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Votar a los 16 años


Andaba la otra tarde paseando por la calle cuando veo un grupito de chicos que parece que están poniendo un cartel en una farola. Desde lejos acierto a leer la palabra “moto”. Están afanándose en colocar bien el celo para que su consigna quede bien sujeta. Me hago el remolón y espero a que se vayan para leer la misiva que han dejado colgada en plena calle.
Ya se han ido. Tranquilamente me acerco a ver qué era aquello de la moto, que aparece con letras enormes, como un reclamo,… y me encuentro con lo siguiente:
“Si a los dieciséis años podemos conducir una moto, también podemos elegir a nuestro presidente”
O sea que aquellos jovenzuelos lo que estaban pidiendo es el derecho de voto. Que se rebaje a los 16 años. Primero fue a los 21, luego a los 18, y ahora, ya hay quien pretende que sea a los 16.
Pues bien, con todos mis respetos diré mi opinión. No, muchachos, no. Para votar hay que madurar un poco más. Yo tengo alumnos de 16 años, que no tienen ni idea de política. Ya sé que habrá quien sí tenga sus opciones, pero creo prematuro poder votar a esa edad.

Me gustaría saber vuestra opinión.

El hombre del paraguas


La lluvia caía rítmica y pausadamente sobre la hierba del parque. El hombre del paraguas había salido a dar una vuelta. La tarde estaba dando paso lentamente a la noche en medio de la dulce cantinela de las gotas de la lluvia. El hombre del paraguas había salido a dar una vuelta porque a él siempre le había gustado oír el soniquete acuoso que ofrecía el breve cobijo del negro paraguas. Pensaba que tal vez fue su padre quien le enseñó a amar la lluvia bajo el paraguas. De niño, recordaba, su padre lo sacaba a pasear bajo la lluvia. Bajo el paraguas y cogido del pantalón de su padre oía las historias verdaderas y alucinantes que su padre le contaba, mientras notaba cómo las gotas impactaban ordenadamente en la tela del paraguas. No importaba que sus zapatos, desgastados de tanto jugar, se mojaran en los incipientes y vivos charcos. Ni pensaba que tal vez su madre le regañara. Su padre, alto, poderoso, sabio, le llevaba por las calles del Grao de Castellón, sin dejar de referir pareceres y cosas que embaucaban a aquel chiquillo. Su padre, ahora lo sabe bien aquel chiquillo, tenía querencia al puerto; al muelle donde estaba atracada su barca, la “Dolores”. Y allí que iban. Cuando llegaban al muelle, la lluvia se confundía con la lenta respiración del mar. Y aquel chiquillo de antaño aún hoy puede oír los lentos lamentos de las aguas del puerto al acariciar las empedradas paredes del muelle donde estaban amarradas las saltarinas barcas. Y hoy, el hombre del paraguas, ha querido pensar en eso sin importarle ni poco ni mucho, que unas gotas impertinentes se han desprendido de su ojos soñolientos…

La niña triste


Estoy en clase de primero C. Es la hora de después del recreo. Los alumnos han entrado dicharacheros y juguetones a clase. Poco a poco, se han ido serenando, y ha empezado la clase.
En un momento determinado Jaime levanta el brazo.
-Miguel, que Eva está llorando…
La miro, y sí, efectivamente. Parece que está llorando.
-Me acerco hasta ella.
-¿Qué te pasa Eva…?
Aparta las manos de la cara y aparece un rostro compungido y lloroso. Sobre ambas mejillas se adivinan caminos blanquecinos de lágrimas resecas.
-Nada…-Responde Eva con un hilillo de voz entrecortado.
Me quedo mirándola.
-Algo te pasa.
-No me pasa nada, solo que estoy triste, y ya está…
Comprendo que no quiere hablar, me doy media vuelta y continúo la clase. Ya se le pasará. De todas maneras, si quiere algo, si necesita ayuda, aquí estoy yo. Pero Eva sigue callada y triste en su pupitre sin manifestarse en un sentido u otro. Yo, no tengo otro remedio, voy a la mía. Hoy estoy explicando cosas divertidas. Les hablo del origen legendario de Roma. Les cuento las hazañas de Eneas, de Rea Silvia, de Marte, de Rómulo y Remo… los alumnos están tomando apuntes. Eva, no. Eva ha puesto la mirada en el blanco inmaculado de su libreta y ha entornado los ojos. No acierto a entrever hacia dónde van sus pesares.
Suena la música que indica que la clase ha terminado.
Los alumnos y las alumnas, ordenada y ruidosamente, recogen sus cosas y van saliendo de la clase.
Yo, de pie, delante de la pizarra observo distraídamente cómo van saliendo estos chiquillos de apenas trece años, a la vez que espero a que llegue el próximo curso.
Alguien, por detrás mía, me da dos golpecitos por la espalda. Me giro. Es Eva.
-Miguel, perdóname…
-¡Que te perdone! ¿Por qué?

-Por haber estado toda la clase triste. 

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