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Feliz Navidad


Ya se pueden oír en la noche callada sus sordas pisadas. Vienen con paso leve y parsimonioso, como requiere la ocasión. Los árboles luminosos anuncian su llegada. La ciudad está llena de árboles de Navidad. Y cada vez que miro sus chillonas luces advierto el anuncio de venturosas jornadas. Ya no soy un niño, pero en un rincón de mi alma anida el niño que fui. Y siento que ya se acerca el día.
La Navidad, para mí, siempre ha sido una sucesión de días apacibles que tenían como colofón el día de reyes. El día de los juguetes. Han pasado los años a borbotones, y me he hecho mayor, y ya no espero los juguetes de mi infancia, pero la sucesión de las fiestas navideñas conservan en mí el recuerdo feliz de aquellas jornadas soñadas de mi niñez.
Por eso, cada vez que se acercan estas fechas me entran unas ganas tremendas de compartir mi estado de ánimo con las demás personas. Ya sé que no nos tocará el gordo tampoco este año, que, sin remedio, otra vez tendremos que asistir a cenas y comidas familiares, que la lista de la compra se dispara, que nuestros bolsillos se quejan de tantos regalos, que otra vez pensaremos un deseo en nochevieja que no se cumplirá, que se nos atragantarán las uvas, que nuestro estómago protestará de tantos excesos…
…Pero por encima de todo esto está la ilusión de haber vivido un año más con la misma esperanza de antaño. Esa que te hacía pensar que de verdad había alguien que velaba por nosotros y nos lo demostraba con un montón de regalos por nuestro buen comportamiento a lo largo del año. Nada es mentira, todo existe, aunque en fin todo sea un sueño, solamente un sueño.

Feliz Navidad a todos y todas y que el próximo año 2011 sea un año que os dé felicidad y buenas vibraciones a manos llenas.



El hombre triste


El hombre triste está sentado en un banco del parque. Su mirada no mira a ninguna parte porque es una mirada triste. Tan triste como las hojas que caen silenciosamente a su alrededor dibujando un mullido y crujiente suelo de color ocre. Pero él no dice nada. Sólo piensa y calla.
Esta mañana le he vuelto a ver en el parque. Estaba sentado en el mismo frío banco. Él solo, sin nadie que le acompañe. Le he visto más triste que ayer. No tiene amigos porque está triste. Y la tristeza no es buena compañera.
Unos niños ligeros y vivarachos corretean detrás de un oscuro balón. Sus blancas voces no alegran su negro semblante. El hombre triste de vez en cuando saca una botella de vino de su bolsillo y se la lleva a la boca. Una mueca de satisfacción ilumina por un instante su rostro. Luego, otra vez tristeza.
“¡Borracho…!” he oído que murmuraba con desprecio una grave señora al pasar junto al hombre triste sentado en su banco del parque.
El hombre triste soporta el frío de diciembre sin protestar. Nada espera del mundo. Sólo mira la vida pasar. Y entre trago y trago de vino peleón, como quien no hace la cosa, se atreve a soñar en remotos días de su lejana juventud. Y se pone más triste aún.
Se acerca la Navidad y el hombre triste sigue igual de triste.
Es de noche. Unas luces saltarinas verdes y amarillas brillan colgadas de la barandilla de un balcón. El hombre triste se las queda mirando y no dice nada. Sólo piensa y calla.
Es Navidad. Tiempo de alegría, piensa. Y se ríe entre dientes de pura tristeza, mientras musita:“..de alegría…”


Perro ladrador...


Andábamos paseando por el marjal del Grao de Castellón mi padre y yo una fría mañana de diciembre de hace muchos años. Tantos, que yo aún era un crío. En aquel tiempo solíamos acudir muy a menudo a pasear por los estrechos y terrosos caminos que forman un sinuoso laberinto entre las acequias que dominan el paisaje del marjal. El marjal es un sitio feraz, breve y exuberante de flora y fauna. En las estancadas aguas de las acequias atestadas de verdín, nadan libres y felices los diminutos jaramugos (samarucs en valenciano), croan alegremente las ranas saltarinas, y revolotean miríadas de insectos volanderos. En cada recoveco, una alquería. Y en cada alquería un perro ladrador que alerta de nuestra inofensiva presencia.
Al doblar un camino advertimos una alquería que tenía la valla abierta. En su interior había un perro faldero que, atado a un árbol, se desgañitaba en agresivos ladridos, que iban sin duda dirigidos hacia nosotros. ¡Caramba con el perrito! ¡Qué furia! ¡Qué violencia! Es verdad que era pequeñito, pero a nosotros nos imponía serio respeto aquellos desgarrados ladridos. Menos mal que está atado, pensé. De lo contrario este animalucho sería capaz de atacarnos. Nos quedamos mirándole. Cada vez ladraba con más rabia. Nosotros, protegidos por la seguridad de la cuerda que ataba al chucho, nos sentíamos al margen de su ira. Y, no sé si por morbo, o por alguna otra cosa, seguimos allí, delante del perro, a escasos metros de él. El perro ladraba, gruñía sin parar y daba saltos inútiles en busca de zafarse de su atadura. Sus afilados dientes, que daban dentelladas al aire, aparecían recubiertos de blanco espumajo. Aunque era pequeño, daba miedo, la verdad.
Y de pronto, sucedió. La cuerda que ataba al perro se rompió, y el perro quedó libre.
No sé si nos sorprendimos más nosotros o el perro. Nosotros quedamos helados, quietos y muertos de miedo. Esperando el inmediato ataque del perro. Pero el perro también se sorprendió. Quedó serio, callado, y, súbitamente, dócil, como desarmado. Echó una rápida mirada hacia nosotros, luego miró la maltrecha cuerda que le sujetaba hasta que se rompió, y después de esto, dio media vuelta, y chillando amargamente como si alguien fuera a pegarle, huyó y desapareció entre el espeso follaje del marjal.
Mi padre y yo nos quedamos quietos, atónitos… y aliviados.
Entonces, mi padre, con grave semblante, recuerdo que dijo estas palabras, que en su momento no entendí y que ahora creo entender:
-¿Te has dado cuenta, Miguel? Se ha comportado como muchas personas…

Adaptación hedónica


En su libro “La ciencia de la felicidad”, la profesora de Psicología en la Universidad de UCLA Sonja Lynbomirsky hace referencia a lo que ella llama la “adaptación hedónica”.
En pocas palabras la “adaptación hedónica” vendría a ser que el ser humano se cansa, o mejor, se acostumbra, tarde o temprano a los estados placenteros o felices.
Si el sueño de nuestra vida ha sido tener un trabajo como el que tenemos, a la larga esta situación de satisfacción por nuestra tarea laboral se va diluyendo, y acaba uno por perder el interés que un día tuvo. El trabajo se hace rutina, y se pierde la felicidad de un principio. Este sería un ejemplo de la adaptación hedónica, pero podríamos poner muchos. En resumen, el placer y la felicidad, se agotan por sí solos. Hay que ir refrescando las circunstancias que rodean al hecho que en un momento dado nos produjo felicidad. Pensemos en cualquier tipo de placer y veremos que la repetición mecánica y exhaustiva del acto que nos produce placer, acaba por aburrirnos. La clave está pues en la renovación periódica. Y lo mismo nos pasa si hablamos de felicidad. Un estado de felicidad no puede tener los mismos condicionantes siempre. Vale como muestra el mencionado ejemplo del trabajo. Yo siempre quise dedicarme a la docencia. Y a ello es a lo que me dedico. Pero os tengo que decir, que de aquel maestro que empezó a ejercer su profesión allá recién estrenada la década de los ochenta del pasado siglo queda bien poco. Y aún afinaré más la nota. Sólo me parezco en lo esencial al profesor del curso pasado. Y es que cada día me voy renovando. Aún tengo ilusión por ver si mañana les cuento algo nuevo sobre el tema que estamos dando. Como si fuera la primera vez. Esto me demuestra que la felicidad que yo he alcanzado en mi profesión es gracias a esta continua búsqueda de nuevos horizontes. Tengo compañeros que están hastiados de la docencia. Que dicen que empezaron con mucha ilusión, pero que ahora la han perdido. Lo que les pasa a estos compañeros es que se han vuelto acomodaticios, y no han renovado la ilusión. Entonces a fuerza de repetir rutinas han perdido la felicidad. Han sido víctimas de la “adaptación hedónica”.
¿Qué os parece esta teoría? ¿Estáis de acuerdo? ¿Os pasa eso a vosotros?

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