Urda. O los amables chistes en recatadas historietas de Blanco; o los descabellados inventos del “profesor Franz de Copenhague”… que me hacían compartir risotadas con mis padres.

A todo esto, “El Capitán Trueno”, o “El Jabato”, o “El Guerrero del Antifaz”, o “Roberto Alcázar y Pedrín”, o “Hazañas Bélicas” que se compraban mis primos mayores y que de vez en cuando llegaban a mis manos, me introducían en un mundo de luchas y guerras donde la justicia existía, y ésta la impartía el sufrido protagonista de la serie.

Después, en los últimos años de los sesenta descubrí el mundo de las publicaciones de Bruguera: TIO VIVO, PULGARCITO, DDT, DIN DAN, GRAN PULGARCITO, y ya recién estrenada la década de los setenta, MORTADELO.

Eran todas ellas unas publicaciones, para mí, fantásticas. Los personajes y las series por entregas que aparecían en ellas, dejaron huella en mí. Tanto que aún puedo recordarlo con todo lujo de detalles.

Por lo que respecta a los personajes, destacaré por encima de todos la creatividad del sin par Francisco Ibáñez, creador de “Mortadelo y Filemón”, “Rompetechos”, “El botones Sacarino”, “Pepe Gotera y Otilio”, “13 Rue del Percebe”… le siguen Vázquez, padre de “Anacleto agente secreto”, Escobar, con sus tremendos “Zipi y Zape”, Segura, que dio vida a “La Panda” y “Rigoberto Picaporte, solterón de mucho porte”… y tantos otros…

En lo tocante a las series por entregas que aparecían en todas estas revistas destaca “Astérix”, del que se publicaron un montón de aventuras, “El Sherif King”, “El Teniente Blueberry” y “El Corsario de Hierro”.

Por esta época sentí la necesidad de compaginar estas alucinantes lecturas gráficas con “lecturas de verdad”. Es decir, libros. Y así tuve mi bautismo literario con una adaptación para jóvenes de “La isla del tesoro” de R L Stevenson que me fascinó. Luego descubrí a Julio Verne y leí con ilusión y deleite “Miguel Strogoff”, “Un invierno entre los hielos”, “Los hijos del capitán Grant”…

Eran años de infancia y preadolescencia. Años de magia, de candor y ensueños. Todos estos personajes y sus aventuras crecieron conmigo. Y por eso siguen ahí en un rincón de mis vivencias. Y ya nunca se irán.

Hoy, cuando abro un libro, casi sin darme cuenta llegan hasta mí esas lejanas sensaciones y emociones que me regalaron aquellos añejos libros y tebeos, y, mientras acaricio las tapas del libro albergo la secreta esperanza de reencontrarme con ellas.


Desde mi ventana


Hoy, desde mi ventana, he estado mirando a las gaviotas volar. Sus poderosas alas extendidas al aire, su pico altivo mirando al horizonte; las plumas, prietas, albas y grises, ondeando triunfantes al viento. Las veo deslizarse ufanas y gráciles a través del volátil y etéreo aire del mar.

¡Qué poderío despliegan estas aves en las aguas! ¡Qué envidia no poder volar como ellas!

Nunca se cansan estas cenicientas aves de pasar ante mis ojos. Tres gaviotas en férrea formación, ojo avizor en las playas litorales. Diez gaviotas aparecen después marcando el paso aéreo en sólida disposición. Una despistada gaviota les sigue timbrando la marcha con certeros aleteos. Ahora ha llegado un grupo de gaviotas, serias y dispuestas, planeando con una soltura que roza lo sublime, y se han ido difuminando de mi vista rumbo al sur. ¿Dónde irán? Todas estas volanderas aves van hoy hacia el sur. ¿Qué habrá al sur? Tengo que decir que otras veces, las gaviotas, todas las gaviotas, van hacia el norte. Pero hoy no. Hoy se dirigen firmes y decididas hacia el sur. Nunca sabré por qué. Pero a mí esto no me importa. Yo sólo quiero ver a las gaviotas volar. Quiero verlas pasear contra el viento, acariciando el aire de la mar; caminar con sus alas desplegadas a través de las invisibles sendas del cielo marino.

Me gusta mirar como vuelan las gaviotas. Las gaviotas son aves prudentes y sensatas. Nunca hablan con las personas ni las incomodan. Pueblan los cielos marinos como los peces pueblan sus aguas. Yo sé que se sienten parte del paisaje. Yo sé que su orgullo no es vano. Y sé que nos miran con cierto desdén. Pero yo no les hago caso. Sólo las miro volar por delante de la ventana de mi casa rumbo al sur. Y no sé dónde van.

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