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Pensamientos a propósito del cambio de año



Siempre que se acerca el fin de año tengo tendencia a mirar hacia atrás. Y hacia delante. Y también me gusta recrearme en el momento sublime del paso de año, es decir, me gusta el presente.
Por eso en estas fechas soy muy proclive a poner encima de la mesa los tres estadios del tiempo: el pasado, el presente y el futuro.
Yo me paso mucho tiempo echando la vista hacia etapas de mi vida pasadas. Pero lo hago sin nostalgia. Pretendo soñar aquellos tiempos pretéritos en el mejor sentido de la palabra soñar. No es bueno anclarse en el pasado y decir aquello que cualquier tiempo pasado fue mejor. Porque esto no es así. Lo que sí es cierto es que cualquier tiempo pasado, fue anterior. Y ya está. Y desde ahí se puede recordar. Es bonito recordar y transformar en material somnoliento estas vivencias. A mí, por lo menos, me gusta.
También soy partidario de aferrarme a los hechos cotidianos, a los aconteceres actuales. Y vivirlos como si fuera lo último que voy a vivir. Cada momento tiene su magia, y el presente te ofrece la posibilidad única de hacer uso de este devenir, de este vertiginoso presente que no tiene vuelta atrás.
Y por último, amo el futuro. Me ilusiona y me apasiona mirar a lo lejos del tiempo y verme allí. Y me gusta crear espacios y circunstancias que conviven conmigo. Unas son buenas y agradables, y otras, no tanto, pero me veo vivo y feliz junto a los míos, y esto me lleva a un estado de fortaleza mental difícil de explicar.

Y vosotros, ¿en dónde os quedáis, en el pasado, en el presente, en el futuro… o en los tres…?

Lucecitas navideñas



Las bombillitas de color verde y rojo y azul del árbol de navidad palpitaban silenciosamente dibujando breves pinceladas luminosas en el pequeño salón-comedor. El árbol navideño lo había traído mi padre del cercano pinar (eran otros tiempos…). Y con feliz ilusión lo habíamos adornado mi padre y yo cuando mi madre estaba en la cocina preparando la cena.  Ahora, mientras yo miraba el algodonoso muñeco de nieve que pendía de una pequeña rama del árbol tocado de un negro sombrero y armado con una  graciosa escoba, mi padre me dice que si le quiero acompañar al muelle. Yo enseguida le digo que sí. Mi madre se apresura a decirme que me abrigue, que hace mucho frío y que vaya con mucho cuidado, que es de noche.
Cuando llegamos al puerto, la soledad silenciosa del muelle nos atrapó de lleno.
La “Dolores”, este era el nombre de nuestra barca, nos estaba esperando como un perrito fiel amarrada al muelle con su proa al aire.
Mi padre me dijo que me quedara quieto apoyadito a la pared de la lonja y que no me moviera, que él tardaba un minuto.
Lo vi subir con solvencia y resolución a la “Dolores” y desapareció en la oscuridad.
Yo me quedé solo frente a las barcas, que cabeceaban lentamente en el muelle.
Primero fue el rumor acuoso y pesado de las olas del interior del puerto que acariciaban las orondas panzas de las barcas y la dura pared de la riba. Parecía la respiración de un gran animal.
Después fueron las luces. Millones de lucecitas siderales que moteaban el firmamento negro y misterioso. Parecían miríadas de ojos que latían en la lejanía, pero que me miraban con alegría. Y luego estaban las filamentosas luces que dibujaban sobre el mar temblantes hilos verdes o amarillos o rojos.
Yo me sentía solo, solo y dichoso. Y casi sin querer quise ver algo mágico en aquellas luces y aquel sordo ruido. Y fui feliz al pensarlo. Y en tanto esto pensaba, de entre la oscuridad apareció la figura de mi padre, que con agilidad felina saltó a tierra y se dirigió a mí.
-¿Verdad que no he tardado nada?
-¿Hacemos una carrera hasta casa…?
-¡Vale!

Reunión del Departamento de Lengua Castellana



Estoy corrigiendo exámenes en la sala de profesores. En la mesa de al lado están sentadas las profesoras del Departamento de Lengua Castellana. Bueno, he dicho “sentadas” y no “sentados” porque son cinco profesoras y un profesor. Hay, pues, abrumadora presencia femenina, por lo que no creo que se me ofenda Jorge (el único componente del género masculino del Departamento) si utilizo el femenino.
Mis alumnos no estudian, mecachis en la mar.  A este le tendré que suspender… Es que prácticamente no ha acertado ni una…
Sin querer oigo los comentarios de mis compañeras y compañero. Es una conversación amena y distendida. Yo sigo a lo mío. Ahora hay alguien que me da una alegría. ¡Ha contestado todas las preguntas correctamente! ¡¡Un diez!!
Irene, la jefa del Departamento, está intentando redactar las conclusiones de lo que se está debatiendo con total desenfado. Entre risas, la prosa surge enrevesada y poco eficaz. Así no. Hay que cambiar el matiz, observa Jacinta. A lo mejor, añade María, si quitamos este vocablo que suena tan académico por otro… pero lo que importa es que se entienda bien, apunta Gemma. Hay risas de complicidad y, casi, de desidia. Juliana tiene que irse. Una de las conserjes le avisa de que la madre de un alumno le espera para entrevistarse con ella. Se va. La reunión continúa. En realidad, lo que se está tratando  es un tema banal y rutinario. La bonhomía y hasta una pizca de guasa presiden el ambiente. El borrador del documento lo tienen casi listo. La jefa del Departamento lo lee. Jorge, muy agudo, apunta que como buenos europeos del sur que somos, estamos consiguiendo decir muy poco con muchas palabras. Hay que ser más precisos. La norma tiene que quedar clara. Pero no se aclaran. Se ríen. Yo, sin levantar la cabeza de mis exámenes, todo serio, sigo corrigiendo. Y pienso que mis compañeras y compañero se lo están pasando bien. Y yo creo que esto en mi departamento, el de Ciencias Sociales, no sería posible. A estas alturas ya habría habido alguna palabra más alta que otra. Pero aquí la reunión discurre fluida y sin problemas. Me dan un poco de envidia. Ojalá en mi departamento se pudiera expresar libremente la opinión de cada uno con este desenfado y esta espontaneidad, pero no. Allí hay que medir las palabras. La seriedad preside las reuniones. Y esto a mí no me gusta. Odio las conductas oficiales y encorsetadas. Y me encanta la libre expresión del corazón en forma de miradas, gestos y palabras. Como en este Departamento. Calla, que parece que ya han logrado, por fin, acertar con el texto adecuado y definitivo. Lo lee la jefa. Y todos aplauden. ¡Bien! Ha quedado de maravilla…

I concurso de microrrelatos ACEN


           Momento en que Tomás Hevia, el ganador del Concurso de Microrrelatos, leía su microrrelato.

Este sábado ha tenido lugar en la librería de Castellón “Argot” la presentación del libro de microrrelatos “Bocados Sabrosos”. Este libro ha sido el producto de un concurso de relatos que desde ACEN (asociación cultural de escritores noveles) se lanzó este verano pasado. Mi hija (Marta Senent), que es la directora de ACEN, junto a Amelia (poeta) y Laura (la presidenta de la Fundación Borja Sánchez) presentaron el acto.
Se recibieron más de mil microrrelatos de todo el mundo de habla hispana. Y se seleccionaron 300, que son los que conforman el cuerpo del libro “Bocados Sabrosos”. Marta dijo que los beneficios de la venta de dicho libro irán destinados a la Fundación Borja Sánchez, que se dedica a ayudar a los niños de cero a ocho años con parálisis cerebral. Por eso, en el acto de la presentación acudieron varios niños afectados con este síndrome.
Después de las palabras de rigor de las presentadoras se procedió a la lectura por parte de sus autores de algunos de los microrrelatos seleccionados. Cada autor leyó su relato acompañado de un niño. Y al final se procedió a la entrega del diploma y el lote de libros al ganador, que resulto ser Tomás Hevia, que vive en Madrid, y vino ex profeso desde la capital de España a Castellón a recoger su premio.
A continuación voy a poner algunos de los microrrelatos que se pueden encontrar en este libro:

INTENCIONES BREVES  por Laia Terrón

Dormía sin dormir, soñando con intenciones.


MALA SOMBRA por Mª Cristina Menéndez

Lo confieso, aquel día le pegué a mi sombra… jamás soporté que se creyera más grande que yo.

SUEÑOS por Rodrigo Carretero

Los sueños acaban despertándose uno.

IRREMEDIABLE por Rafael Blanco

Traicionó nuestra amistad y jamás me lo perdonó

CON SENTIDO por Javier Ramos

Después de todos esos intensos años, un día, por fin, empezamos a desconocernos. Desde entonces nos amamos con desmesurada pasión.

CUESTIÓN DE PIERNAS por Arantxa Esteban

Aquel día se levantó con una sensación agridulce. Había conseguido lo que más deseaba, ganar la carrera. Había sido gracias a que había cambiado sus piernas de carne y hueso por unas prótesis de carbono de última generación. Y ahora, su vecino poseía sus propias piernas… y le dolían a él.


Y el vencedor del concurso:

IN MEMORIAM por Tomás Hevia

Me enseñaste a nadar a la orilla del Tajo. Y a saber distinguir entre la seta sabrosa y la venenosa. Aprendí de ti qué es la dedicación, la paciencia, el trabajo. Supe contigo lo que significa ser un hombre. Mis mejores memorias son contigo, aunque tú ya no puedas ni recordar mi nombre.


Aquí me tenéis leyendo un microrrelato acompañado de uno de los niños que asistieron a la presentación

La cerradura


Hoy se ha roto la cerradura de la puerta de mi casa. He llamado al cerrajero y ahora está arreglándola. Lleva hurgando en la puerta desde las cuatro de la tarde. Son más de las siete y aún no ha terminado. Desde la salita donde tengo el ordenador se escuchan los murmullos metálicos del cerrajero. Oigo pasos silenciosos por el pasillo. Acaba de llegar mi mujer. Me dice que se ha encontrado con una compañera de su escuela. Me cuenta mi mujer que le ha dicho que este viernes tienen una cena. Mi mujer no va a esta cena. No va porque es una cena solo para mujeres separadas.  Me explica que en su escuela hay muchas mujeres separadas. Y me cuenta que en todos los casos el causante de la ruptura fue el marido. El marido, que se fue con otra más joven. Me especifica algunos casos concretos: Pepa, que ronda los sesenta años y que lleva cinco separada. Su ex marido está con una chica de treinta. Begoña, de cuarenta años. Su marido la dejó por una alumna suya (del marido, se entiende) veinteañera. El era el director de su tesis doctoral. Ana, de cincuenta y pico. Hace diez años su marido se fue a Lleida a vivir con una amiga de su hija. Carmen, de sesenta y pico años. Separada desde hace veinte. Nada sabe de su marido en la actualidad, solo que la dejó por una jovenzuela rumana que les limpiaba la casa. Parece ser que viven en Madrid.
El cerrajero me llama. No se aclara. La cerradura tiene unos tornillitos dentro que dice que le impiden poner el bombín. Yo no entiendo de cerraduras. Me dice que tiene que llamar al jefe para que le ayude a solventar el problema, pero es tarde y no podrá ser hasta mañana. Yo me quedo pensando…

La dinastía Borbón y la Crisis


En clase de Sociales solemos hablar de muchas cosas. No siempre, ni mucho menos, nos ceñimos escuetamente al programa. A veces surgen temas sociales que abordamos con toda la naturalidad del mundo. Me gusta aclarar y aplacar a mis alumnos en sus fervientes y firmes ideas, porque es que son como caballos desbocados que no saben de cercas ni de monturas. Lo suyo es galopar salvajemente por este mundo saltándose todas las ideologías habidas y por haber. Por eso, cuando advierto en alguna pregunta o en alguna respuesta algún atisbo de rebeldía o de tirar por el camino de en medio, doy un viraje en la marcha de la clase y me centro en resolver los nacientes conflictos, si es que es posible. En la mayoría de las ocasiones mi misión se reduce a pulir ideas y explicar conceptos que no tienen nada claros.
El otro día fue la monarquía. Siempre que surge el tema de la monarquía hay polémica. Una parte no comprende su misión. Que para lo que hacen mejor que se vayan. Otros, abiertamente son republicanos. Y luego están los que sí, que les gusta esto del rollito social que supone la familia real, pero estos siempre acaban con lo del machismo por preferir la línea masculina a la femenina. Pero el otro día, lo que estaba sobre la mesa no era concretamente la monarquía, sino la dinastía. Les había explicado la Guerra de Sucesión, la lucha entre Austrias y Borbones y todo lo que esto supuso para España y particularmente para la Comunitat Valenciana y Catalunya. Y a partir de ahí di un salto en el hilo del relato y me situé en el presente. Les dije que aquello que pasó hace poco más de trescientos años tenía una repercusión actual. Y entonces quise rutinariamente preguntar a alguien de la clase, más que nada, por mantener la atención de lo que estaba explicando:
-A ver, Lorena, ya sabemos que la dinastía que tenemos ahora, la que encarna el rey Don Juan Carlos I es….
Y Lorena se me quedó mirando como no sabiendo qué contestar.
-Si, Lorena, te pregunto que cuál es la dinastía de la monarquía española que hay ahora.
-…Es que no me sale el nombre…
-Pero si lo habrás oído muchas veces por la tele…
-Si, sí, ya me acuerdo… es… es… ¡LA CRISIS! 

¿Decisión acertada?


Fue un viernes por la mañana. Jose (sin acento en la e) tenía necesidad de ir a su banco a sacar dinero. Solía ir al cajero automático de su banco porque además de pillarle cerca de su casa, “esta entidad no le cobraba nada por esta operación”. Y así hizo. Se acercó a la pantalla del ordenador y puso su tarjeta en el sitio oportuno, pero la ranura parecía que estaba atascada pues tenía dificultades al introducirla. Lo intentó una y otra vez sin resultados favorables, y cuando ya estaba a punto de dirigirse hasta el mostrador y exponer su problema, se dio cuenta de algo. En la bandeja donde se deposita el dinero había un montón de billetes. O eso le pareció ver. Sin pensarlo dos veces lo cogió. Y sí, eran billetes relucientes de cincuenta euros. Miró hacia un lado, miró hacia otro… todo normal. Y él con un fajo de billetes en la mano que no eran suyos. De pronto se sintió incómodo. Los billetes parecían quemarle en su mano. Los miró ¿cuánto había allí? Los contó. 600 euros. Alguien había cometido un terrible despiste. Se había ido sin recoger el dinero. Y él se lo había encontrado. Se acordó de Marc, su cuñado, que según le contó, un día, con las prisas se dejó 300 euros en la bandeja del cajero automático. Claro, que cuando se dio cuenta del despiste, acudió rápido al banco y se los devolvieron, porque parece ser que el cajero si no se recoge el dinero, se bloquea… Era verdad. Eso lo había comprobado él. El cajero automático estaba bloqueado porque alguien se había dejado 600 euros.
Lo tuvo claro. Se iría con el dinero bajo el brazo a la caja y daría cuenta de su hallazgo. Así, si viniera alguien preguntando por los seiscientos euros, se los darían sin ningún problema.
Se puso en la cola. Había seis personas delante de él.
Jose se sentía ahora tranquilo y hasta casi se diría que feliz.
La cola avanzaba muy lenta. Jose no hacía más que mirar a todas las personas que entraban en el banco. Esperaba que de un momento a otro hiciera su aparición alguien con el rostro desencajado y con una desmedida ansiedad por recuperar lo que era suyo.
Pero nada. La normalidad y el tedio presidían la cola y la estancia del banco.
Ya solo había dos personas delante de Jose.
Miró como quien no hace la cosa la melena abrupta y salvaje de la mujer que le precedía. Parecía extranjera. Esto lo dedujo sin ningún tipo de fundamento. Pero no importaba. Lo que de verdad importaba era la cantidad de dinero que él había rescatado del cajero hacía a penas unos minutos.
El tiempo pasaba lento. Nadie parecía estar al corriente de lo que llevaba Jose entre manos. Los semblantes de las personas que iban y venían por el interior del banco no denotaban otra cosa más que normalidad. Los empleados iban a lo suyo. Jose no hacía más que mirar hacia atrás por ver si descubría algo significativo. Pero lo cierto era que  la tranquilidad y la rutina reinaba en el banco.
Ya le tocaba. Un empleado con gafas y con poco pelo, casi se diría que calvo, pese a su lozana edad, le estaba preguntando algo:
-…Usted dirá.
Jose dudó por un instante.
-…Es que…
Y no terminó la frase. Miró a un lado, miró a otro y, con renovadas fuerzas dijo:
-Es que quería ingresar en mi cuenta estos quinientos euros.

   

Verbos irregulares

Ahora que se acercan las elecciones generales es común encontrarse con gente indecisa, con personas que no saben muy bien hacia donde decantar su voto, y esto provoca discusiones más o menos viscerales (el otro día, en un bar oí a alguien que decía con altisonante vehemencia que él antes votaba a un ladrón que a un socialista…) Pero últimamente está apareciendo en el ámbito electoral la figura del desencantado. Del desencantado con la democracia al uso, se entiende. Y esto provoca en algún sector del electorado una suerte de elector rebelde que no acepta el sistema.
Y ahí es donde se puede encuadrar al protagonista de este post.
Jesús había sido siempre un fiel votante. Siempre había votado a los suyos, porque eran los mejores según él. Los que mejor podían afrontar los graves problemas en que estaba sumido su país. Esto siempre lo había tenido claro en todo el tiempo que llevaba su país en eso de la democracia. Pero ahora, tras los últimos movimientos populares ya no lo tenía tan claro.
Se había contagiado. Y se había vuelto rebelde. Ya no creía en nadie. Estaba desesperado. Quería rebelarse, mostrar su descontento; pero con las armas de la democracia no veía el medio. Y se puso a pensar, y pensar… y al fin halló contra quién luchar, contra qué sublevarse. Y una tarde se lo dijo a su mujer.

- Cariño, ya lo tengo claro. Voy a rebelarme contra los verbos irregulares. Había pensado primero si no fuera mejor hacerlo contra las conjunciones copulativas, pero ellas, aunque tienen un nombre un tanto libidinoso, cumplen su función. Pero los verbos irregulares… ¡Malditos sean! ¡Yo los desafío! ¡Me enfrento a ellos! ¡No quiero pertenecer al rebaño que sin lógica alguna comulga con sus irregularidades!

Así dijo. Y su mujer se quedó parada sin saber qué contestar. Pero eso a Jesús le daba igual. El estaba satisfecho con su decisión y pensaba llevarla a cabo desde hoy mismo. Y así hizo. En su habla todos los verbos se convertían en verbos regulares. Así demostraba su individualismo, su lógica, su sensatez. Su rebeldía. Su no pertenencia a ningún bando adocenado.
Pero desde aquel día se dio cuenta de que la gente le miraba extrañada, incluso le miraba mal. Algunos se reían.


Y maldijo desde lo más hondo de su ser a los verbos irregulares….





Una presencia en el día de difuntos

A Pablo no sabía bien por qué razón no le gustaba quedarse solo en casa el día de difuntos. Pero como tampoco le gustaba ir al cementerio, se fueron su mujer y sus dos hijos al cementerio y se quedó solo. Se puso delante del ordenador y empezó a navegar por Internet. La habitación estaba en silencio. Desde la calle le llegaban sonidos de imprecisa naturaleza. Nada parecía perturbar aquella soledad silenciosa.
De pronto sintió algo a su espalda. No sabría precisar si era un ruido o algo parecido. Pero estaba seguro de que algo había detrás de él. No se atrevió a girar la cabeza por miedo. Y siguió pasando pantallas en el ordenador como un poseso. Recordó que en casa no había nadie más que él, y esto siempre le había puesto un poco nervioso. Pero a su edad, pasados los cincuenta, eso no era más que una chiquillada. Los fantasmas y los espíritus no existían. De pequeño no lo había tenido nada claro, pero ahora...
De todas maneras podría jurar que junto a él, a un palmo de su cogote, había alguien. Ahora podía distinguir perfectamente su respiración. Y mientras notaba que una gota de sudor se deslizaba por la sien, intentó sosegarse. Imposible. Una presencia se estaba manifestando a su espalda. Y Pablo no tenía valor para plantarle cara. Seguía con la cara pegada al ordenador como buscando una ventana por donde escapar. Estaba seguro que lo que había a su lado le era familiar. Lo sabía por el olor. Era aquel olor que siempre notaba en el ambiente cuando de pequeño entraba en casa de su tía Adela.

Ahora podía adivinar claramente que unos pies se arrastraban por encima del parqué. Iban y venían. Se acercaban y se alejaban. De pronto silencio. Solo se oía el inquietante pálpito de un aliento cercano. Pablo sudaba a mares. Los dedos le temblaban. Su mente se nubló. Y armándose de valor se propuso girarse y darse cuenta de que todo esto que estaba pasando no era real, sino que todo eran imaginaciones suyas.


Y entonces se giró, y…..AAAAHHHGGGGGG!!!!!!!.......

Un "no post"




Estoy solo en casa frente al ordenador. Me he puesto la música, como siempre. Hoy tocaba Pink Floid… Intento escribir un post, pero no puedo. Estoy inquieto. Quiero concentrarme, pero mi mente está abierta de par en par; y a ella fluyen llegados de todas partes confusos parloteos que no hacen más que confundir mis intenciones. Siento la música plácida de “Shine on you crazy diamond” y me dejo llevar por ella, pero no sé qué escribir. La blanca pantalla de mi ordenador parece quejarse de mi falta de inspiración. Y cada vez está más pálida. Más vacía. Mis dedos están torpes y teclean palabras anodinas que construyen frases sin gracia alguna.


Intentaré dirigir mis pensamientos hacia lugares y tiempos felices y feraces. Sí, eso haré. Pero no hallo más que divagaciones aburridas y fútiles reflexiones. Nada me satisface. Solo el sincopado tema musical de los Pink Floid alegra mi espíritu y me induce a seguir buscando las palabras oportunas.


De pronto, perdido en este infinito mar de la sequía de palabras, me siento seducido por ella. Esta aridez me proporciona una extraña confusión que me hace apartar mis dedos del teclado y sumirme en un letargo vivaz.


Otro día escribiré un post…

La firma



Una tarde miraba los libros que tengo guardados en un baúl del trastero. Siempre me ha gustado revolver el pasado, no me conformo con soñarlo, a veces, siento la necesidad de palparlo. Por eso disfruto revisando mis manuscritos y mis libros añejos. Soy feliz oliendo el sabor a tiempos pretéritos… ese olor inconfundible que llevan escrito en sus entrañas las hojas marchitas y macilentas de los vetustos libros que épocas pasadas brillaron rutilantes en un escaparate o en una estantería de mi casa, y hoy duermen sumidos en un casi diría cruel olvido.
Llegó hasta mis manos una libreta de cuando era un adolescente. Era un cuaderno de matemáticas de tercer curso de bachillerato. El polvo cubría sus hojas infundiendo en aquellos pardos papeles una manifiesta gravedad. Como quien desempolva un cofre de un tesoro, limpié las tapas y las hojas de la libreta. Miré la caligrafía vivaracha y atropellada que observaba aquel chaval que fui. Leía con delectación aquel legajo que tenía entre mis manos cuando al pasar una página me encontré con un montón de firmas mías. Y digo mías porque eran casi iguales a mi firma actual. Estudié las firmas y vi que la de hoy es más estilizada, menos barroca. Más simple, no tan farragosa… Pero en el fondo es la misma firma. Solo que el paso implacable del tiempo ha ido afinando la nota hasta convertirla en la firma firme de mis últimos treinta años. Una firma que alcanzó su adultez hace varias décadas y que desde entonces no ha variado ni un ápice. Ni pienso que ya lo haga.
Gracias a aquella libreta acerté a saber en qué momento de mi vida opté por esta rúbrica y aquellas ilegibles palabras que componen mi signatura. Y de eso hace unos cuarenta años.

¿Y vosotros, os acordáis de cuando adquiristeis la firma que tenéis ahora…?

Síndrome de abstinencia


Aquella mañana Jorge salió de su casa con la prisa metida en el cuerpo. Eran ya las ocho menos cinco. Tenía el tiempo justo de tomar el autobús de las ocho, para, con un poco de suerte, llegar al trabajo a las ocho y media.
Cuando llegó, ya estaba allí el autobús. Subió y se sentó junto a una señora de mediana edad que, muy seria, miraba hacia ninguna parte. Dentro del autobús nada es definitivo, todo es un puro trámite: las caras desconocidas, los viajeros atribulados, las personas raras, incluso las chicas guapas… Esto pensaba Jorge cómodamente sentado en su asiento. Su mente estaba tranquila y sosegada. En cada parada se renovaba medio autobús, gente que subía y gente que bajaba. El seguiría hasta el final. No había prisa.
Como quien no hace la cosa se palpó mecánicamente el bolsillo de su pantalón. Y de pronto dio un respingo. Su mano fue frenética hacia el otro bolsillo. Tampoco. Tampoco estaba ahí. Se quedó mirando al frente absorto en sus pensamientos. Solo fue un instante. Rápidamente abrió la cartera y revisó atolondradamente su interior. Nada. Allí tampoco estaba. Su cara palideció mientras su frente aparecía perlada de gotitas de sudor frío. Se sintió perdido. No había escapatoria ni solución posible. El autobús ya estaba llegando al punto de trabajo. Se aflojó el nudo de la corbata y se desabrochó la chaqueta porque tenía calor. Una sensación de ansiedad horrible le atenazaba y no podía estarse quieto. La señora que tenía a su lado le miraba de soslayo. Se sentía observado y esto aún le ponía más nervioso. Se imaginaba en su delirio que estaba metido en una pecera donde veía la vida pasar, pero donde no existía la posibilidad de comunicarse con el resto del mundo.
El autobús llegó a final de trayecto. Jorge no tuvo más remedio que bajarse. Comprobó que las piernas le flojeaban y el sudor chorreaba ahora por su rostro. “Así no puedo ir a trabajar”, pensó. Pero sacó fuerzas de donde no había, y, palpándose los bolsillos de los pantalones y de la chaqueta como un poseso una y otra vez, llegó hasta su lugar de trabajo. Estaba peor. Comprobó que tenía dificultades al articular las palabras cuando intentó dar los buenos días a la recepcionista. Un compañero de trabajo se le acercó y le preguntó si se encontraba bien. Jorge con un hilo de voz dijo que no estaba muy bien. Y mientras se revolvía los bolsillos con desesperación, acertó a decir entre lágrimas “Necesito ayuda…”
Se acercaron un par más de compañeros y rodearon a Jorge. Jorge se sentó abatido en un sillón mientras se tapaba la sudorosa cara con las manos.
Alguien dijo: “¡Hay que llamar a un médico!” Entonces apareció el director y tomó la palabra mientras todos se apartaban dejando frente a frente al director con Jorge.
-¿Qué le pasa Rodríguez?
Y entre sollozos dijo:
-Es que he salido de casa ¡sin el móvil! ¡Me lo he dejado en casa! ¡¡Voy por el mundo sin móvil!! ¡Nunca he estado tanto tiempo sin el móvil, me siento solo! ¡Ayuda…!

Enigmática llamada


Los tibios rayos solares del declinante verano invitaban a pasear frente al mar, y a sentarse en una terracita junto a la playa. Así hicieron Andrea y Jaime. Y poco antes de comer decidieron tomarse unas cervecitas en un bar cercano a la arena de la solitaria playa.
Jaime y Andrea aún estaban veraneando en el apartamento que tenían en Benicàssim. Su hija se había quedado sola en su piso de Castellón.
En la mesa de al lado había un señor de grave porte. Solo. De gafas oscuras y barba encanecida por su mediana edad. Un vaso de wisky presidía su mesa.
Jaime y Andrea departían felizmente al socaire de las gaviotas volanderas y la brisa amable de mediodía.
En un momento determinado oyeron la solitaria voz del hombre de la mesa de al lado. Estaba hablando por el móvil. Era una voz reposada y bien modulada. Les llamó la atención su dejo particular. Parecía extranjero. Tal vez de algún país del Este de Europa. No le dieron demasiada importancia hasta que oyeron claramente que decía:
-…Si nadie se va a enterar. Tú me abres la puerta y el resto corre de mi cuenta. Tienes que saber que te he seguido desde que te vi. No importa cuándo ni dónde. Y que te he deseado desde entonces. Y que fue relativamente fácil hacerme con tu número de móvil. Y que tengo muchas ganas de estar dentro de ti. No, no… ya sé que no me conoces, pero para ti es mejor que no me conozcas. Tú, ya te digo, tienes que dejar que yo haga. Si no… será mucho peor para ti.
Jaime y Andrea callaron y aguzaron el oído. Parecía el guión de una película de acción donde alguien de la mafia del Este extorsionaba a una jovencita. La verdad es que no sé si el morbo o la prudencia, o el miedo, les obligó a seguir callados y a escuchar lo que decía aquel enigmático personaje.
-Si tú quieres la cosa irá bien. Será cuestión de media hora. A lo mejor un poco más. Pero esto será así si no pones dificultades. Tienes que saber que no me gusta que me lleven la contraria. Y siempre, siempre, me salgo con la mía. Por las buenas o por las malas. ¿Me oyes? ¿Qué respondes? En poco más de un cuarto de hora aparco el coche frente a tu piso. ¿Qué te pasa? ¿Estás llorando mi niña…?
Andrea y Jaime, ajenos, pero próximos a lo que estaba sucediendo, se miraban y no sabían qué hacer. En un principio pensaron que se trataba de una broma, pero ahora estaban pensando seriamente que alguien podría estar en un aprieto, pero no sabían nada. Por lo tanto no podían actuar de ninguna de las maneras.
Entonces vieron que aquel señor se levantaba y salía del bar.
Se miraron sin hablar. ¡Qué hacer! Nada. Nada había que hacer porque esto era algo que se les escapaba de su ámbito de actuación.
Y entonces sonó el móvil de Jaime.
-Sí, cariño- era su hija- ¿pero qué te pasa? no te entiendo, no llores y cuéntame qué te pasa…¿qué dices…? ¿Que te acaba de llamar por teléfono un señor con acento extranjero que no conoces de nada y que te ha dicho que viene enseguida hacia tu piso…?

Las nuevas tecnologías entran en la enseñanza


Acabamos de empezar el curso. Estos primeros días son días de reencuentros y caras nuevas. De nuevas ilusiones y viejas estrategias. De retos y propuestas. De esperanza, en definitiva.
Cada año hay insospechadas novedades. De todo tipo y de todos los colores.
El primer día, a la hora del recreo entré en la sala de profesores y vi una nota que había escrito la jefa de estudios que decía: “el viernes a las 11 reunión del equipo docente de primero E”. Nos reunimos y nos comunicó que había una niña en este curso que estaba enferma de cáncer. Que seguía un tratamiento bastante agresivo y que no podía venir a clase. Entonces sacó un ordenador portátil y nos dijo que esto sería nuestra herramienta para podernos poner en contacto con ella. Ante la expectación y el asombro de todos y todas los que estábamos allí, sacó una cámara y la aplicó al ordenador. Y nos dijo que con esta cámara seguiría desde su casa nuestras explicaciones y evoluciones en el aula. Que como tenía acoplados unos altavoces nos oiría y nos vería perfectamente desde su casa a través de la pantalla de su ordenador. Podríamos enfocar hacia la pizarra o a nosotros. A los compañeros nos aconsejó que no les enfocásemos por aquello de que son menores de edad. Total, que desde su casa podría seguir perfectamente nuestras explicaciones.  
Me quedé gratamente sorprendido y dispuesto la semana que viene a iniciar la clase con el ordenador. Me quedé pensando entonces en las nuevas tecnologías. Esto hace poco tiempo (muy poco tiempo) habría parecido cosa de brujas, y hoy es una realidad. Y la tecnología no para, sigue. ¡Bien por los avances tecnológicos! 

Política y trabajo

Paseando por la playa me encuentro con una compañera de trabajo a la que no veía desde hacía tiempo. Nos contamos un poco qué había sido de nuestras vidas, y sobre todo, qué tal le iba en el instituto. Bien, me dijo, en líneas generales. Pero puso mala cara al recordar que este año pasado había llegado un compañero que estaba muy metido en política. Y que no hablaba de otra cosa. Y que trataba de hacerles comulgar a todos con ruedas de molino. Vigilaba a todos y todas por controlar el grado de cumplimiento de los acuerdos sindicales. Incluso llegaba al extremo de poner el oído tras la puerta y escuchar si a aquella hora al valenciano se le estaba dando el tratamiento adecuado. En las reuniones intentaba hacerles suprimir temas enteros de la asignatura de castellano o de historia porque según él esto iba contra la doctrina nacionalista valenciana.
La directora del centro, según me contó, no podía hacer nada con él. Y eso que lo intentó de todas las maneras posibles. Pero él seguía intentando controlar el ideario político del centro. Cuando había alguna manifestación de su signo político, al día siguiente preguntaba a los que no vio en la manifestación el por qué no habían asistido, que eso era una vergüenza, que no respetaban su identidad y que eran unos valencianos de pena…
En el instituto se hizo con una camarilla que le reía las gracias y que seguían el dictado de sus pretensiones políticas. Otros, lo aborrecían y casi ni se hablaban…
…La política ha entrado en el centro de enseñanza de mi excompañera. Y estos son los resultados.
¿Qué opináis, debe la política mantenerse al margen del trabajo o se debe introducir en él?

GRACIAS ANA, ERES UN SOL

El primer disco que me compré



En mayo de 1974 estaba acabando el quinto cuso de bachillerato. Ya hacía un par de años que le venía pidiendo a mi padre que me comprara un tocadiscos, sin resultados positivos, pero aquel año le convencí. Si las aprobaba todas, tendría tocadiscos. Hubo suerte y aprobé el último examen de griego, que se me venía resistiendo en los últimos meses. Las otras asignaturas me fueron asimismo propicias, con lo que a finales de mayo tuve la certeza de pasar de curso con todas aprobadas. Así se lo comuniqué a mi padre y fiel a su promesa, una tarde cuando vino de pescar, fuimos a un comercio del Grao de Castellón y adquirimos un “Vanguard” de un solo altavoz. Aquello era una pasada, algo casi mágico para mí. Ni más ni menos que la posibilidad de escuchar mi música preferida solo con acercarme a la tienda de discos y comprar el single deseado, o aquel LP de mi artista preferido. Se abría ante mí un maravilloso mundo musical por el que hoy, aún transito.

Por aquel entonces, debo decir para los que no vivieron aquellos años, no teníamos ni la más remota idea de lo que era un CD, ni un MP3, ni eso de las descargas por internet… Por otra parte hay que advertir que entonces existía la posibilidad de comprarse un single (de vinilo, claro) que no era otra cosa que un disco que contenía dos canciones. La cara A era la canción principal, y luego había otra de relleno que era la cara B. Y además también estaba el Long Play (LP), también con dos caras, que algunos llamaban “álbum” y que era lo mismo que un CD, pero en vinilo.
Pues bien, una vez comprado el tocadiscos, había que comprar discos, claro. Los singles andaban por las 100 pesetas, y los LPs por las 350. El primer disco que me compré fue un single: “Someday Somewere” de Demis Roussos, que en su cara B contenía la canción “Lost in a dream”. Tanto una como la otra canción las oía una y otra vez. Al cabo de una semana conseguí dinero para hacerme con el primer LP. Fue un disco de éxitos de versiones “cover”, es decir canciones que no estaban cantadas por los cantantes originales, que se titulaba “Los 12 más”. Allí había versiones de “Algo más” de Camilo Sesto, “Angie” de los “Rolling Stones”, “La distancia” de Roberto Carlos, “Il mio canto líbero” de Lucio Battisti, “Canta y sé feliz” de Peret, “La estrella de David” de Juan Bau… y después, ya en pleno verano, me compré los singles de “Ayudadme” de Camilo Sesto, cuya cara B “Yo también te quiero” me


encantaba, “Te quise, te quiero y te querré” de Manolo Galván”, “Angelina” de Tony Ronald”, “Esa niña que me mira” de Los Puntos” y “It’s only rock’n roll, but i like” de los Rolling Stones… y ya en el otoño de ese mismo año me compré el primero de los LPs de mi grupo favorito: The Beatles, que no fue otro que “Roubber Soul”.
…Y vosotros y vosotras, ¿os acordáis de cuál fue vuestro primer disco, o CD que os comprasteis…?

Microrrelato de verano



Quizás fueron los ojos de ella, que eran verdes como el azul marino de aquella mediterránea playa. Tal vez fue por la feraz mirada de ella, que buscaba los ojos de él con avidez. Pero lo cierto es que en medio de la gente se besaron con pasión. Una y otra vez. Introduciendo, entrelazando sus lenguas… abrazándose con frenesí… él sentía cálida y mullida la textura de los desnudos senos de ella contra su pecho. Ella adivinó una feliz erección en su amante. Entonces, un velero, silencioso y sus blancas velas ondeantes al viento, pasó frente a ellos…

Madeira






Acabo de llegar de un pequeño viaje. Hemos estado en la singular isla de Madeira (Portugal). Cogimos un avión en Valencia que nos llevó hasta Lisboa, y de allí, hasta Madeira.
La isla es de origen volcánico. Y toda ella es montañosa. Montañas que se convierten en vertiginosos acantilados que penetran en el azul y bravío mar atlántico. La isla tiene en Funchal su capital, y su ciudad más preeminente. Funchal tiene 120.000 habitantes. En toda la isla se cuentan unos 260.000 habitantes. En la capital el clima es benigno. El sol domina las jornadas y la vida bulle con total normalidad. Pero nada más se sale de Funchal el tiempo cambia. Y el paisaje también. La montaña se apodera del viajero que se ve inmerso en unas nubes húmedas que ya no le abandonan hasta su vuelta a Funchal. La mayoría del paisaje es exuberante. Allí hay zonas de laurisilva verdes y densas que han sido consideradas como patrimonio de la humanidad. Hay zonas de plataneros y zonas de flores preciosas que bordean toda la estrecha y sinuosa carretera.
Visitamos unas grutas volcánicas que parecen horadar el interior de la tierra y que presentan la particularidad de no tener las típicas estactitas y estalagmitas, porque, repito, su origen es volcánico. Allí nos explicaron el proceso de formación de la isla hace millones de años.
Un día fuimos a visitar un antiguo puerto ballenero, hoy abandonado, pero que alberga un estupendo restaurante en lo alto de una gran colada de lava, frente al mar, de nombre significativo: “El cachalote”. Allí pudimos saborear platos típicos de la isla, como son el filete de pez espada, el bacalao cocido y la espetada (carne asada ensartada en una gran varilla de acero). Después visitamos las piscinas naturales que ofrecen las volcánicas disposiciones de la lava cuando llega al mar. Allí, desde lo alto de un acantilado vimos pasar un barco velero, que desapareció cabeceando suavemente tras un acantilado….









Al enemigo...hay que conocerlo



Tengo un amigo que es muy de izquierdas. Fiel a sus convicciones políticas, en su casa está vetado Canal 9. Prefieren ver TV3. Ahora que no se puede ver en la Comunidad Valenciana recurren a Canal Satélite para verlo en su versión internacional, pero algo es algo. En cuanto a prensa, es adicto a El País, y si no, también le he visto con El Periódico o Público. Hasta aquí todo bien. Todo normal. Cada cual tiene sus ideas y tiene que ser consecuente con ellas. Por lo demás, es una persona afable, cariñosa, muy amigo de sus amigos, y (valga la expresión) persona de orden. Por eso me sorprendió mucho el comentario que me hizo hace unos días y que paso a contaros.
Estábamos en un bar. Mi amigo llevaba bajo el brazo un ejemplar de El País. Nos sentamos. Dejó el periódico sobre la mesa. Me dijo que podía cogerlo que él ya lo había leído. Mientras yo me disponía a hojearlo, vi que mi amigo se levantaba y se dirigía hacia una mesa contigua. Yo alcé instintivamente la vista. Y me di cuenta que cogía un diario que había allí. Lo recogió y se vino con él hasta donde yo estaba. Cuando lo abrió, me di cuenta que aquel periódico era El Mundo. Me quedé perplejo. Pero si aquel periódico era demoníaco según él me había dicho en más de una ocasión. No entendía nada. Por eso le pregunté que por qué razón estaba leyendo aquel periódico. Y él, sin dejar de leer con fruición y con una convicción difícil de entender me espetó:
-Es que al enemigo hay que conocerlo…

El bolso negro.




Son las fiestas de San Pedro en el Grao de Castellón. Como todos los años, el sábado vamos a cenar a casa de mi madre. Después de cenar salimos a tomarnos un café mi mujer, mi hija, yo, y la perrita “Lluna” a uno de los numerosos bares que han habilitado terrazas ahora en fiestas. La noche es serena. El viento está en calma. El bullicio es casi ensordecedor. Petardos, voces en grito. Sones de charangas… y de pronto un cohete que anuncia la inminente suelta de un toro embolado. Hay un movimiento general entre la gente que va acudiendo a las barreras. Es hora de pagar y marcharnos a casa. Llamo a la camarera, pago y nos vamos.
Desde el balcón de la casa de mi madre se ven los toros. Miramos cómo embolan a un astado negro y descomunal. Sus cuernos iluminados por unas terribles antorchas dan una imagen que divide opiniones. A mí, lo confieso, no me gustan. Me da pena el pobre animalote. La gente lo torea. Las músicas trepidan. Los cohetes no cesan. La diversión es general. Pero a nosotros nos aburre este espectáculo. Se ha hecho la una. Y creemos que es hora de volvernos a Benicàssim. Mi madre nos dice que no nos olvidemos de unos “ximos” (bocadillos fritos rellenos de tomate, atún, piñones, huevo duro y pimiento verde) que nos ha preparado para llevarnos. Los cogemos y nos disponemos a marcharnos. Entonces, voy a coger mi bolso y no lo encuentro encima de la mesa del comedor. Alarma general. Allí, a parte de las llaves del coche tengo todo. Dinero, llaves, móvil, tarjetas de crédito, carnets…. Buscamos y buscamos y mi bolso no aparece. Entonces caigo en la cuenta, ¡me lo he dejado en la terraza de aquel bar! ¡encima de una silla, ahora lo recuerdo bien!
Rápidamente, con el miedo metido en el cuerpo, me voy al bar a ver si alguien se la ha encontrado y se la ha dado a la dueña. Esa era mi inocente esperanza. Llego al bar casi a trompicones. Cegado por el miedo a que me digan que no saben nada de mi bolso. Y llego al bar. Me dirijo directamente a la barra en busca de la dueña. La dueña me ve entrar y me sonríe. Le pregunto si se han encontrado… y no me deja acabar la frase mientras me lo enseña y me dice que una camarera se lo ha encontrado en una silla. Alegría inmensa y un gran alivio. Le doy las gracias, y raudo y feliz me voy a casa de mi madre. Cuando entro y me ven llegar con el bolso, hay una sensación de tranquilidad en mi familia difícil de describir. “Mira a ver si lo tienes todo” que me dice mi esposa. Lo hago nervioso, y sí, está todo, las llaves, el móvil, las tarjetas, los carnets, la cartera… abro rutinariamente la cartera, y miro donde guardo los billetes ¡vacía! Me han quitado los ochenta euros que tenía en la cartera. No es posible. Miro y remiro y los ochenta euros no aparecen. ¡No es posible que se los haya quedado la camarera! ¿O sí? ¿Qué hacer? Y aquí me gustaría pediros vuestra opinión. Yo no hice nada. Me sentí un tanto defraudado y me fui a Benicàssim. ¿Vosotros qué habríais hecho?



Hoy (una semana después) hemos vuelo al mismo bar, como si tal cosa, y la misma camarera que nos sirvió la otra vez es la que lo hace ahora. Observo su cara. Su expresión la delata. Nos mira raro y con sorpresa, o con miedo... ¿fue ella quien se llevo los ochenta euros...? Nosotros no dijimos nada.

Ellos (relato a la orilla de la mar)



Andaba paseando tranquilamente por una solitaria playa de Benicàssim a primeras horas de una tibia mañana de junio, cuando entre la mojada arena, acerté a ver una raída libreta con tapas de cartón. No pude resistir la tentación de recogerla y abrir sus hojas llenas de granos de arena. Sus páginas, carcomidas por la humedad, aparecían manuscritas con una caligrafía torpe y antigua. Limpié todo lo mejor que pude sus hojas y me dispuse a buscar el autor de aquellos escritos. Pero mi esfuerzo resultó vano. No ponía el nombre de su autor o autora en ningún sitio. Era una libreta misteriosa. Y esto me dio alas para empezar a leerla.
En la primera página, medio emborronado, aparecía un título un tanto enigmático: “Relatos de la otra parte”. Y más abajo emprendía lo que parecía ser el primero de los relatos, que paso a transcribir íntegro:

“Tal vez no lo sepáis, pero todas, y digo bien, todas las casas tienen sus propios fantasmas. Lo que pasa es que no todos se manifiestan de forma clara. Yo lo sé porque los he visto. Y, aunque os cueste creerlo, también os diré que entablé conversación con uno de ellos. Un fantasma bueno y cordial que me explicó muchas cosas sobre la vida fantasmagórica. Y esta información es la que paso a contaros a continuación.
Seguramente, muchas veces os habréis preguntado qué son esos ruidos incoherentes que pueblan la nocturna oscuridad de la noche en vuestra casa mientras intentáis dormir. Normalmente tratáis de darle una explicación lógica y queda satisfecha vuestra curiosidad. Pero la mayoría de las veces son ellos. Ellos que se levantan de sus escondites y salen a pasear por la casa. Y es que los espíritus descarnados prefieren evitar a las personas. Por eso actúan así; cuando saben que por el comedor no hay nadie, o que la cocina está vacía, o que la salita está desierta… ese es su mundo. Ahí andan ellos de un lado a otro indagando y manipulando todo lo que quieren. Tengo que decir que casi siempre son sumamente cuidadosos y después dejan todo como estaba, pero hay algunos que se distraen y dejan cosas fuera de su lugar, o incluso se han conocido casos de algunos que han cogido un libro o una figurilla de porcelana y se le ha caído de las manos. Y entonces es cuando oímos el ruido. Y ellos escapan. Y nos levantamos y encontramos el libro en el suelo, o la figurilla rota. Y nos preguntamos qué ha pasado. Y no somos capaces de darle explicación…
Pero lo más peligroso de todo es cuando durante el día nos vamos y dejamos la casa sola. En estas ocasiones suelen actuar los malos espíritus. Y toman formas grotescas y agresivas que podrían atemorizar a cualquiera. Incluso podrían dañar a quien se encuentre con ellos, como de hecho, ha pasado en más de una ocasión, aunque los medios hayan silenciado estos hechos.
Cuando ellos oyen cerrarse la puerta, y sienten cómo la llave hace deslizar la cerradura, ellos entienden que se quedan solos. A sus anchas. Inmediatamente irrumpen en la casa y se hacen dueños de ella. Por eso cuando salimos de casa, no es prudente volver inmediatamente a casa. Es cuando uno se da cuenta en el rellano que se ha dejado el paraguas, o las llaves del coche, y vuelve rápido y contrariado a abrir la puerta. La mayoría de las veces huyen y no se les descubre. Pero pudiera ser que no les diera tiempo. Y es entonces cuando tiene lugar el encuentro con estos seres de luz que han adoptado apariencia monstruosa. Y entonces ya no huyen, atacan. Y lo hacen de distintas maneras. Pueden penetrar en la mente y desgarrar el alma de su víctima, o directamente abalanzarse como una negra forma hacia el dueño de la casa y propiciarle heridas de feo aspecto. No, no, no hagáis esto. Si tenéis que volver rápido a vuestra, casa tomad precauciones. Por ejemplo lo que les ahuyenta es el ruido, por eso es conveniente tocar el timbre, o dar un golpe en la puerta, o abrir con violencia… así, escapan y no tenemos ocasión de encontrarnos con ellos.
Más de uno, al leer esto se habrá reconocido y habrá asentido en silencio. Era esto. Esto fue lo que me pasó a mí aquella tarde; fui atacado y no me sentí con fuerzas de contar lo que me pasó. Porque es que ellos son listos, casi diría que poderosos, y son capaces de confundir nuestras intenciones y desviar nuestra voluntad. Por eso, ellos se encargan de amedrentar a los humanos y convertirlos en dóciles criaturas que, sin que se sen cuenta, bailan al son que ellos marcan."

¿Dónde está el mes de junio...?




Por navidad, como todos los años, compramos un calendario de pared. Y en enero lo pusimos en la cocina. Como todos los años. Cada nuevo mes aparecía ilustrado con una magnífica fotografía. Un río salvaje, una montaña nevada, una mar embravecido…
Pasaron los meses y llegamos al mes de junio. El mes que nos vamos al apartamento de Benicàssim. Y el calendario lo dejamos allí, en la cocina, porque en el apartamento tenemos otro.
Yo quise rasgar la hoja de mayo y dejar al descubierto la de junio, y dejarla allí hasta nuestra vuelta, en septiembre. Y así hice. Y cuál sería mi sorpresa cuando vi que tras mayo llegaba julio. ¿Y el junio? ¿Dónde está el mes de junio? Enseguida me vino a la mente aquella preciosa canción de Joaquín Sabina, “¿Quién me ha robado el mes de abril?” Sí, alguien nos había robado, como en la canción, el mes de junio. ¿Pero estas cosas ocurren...? ¿Las canciones, los poemas, los relatos, las novelas… dicen verdades…?

Hay que ver el lado positivo de las cosas.




A Raúl le daba rabia cuando iba en coche y se encontraba con un ciclista que, pudiendo ir por el carril-bici que había habilitado el ayuntamiento, iba tranquilamente por la carretera interrumpiendo el tráfico. Algunas veces había llegado incluso a pitar a los ciclistas. Pero se daba cuenta que ningún automovilista, a parte de él, pitaba a los entrometidos ciclistas. Estuvo pensando seriamente sobre el tema más de un mes. Pero si la mayoría de los ciclistas van por el estupendo carril-bici, ¿por qué hay algunos que van por la carretera? ¿Para qué entonces se ha molestado el ayuntamiento en construir una auténtica red de carriles-bici por toda la ciudad si hay ciclistas que no los usan…? Su pregunta no obtuvo respuesta. Y siguió creando mala sangre cada vez que se topaba con un ciclista por la carretera. No sabía qué hacer. Ya no les pitaba a los ciclistas, porque más de uno le contestó de mala manera. Se ponía de mal humor, pero no conseguía nada. Hasta que un día dio con la clave. Y desde aquel día se solucionó el problema.
Pensó que lo mejor que podía hacer era alegrarse de ver a los ciclistas que iban por los carriles-bicis. Que eran muchos, la mayoría. Y desde aquel día, cada vez que veía a un ciclista que circulaba por el carril-bici sentía una extraña satisfacción: “¡Sí, eso es, por ahí es por donde tienen que ir los ciclistas!” . Y como sea que son muchos, pero muchos más los que van por donde tienen que ir, que los que se desvían y van por la carretera, pues ahora circula feliz y satisfecho en su coche por las carreteras de Castellón y sus inmediaciones.

Las mujeres envejecen antes que los hombres



“Lo que pasa es que las mujeres envejecen antes que los hombres”. Esta lapidaria frase soltó Adela dispuesta a zanjar el tema que le había llevado a una acalorada discusión con su jefe.
Adela y Alberto, su jefe de sección, tenían lo que podría llamarse una relación cordial. Pero aquel día Alberto la llamó a su despacho y la recibió muy serio. Comenzó diciéndole con una fingida simpatía que estaban todos muy contentos de su trayectoria al frente de su puesto de atención a los clientes en estos últimos treinta años. Pero le tuvo que decir lo que a él ya le habían dictado desde más arriba. Que querían un rostro joven (femenino, naturalmente, y de buena presencia, por supuesto) al frente de aquel cometido. Y Alberto se lo tuvo que decir. En cambio, pensó Adela, no dijo nada de su compañero de mesa, que es cinco años mayor que Adela. El seguiría en su puesto de trabajo.

La calle de los muertos




Fue leyendo la novela de Juan José Millás El Mundo cuando me di cuenta de que estaba en lo cierto. De que no eran imaginaciones mías. De que era verdad lo que yo antes tenía por una fantasía mía: Las calles de los muertos existen. Todas las ciudades tienen una. No hay más que encontrarla. Y una vez eso, visitarla con fe y cariño por lo menos una vez al año. Si no, los muertos se sentirán solos y abandonados.
La encontré hace mucho. Sería tal vez a finales de una variopinta primavera lejana en el tiempo. Uno de aquellos días en que el sol parece que se eleva y se eleva mucho más allá de su cénit, como si fuera a salirse de su órbita. El viento es cálido y amable. Y las nubes son blancas y tenues. Los pensamientos brotan serenos y solidarios. Aquella tarde la descubrí.
Andaba solo por las calles de mi ciudad camino de mi casa cuando casi sin querer me desvié un tanto de mi ruta habitual. Y me vi en una calle nueva y desconocida. La calle de los muertos no tiene nombre. Aquella calle no tenía nombre.
Había gente paseando arriba y abajo como si tal cosa. Los coches iban y venían con toda naturalidad. Pero los coches eran conducidos por personas muertas. Yo entonces no lo sabía. Ahora ya lo sé. Los coches conducidos por cadáveres no corren mucho, mantienen una velocidad prudente y respetuosa. Pero nunca, nunca, se paran en los pasos de cebra. Y además, nunca, nunca, tocan el claxon. Y una particularidad definitiva: en los coches que conducen los muertos solo está el conductor. No hay acompañantes, y las ventanillas están siempre, siempre cerradas. Estas cosas al principio pasan desapercibidas, pero una vez sabidas resultan concluyentes.
Los transeúntes muertos caminan solos. Jamás, jamás en compañía. Llevan la mirada fija, sin parpadear, mirando a ningún sitio. Y nunca, nunca miran a los vivos. Esa es una señal para saber que estamos acompañados por gente que no es de este mundo. No busquéis a nadie conocido, porque los muertos de la calle de los muertos de vuestra ciudad no vivieron allí. Vienen de otros sitios. Y por eso sus caras os resultarán totalmente desconocidas.
Dicen los que saben de estas cosas que los muertos de las calles de los muertos son totalmente inofensivos. Y también aseguran que, aunque no lo parezca, se alegran de saberse acompañados por los vivos. Dicen que esto les ayudará en su camino. Pero yo esto no lo tengo muy claro.
Ya estamos en mayo y aún no me he pasado este año por la calle de los muertos de mi ciudad. A lo mejor me están esperando. Quizá la semana que viene vaya a pasearme por allí. Mi mujer no se lo cree. Piensa que las calles de los muertos no existen. Pero ella nunca, nunca me ha querido acompañar a visitar a los muertos. Aunque le diga que no hacen daño a nadie, que van a la suya, que no pasa nada, que solo buscan paz, cariño y comprensión. Pero no quiere venir.
Mañana iré yo solo.

Esfuerzo



En la clase de Educación para la Ciudadanía y los Derechos Humanos estos días estamos hablando del esfuerzo. En otras palabras, si vale la pena esforzarse o no.
Empecé el tema con un relato. Un experimento que se llevó a cabo en USA en los años sesenta del pasado siglo. Se trata de que en una clase de niños y niñas de cinco años el profesor les coloca un bombón en la mesa y les dice que de momento no se lo coman. Una vez cada alumno con su bombón delante de sus narices, les anuncia que se va unos minutos fuera. Y les comunica que entonces, el que quiera comérselo, se lo puede comer. Pero advierte que, a quien no se lo coma, cuando él regrese, le dará otro bombón, que se podrá comer junto con el que ya le ha dado, una vez finalice la clase.
El profesor se va. Y cuando regresa se encuentra con que más de la mitad se han zampado el bombón. Entonces el profesor procede a regalar otro bombón a aquellos alumnos y alumnas que han resistido delante del manjar sin tocarlo.
Se toma debida cuenta de la experiencia y al cabo de seis años se revisa el rendimiento del alumnado que fue sometido a dicha prueba. Indefectiblemente, los alumnos y alumnas que supieron esperar superan con creces en todos los aspectos a los que dieron rienda suelta a su gula. Tanto en el aspecto académico como en el social y humano.
¿Qué conclusión podemos sacar del experimento? Se abre un debate en clase y cada cual debe aportar sus conclusiones. Yo les pongo en la pizarra unas directrices, como por ejemplo, que me digan cuáles fueron los inconvenientes y las ventajas de cada uno de los dos grupos (los que esperaron y los que no). Y en definitiva, cuál de los dos grupos sacó mayor beneficio. Y por qué.
Después de un buen rato de intercambiar opiniones, convenimos en que era mejor esperar. Los que fueron pacientes, los que se esforzaron, luego tuvieron recompensa. Esto, enseguida hubo alguien que lo extrapoló al estudio. Quienes eran capaces de no caer ante las tentaciones (amigos, juegos, televisión, pereza) y se dedicaban (esforzándose) a estudiar y hacer sus deberes, luego sacaban mayor rendimiento en clase. Y estaban más satisfechos de ellos mismos. Y eran felices. Luego, la conclusión era clara: valía la pena esforzarse.
Pero, ¿cuántos ponen en práctica esta clara aseveración…?

Conversación en el bar



Encima de la puerta del bar hay escrito con letras rojas bien visibles: ”Bar El más chulo del barrio”. José entró y se dirigió directamente a la barra.
-¿Qué va a ser? – le preguntó el camarero
-Una caña – respondió José.
En seguida el camarero le sirvió la caña, y sin decir nada se la puso fresca y chorreante delante de José. José la miró con fruición, pero ni la tocó.
Detrás de José había una mesa ocupada por cuatro personas. José los conocía de vista. Pero no les había saludado. No había confianza para ello. Eran, Artemio, David, Evaristo y un señor mayor con gorra del que nunca supo su nombre.
Estaban conversando animadamente. José, como solía hacer siempre, callaba mientras escuchaba las razones de los parroquianos.
- Pues sí, esta crisis la arreglaba yo –decía David- con un reparto más solidario de los sueldos y el trabajo. Me explico. Que digo yo que hay gente que trabaja muchas horas y gana mucho dinero. Y esto se podría compartir.
- ¡Pero cómo!- le había contestado el señor de la gorra.
-Muy fácil – le respondió David sin dudar un instante- hay quien trabaja diez y hasta doce horas diarias, o más. Pues se trata de que su empresa le diga: “Mire usted, a partir de mañana solo trabajará ocho horas y cobrará por lo tanto, pongamos, quinientos euros menos, y las otras horas las hará una persona que contrataremos nueva.” Y con esto estaríamos dando de comer a gente que está en el paro.
-¿Y tú te crees que el trabajador y los sindicatos estarían dispuestos a este recorte? –ahora era Artemio quien hablaba- si en este bendito país lo único que se quiere es ganar más y más y que les den a los que no trabajan, que por algo están en el paro…
-Si ahora va a resultar que están en el paro por gusto…- dijo elevando el tono de voz el señor de la gorra.
-Pues le voy a decir (al señor de la gorra todos le hablaban de usted) – le contestó Artemio- que hay mucho mangante suelto por ahí. Yo, sin ir más lejos, le diré que conozco a unos cuantos que son auténticos profesionales del paro. Y además de cobrar del paro, sé de muy buena tinta que hacen arreglitos por ahí y por allá y que se sacan sus buenas perras…
- ¡Pero no se puede generalizar!- Protestó algo alterado el señor de la gorra.
- Pero pasa. –Sentenció Artemio.
- Bueno, yo nunca he sentido simpatía por el comunismo- ahora era Evaristo quien terciaba en el asunto- pero lo que dice David, bien administrado, podría resolver muchos problemas, aunque sé que esto sería un camino hacia el comunismo…
-¿Y qué? ¿Qué tiene de malo el comunismo…?- dijo David retando a sus contertulios con la mirada.
-El comunismo ya se ha puesto en marcha y ha fracasado- dijo Artemio.
-¡Porque estuvo mal gestionado!- espetó el señor de la gorra.
-O sea – contestó David- que todo se basa en una buena gestión. En obrar de buena fe. Pero en el fondo es un buen sistema. Revisar los sueldos y compartir el trabajo para eliminar el paro.
-No sé qué opinarán los comentaristas. Preguntémosles a ellos- Ahora fue José quien intervino.

Vudú (y II)



El brujo recibió las gavillas multicolores (rubias, morenas, castañas y pelirrojas) de pelos con satisfacción. Y con sumo cuidado las dispuso cuidadosamente sobre la mesa en una alineación paralela. Se quedó un momento mirando absorto los pelos allí expuestos y no dijo nada. Luego se dirigió al profesor y le dijo: “Ya está, todo lo demás corre de mi cuenta… puede usted irse tranquilo, dentro de unos días comenzará a notar los resultados”. Y el profesor se fue.
Las clases continuaban siendo terribles. Nada había cambiado. Y el profesor empezó a impacientarse.
Todo seguía igual si no fuera porque en la calvicie que dominaba la testa del desolado profesor comenzaron, al cabo de una semana, a asomar una serie de tiernos brotes de pelos en rala disposición. Él se lo miró con sorpresa. Y no le dio importancia. Pero aquello no era normal. Los pelos crecían a una velocidad endiablada. Uno en el centro, otro en la zona parietal, otro más en la nuca, y otro más en la frente. Pero lo más llamativo resultó ser que cada pelo era de un color. Y entonces cayó en la cuenta. ¡Cuatro pelos! Y del mismo color que cada uno de los cuatro manojillos de pelos que él le arrancó a sus ¡cuatro alumnos!
El profesor, delante del espejo de su casa, se arrancó con rabia los cuatro pelos impertinentes que brotaban en su yermo y reluciente cuero cabelludo. Se fue a dormir malhumorado y tuvo un sueño inquieto y bastante lúcido. Soñó que el brujo, tocado con una exuberante melena rubia que le llegaba hasta la cintura, bailaba en su clase, mientras él, molesto por su intromisión, pero resignado, intentaba explicar el tema a sus alumnos, pero no le salía la voz, su garganta se había vuelto blanda y torpe, y no podía articular palabra. Y él miraba con desespero al brujo bailarín para que le ayudara, pero el brujo se reía de él con la boca abierta de par en par. Una boca de donde iban cayendo sus dientes uno a uno hasta dejar el suelo del aula lleno de dientes. El profesor intentó inútilmente gritar buscando ayuda, pero sus alumnos permanecían quietos y risueños en sus pupitres mirándole fijamente mientras se arrancaban los pelos de sus cabezas y los iban tirando al aire. Entonces cuatro alumnos se levantaron con parsimonia, pero con decisión, de sus asientos y, sin perder la sonrisa y sin dejar de mirarle, se dirigieron hacia él. El brujo siguió riéndose y bailando alrededor del profesor como si tal cosa. Y entonces, ante el estupor del profesor, los cuatro alumnos se abalanzaron sobre él y uno de ellos, no sabría decir cuál, le clavó un cuchillo en el vientre.
Cuando sonó el despertador, el profesor se despertó con un fuerte dolor en el vientre. Un dolor que desapareció a los pocos minutos y que enseguida supo darle explicación. Fue ese terrible sueño…
Cuando fue al lavabo, descubrió con turbación que los cuatro pelos asomaban otra vez en su calva cabeza. Estaba atrapado en no sabía qué. Pero estaba atrapado. Y no sabía qué hacer. Llamó al instituto y dijo que se encontraba mal, que no podía ir a clase. Y entonces se sentó en el sofá y se puso a pensar. Y mientras pensaba en cosas extravagantes y sin sentido, los pelos iban creciendo más y más. Se palpó la cabeza. Los pelos ya habían crecido casi un dedo. Fue rápidamente al lavabo y se los arrancó. Otra vez vuelta a empezar. Aquello no podía continuar así. ¿Ir al médico? Tal vez. No, no, eso no era cosa de médicos. No lo pensó dos veces, se arregló, se puso una gorra, cogió el coche y se fue a casa del brujo. Pero el brujo no estaba. En la puerta de su casa había un letrero escueto y lapidario: “Cerrado por defunción del dueño”. El profesor no daba crédito a lo que estaba pasando. De pronto, un sudor frío se apoderó de él. Allí delante de la puerta de la casa del brujo sintió que se mareaba. Pero fue un mareo pasajero. Se rehizo, y confundido y contrariado se fue de allí. ¿Qué estaba pasando…?
A medio día recibí una llamada en mi móvil. Era él. Y me lo contó todo con pelos y señales, y con lágrimas en los ojos. Yo no supe qué aconsejarle. Solo me salió decirle que se tranquilizara y que a la tarde iría a su casa y que hablaríamos del asunto. Y así quedamos.



Por la tarde llegué a su casa y me recibió con una gorra encasquetada en su calva cabeza. Se la quitó y pude ver los cuatro luengos pelos multicolores que salían de su cabeza. Sentí horror. Había que obrar rápido. Y así hicimos.
La mejor de todas las opciones fue que se pusiera una peluca. Una peluca que fuera discreta y eficaz.
Encontramos una en una tienda cerca de su casa y se la puso. No parecía el mismo. Yo casi no pude aguantar la risa al verle. Pero estaba hasta más joven. La verdad. Y sacando fuerzas de flaqueza, al día siguiente se presentó en el instituto con la peluca. Causó sensación, y, también provocó risas y bromas, algunas de dudoso gusto, entre profesores y alumnos.
Pero enseguida la gente se fue acostumbrando al nuevo look de mi compañero y la vida siguió igual. Igual de mal para él, porque sus alumnos cada día se portaban peor.
Pero el curso acabó. Y vinieron las vacaciones. Y un día se presentó en mi casa sin peluca, con su calvicie ondeando libre y clara al aire estival de julio. Y, triunfante, me dijo que se había curado, que ya no le salían aquellos insolentes pelos, que todo había pasado, y que jamás, jamás volvería a acudir a un brujo para resolver los problemas de los alumnos.


Vudú


¿Conocéis el caso del profesor que para defenderse de sus terribles alumnos acudió al vudú? Fue un caso muy célebre. No pasó del ámbito local porque la prensa y las autoridades no creyeron oportuno que esta práctica se extendiera por el resto del estado. Y, pasados los años, el caso cayó en el olvido. Y ahora, ya nadie, o muy poca gente, se acuerda de aquel afer. Yo lo recuerdo perfectamente. Y lo sé de primera mano porque aquel profesor, que, perdida la esperanza de hacerse con su grupo por las buenas, no encontró otra salida que acogerse a la magia del vudú, era un compañero de mi mismo departamento. Un compañero que incluso me pidió consejo. Y yo se lo di. Pero él no me hizo caso. Y luego pasó lo que pasó. La verdad es que aquel grupo de tercero de ESO era horrible. Yo lo sabía, no porque entrara a darles clase, sino porque conocía, por haberlos tenido (sufrido) en años anteriores, a muchos de sus alumnos. Y puedo dar fe de su extrema dificultad. Así que entendía perfectamente a mi compañero cuando, con lágrimas de rabia asomando en sus ojos, me detallaba las mil perrerías que le hacían en su clase. Esto no podía continuar así. Debía tomar una determinación drástica. Y la tomó. Y luego pasó lo que pasó. Había una casa cerca del instituto que todo el mundo sabía que era habitada por una bruja. Una bruja moderna, no vayáis a creer, que tenía hasta su licencia para echar las cartas… y que tenía una clientela numerosa y fiel. Y allí se dirigió mi compañero. Le explicó el caso y ella le indicó algunos consejos y un filtro elaborado a base de veneno de serpiente (carísimo) que tenía que tomarse en ayunas los viernes que cayeran en días impares, y cuya suma de sus dígitos no resultara múltiplo de tres. Esto debía hacerlo hasta que se agotara el frasco. Pagó a tocateja todo y durante un par de meses cumplió a rajatabla las indicaciones de la bruja. Pero el resultado fue nulo. Los alumnos cada día se portaban peor. Y entonces se dirigió a la bruja y le exigió medidas concluyentes y rápidas, porque aquello estaba acabando con su salud. Y luego pasó lo que pasó. La bruja, honradamente, le advirtió que el caso se le escapaba de sus competencias. Pero que conocía a un brujo que vivía en un pueblecito cercano que le había solucionado algunos compromisos insolubles para ella. Eso sí, le previno, practica el vudú. Pero esta espantosa palabra no amedrentó en absoluto a mi compañero, dispuesto a todo, con tal de solventar sus problemas en clase. Y así pasó lo que pasó. El brujo, muy amable, le recibió una tarde de marzo cuando el sol se diluía lentamente por entre las aristas de las montañas azules. Le refirió el caso y el brujo puso cara de circunstancias. No era un tema fácil. Se había de obrar con firmeza y resolución. Y a ello se dedicó aquel brujo con sumo cuidado. Le hizo volver al cabo de tres días porque quería estudiar con detenimiento el asunto. Y al tercer día acudió el atribulado profesor a la consulta del brujo, el cual le explicó lo que él creía firmemente eran las soluciones a los problemas del profesor. Pero para llevar a cabo su actuación el brujo precisaba de un manojillo de pelos de cada uno de los alumnos que molestaban en las clases. Y así hizo. A mí me enseñó los pelos arrancados de sus odiados alumnos convenientemente enrollados y dispuestos en pequeños haces con un papelito en cada uno donde ponía el nombre del alumno al que pertenecía el pelo. Yo sentí pavor ante aquello, pero no hice nada. Y luego pasó lo que pasó.


Continuará

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