Después de un día de verano luminoso y radiante comenzaba a oscurecer suavemente sobre las rocas bañadas por las aguas del puerto.
Aquellos niños que, armados con una tosca caña de pescar, todavía tenían la piel cálida y llena de sol, y aún miraban con avidez el comportamiento del flotador bailoteando sobre las aguas, ni si quiera se habían dado cuenta que el día declinaba. Querían aprovechar hasta el último suspiro de la luz estival, pero aunque nadie parecía notarlo, la penumbra que anuncia la inminente noche se hundía con fuerza en las quietas aguas del muelle.
Una poderosa barca de “fanal” a paso amarinado aparecía majestuosa por el centro del puerto. A su paso rompía la quietud marina y rasgaba la mar formando largas olas, que por unos momentos ondulaban la monolítica sustancia de las aguas portuarias. Algunos marineros, apostados en la borda de la barca, lanzaban lánguidas miradas a la gente que andaba por las escolleras, mientras la barca comenzaba a cabecear acompasada y pesadamente al sentir las primeras acometidas de la mar de fuera del puerto.
Entre la chiquillería alguien empezaba a darse cuenta de que la mortecina luz vespertina estaba cambiando la esencia de las aguas del mar junto a las rocas:
-¡Ahora cuando empieza a anochecer es cuando más pican!
Todos los niños habían oído aquella sentencia, y con infantil credulidad habían apretado un poco más fuerte sus cañas de pescar sin dejar de mirar el corcho coloreado que se debatía con sensual ritmo a ras de superficie víctima de las acometidas de las olas provocadas por la barca de “fanal”.
Ahora ya no se adivinaban las cimbreantes rocas sumergidas a través de las calmosas aguas. La incipiente oscuridad vespertina penetraba con fuerza en las aguas tiñéndolas de opacas tonalidades. Ya no se podía ver a los pececillos revolotear de roca en roca. Un halo de misterio invadía ahora las aguas. Pero la párvula imaginación de aquellos niños fantaseaba apocalípticas escenas bajo aquel tenebroso mar. Descomunales peces salían ahora de sus escondrijos aprovechando la tibieza de las aguas libres del abrasador sol, y ellos, aquellos jovencísimos aprendices de pescadores, les ofrecían con valentía un minúsculo bocado ensartado en su diminuto anzuelo.
-¡Justamente ahora que ya casi no me queda gamba…!- se lamentaba un chicuelo mientras colocaba con cierta resignación un mínimo ejemplar de gamba mustia y muy poco apta para servir como cebo.
-Mañana – continuaba- iré con más cuidado y me reservaré las mejores carnadas para estas horas.
Nada pasaba bajo las confusas aguas. Los peces no se dejaban pescar. Sólo otra flamante barca de “fanal” pasaba con gesto grave y sereno por delante de donde estaban apostados los niños pescadores alzando miradas de admiración o desasosiego entre ellos.
-Sí que cogerán peces… toda la noche pescando…
Aquel jovenzuelo que lanzó aquel suspiro al aire de aquella tarde veraniega, hoy se hace a la mar todos los días en cuanto anochece.