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El día que descubrí la "barcassa"


La “barcassa” era una barca negra, fea, muerta. La descubrimos a principios de los años setenta. Estaba semienterrada, o mejor dicho, abrazada a la arena de la playa. Cautiva de las olas del mar.

La gente mayor decía que se trataba de una mula. Una de aquellas barcazas que se utilizaban a principios del siglo XX para transportar cajas de naranjas desde el muelle hasta los barcos. También contaban que aquella mula había muerto allí, en los aledaños de la escollera que llevaba al antiguo faro, porque llevaba un peso excesivo, y un golpe de mar la envió hasta el fondo marino. Y allí reposaba en absoluto silencio.

Nosotros solíamos ir a aquellos parajes a tomar el baño. A los alrededores donde se hundió la barcaza lo conocíamos con el nombre genérico de la barcassa.

Aquella barcaza había zozobrado muy cerca de las rocas que conformaban la escollera de levante por la parte de fuera, la que daba a mar abierta. La otra parte, la que daba al interior del puerto, lo llamábamos “el lago”.

A los doce, a los trece, a los catorce años… las cosas muy a menudo toman caracteres solemnes, casi mágicos. Por ello aquella embarcación remota, hundida y soterrada entre la arena de la playa, cobraba para nosotros dimensiones cercanas a lo sublime.

La verdad era que la existencia de una barca hundida en las proximidades de donde tomábamos el baño nos llenaba el espíritu de una indeterminada alegría.

En aquellos años en época estival todas las mañanas íbamos a la playa. Si el tiempo no lo impedía (si no soplaba con fuerza el viento de gregal) nos gustaba ir a las rocas. A la “barcassa”. Allí nos encontrábamos todos los amigos.

Cuando llegábamos, desde lo alto de las bravías rocas mirábamos la mar. Cada día nos sorprendía aquella sinuosa llanura marina. La mar, calmosa, llena de perezosas olas que a duras penas asomaban su lomo sobre la superficie verde de sus aguas, aparecía frente a nosotros larga y profunda.

Después de echar una rutinaria mirada a las aguas, dejábamos la ropa y las toallas sobre una roca y bajábamos salvando las desafiantes aristas de las rocas hasta alcanzar la superficie del mar. Las olas acariciaban con una amabilidad casi humana las rocas verdosas y parduscas que estaban en contacto con las aguas. El rumor sordo y acuoso de la mar nos recibía afablemente, pero nos recordaba que el mar es un ser despiadado e insumiso, que está presto a cobrar prendas a su antojo y sin previo aviso. Por eso un atisbo de respeto y admiración recorría nuestro cuerpo al vernos tan cerca de aquellas transparentes aguas. Algunos de mis amigos, valientes y decididos, se acercaban resueltamente hasta “la roca de punta”, que era un escollo alargado, casi a flor de las aguas marinas, que presentaba su afilado remate hasta las vírgenes aguas, y sin más, se lanzaban desde allí en un simpático chapuzón. Cuando salían a la superficie, brazos al aire, con su voz mojada y atropellada, gritaban triunfantes:

-¡No cubre! ¡No cubre!

Y era verdad. La profundidad de aquellas aguas era muy escasa. Tanto que no cubría a un chaval de unos doce años. Esto, indudablemente, nos daba confianza y valor para imitar la hazaña de nuestro amigo. Otros, más prudentes, se dejaban envolver por las frescas aguas según iban descendiendo por las rocas.

Pronto la mar se llenaba de vocingleros muchachos que iban y venían chapoteando entre las aguas. Los chapuzones eran continuos, así como las risotadas y el jolgorio. Aquel lugar parecía tomado por la chiquillería.

Un día de julio del año 1972 quise ir a ver la “barcassa”. Por mi cuenta, sin decir nada a nadie.

Cogí las gafas de bucear, y con esta intención comencé a nadar hasta donde se suponía que yacía aquella barca hundida.

El mar estaba en calma. El sol se reflejaba radiante en las claras aguas. Mis amigos seguían bañándose junto a “la roca de punta” como si tal cosa. Yo, en cambio, seguía serio y decidido nadando con solvencia rumbo a la “barcassa”. De vez en cuando me sumergía y oteaba el suelo marino. En una de estas inmersiones vi que una mancha borrosa empezaba a tomar entidad frente a mí. ¡Era la “barcassa”! Subí rápidamente a la superficie para coger aire y poder contener mejor los pálpitos de mi corazón, e inmediatamente volví a sumergirme. Y entonces la vi. Allí estaba, allí reposaba aquel animalote de madera negro como el carbón, rebozado de formas marinas que le conferían una informe apariencia.

La “barcassa” estaba hundida a unos dos metros de profundidad, por lo que era sumamente fácil acceder a ella. Cuando estuve a su altura, me sumergí y entonces la vi con total claridad frente a mí.

Aquella embarcación parecía tragada por la arena. Maltratada por el tiempo, sólo se apreciaba con nitidez un trozo de lo que fue la roda que conformaba la proa de la nave, y algunas maderas de las amuras. El resto se adivinaba bajo la arena. El alma de la nave, sin embargo, estaba presente allí en todo su esplendor entre los restos del cuerpo de la embarcación.

La emoción que provoca el verse cara a cara con una barca hundida es comparable a muy pocas cosas.

Con cautela y temeroso de la majestuosidad de aquel navío cadavérico, me acerqué hasta él. La madera aparecía recubierta de organismos marinos y de algas que se movían con sensual ritmo al compás de la corriente marina. Un puñado de pálidos pececillos revoloteaban alrededor de los restos de la “mula” sin mirarme siquiera.

Con sumo cuidado y en silencio, recorrí la embarcación de proa a popa. Sus negras maderas, borrosas y palpitantes, parecían dormidas. Respeté su sepulcral letargo y me llegué hasta la punta de la roda. Y una vez allí, con total suavidad, me encaramé hasta alcanzar la superficie.

Mi cuerpo, mecido por las tibias olas que a duras penas me permitían guardar el equilibrio, se irguió ufano y levanté las manos al airé al tiempo que, dirigiéndome a mis amigos, que despreocupados evolucionaban cerca de la “roca de punta”, les grité fuerte y claro, con los pies apoyados en la áspera madera de la barcaza, que había descubierto “la barcassa”, al tiempo que una voz interior me gritaba que había escrito en mi memoria una página imborrable.

1 comentari:

suni ha dit...

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