Esta noche se acaba el año, y comienza uno nuevo. En esta noche de tránsito hay que estar preparado para las contingencias que puedan sobrevenir. Yo ya me estoy preparando. Y he tomado mis precauciones. Son las mismas que tomo cada año desde que Azorín, en sus “Confesiones de un pequeño filósofo” me dio la pista.
Esta noche del 31 de diciembre hay que estar alerta. Es un momento sublime y trascendente. Los sonidos metálicos de las lejanas campanas anuncian el inminente desenlace. Hay muchas personas que no advierten la delicada situación temporal a la que estamos sujetos mientras tañen inexorables y remotas las doce campanadas que anuncian el final del año.
Yo, como decía más arriba, ya me estoy preparando. Son muy pocos los que sabemos que entre las doce y la una del año siguiente existe una hora que no figura en ningún reloj, ni calendario ni almanaque. Es una hora mágica. Una hora atemporal, ingrávida, ultraterrena, sideral y armoniosa. Yo transito por este tiempo que todos los años nos regala la sutil imaginación, de zapatillas. Sin tribulaciones mundanas. Con el ánimo receptivo de quien asiste a un fasto ritual. Yo saludo con satisfacción a las focas que en medio del aire polar tocan el violín, y sonrío a los felices payasos que cantan y hacen cabriolas bajo su carpa circense. Y saludo a los niños y niñas que, tocados de coronas de flores rojas y azules, y verdes y violeta, agitan los bracitos a su paso. Es un tiempo para soñar. Y yo sueño poquito a poco mientras asisto a estos sorprendentes eventos anuales. Los deseos y las preocupaciones pasadas se hacen realidad. Y yo, desde mi sitio, miro el cielo. Es un cielo liviano, celeste, claro, diáfano, y a través de las inexistentes nubes miro el resplandor dorado de la música que los picudos pajarillos acarician con sus alas voladoras.
Yo, siempre me pasa lo mismo, quiero hablar y no puedo. Sólo puedo pensar y ver. Y callar. Y soñar. Sobre todo puedo soñar. Y por eso, año tras año, salgo lleno de vitalidad de este viaje por estos parajes idílicos.
Y me vengo lleno de deseos para mi mundo material. Unos, ya lo sé, se cumplirán, otros, no. Y es la vida. Y el próximo año volveré. Y viviré el paso de año como todos los años. En silencio. Con la mente feliz y la sonrisa en la boca. Y con la firme decisión de que estos momentos recónditos no me abandonen. Y que traigan la paz y la felicidad a todos los que me rodean y a todos los que lean estas letras soñadoras.
Esta noche del 31 de diciembre hay que estar alerta. Es un momento sublime y trascendente. Los sonidos metálicos de las lejanas campanas anuncian el inminente desenlace. Hay muchas personas que no advierten la delicada situación temporal a la que estamos sujetos mientras tañen inexorables y remotas las doce campanadas que anuncian el final del año.
Yo, como decía más arriba, ya me estoy preparando. Son muy pocos los que sabemos que entre las doce y la una del año siguiente existe una hora que no figura en ningún reloj, ni calendario ni almanaque. Es una hora mágica. Una hora atemporal, ingrávida, ultraterrena, sideral y armoniosa. Yo transito por este tiempo que todos los años nos regala la sutil imaginación, de zapatillas. Sin tribulaciones mundanas. Con el ánimo receptivo de quien asiste a un fasto ritual. Yo saludo con satisfacción a las focas que en medio del aire polar tocan el violín, y sonrío a los felices payasos que cantan y hacen cabriolas bajo su carpa circense. Y saludo a los niños y niñas que, tocados de coronas de flores rojas y azules, y verdes y violeta, agitan los bracitos a su paso. Es un tiempo para soñar. Y yo sueño poquito a poco mientras asisto a estos sorprendentes eventos anuales. Los deseos y las preocupaciones pasadas se hacen realidad. Y yo, desde mi sitio, miro el cielo. Es un cielo liviano, celeste, claro, diáfano, y a través de las inexistentes nubes miro el resplandor dorado de la música que los picudos pajarillos acarician con sus alas voladoras.
Yo, siempre me pasa lo mismo, quiero hablar y no puedo. Sólo puedo pensar y ver. Y callar. Y soñar. Sobre todo puedo soñar. Y por eso, año tras año, salgo lleno de vitalidad de este viaje por estos parajes idílicos.
Y me vengo lleno de deseos para mi mundo material. Unos, ya lo sé, se cumplirán, otros, no. Y es la vida. Y el próximo año volveré. Y viviré el paso de año como todos los años. En silencio. Con la mente feliz y la sonrisa en la boca. Y con la firme decisión de que estos momentos recónditos no me abandonen. Y que traigan la paz y la felicidad a todos los que me rodean y a todos los que lean estas letras soñadoras.