¿Cuánto puede durar un idilio, una historia de amor…? Puede durar toda una vida. O solo un
instante.
Eso es lo que le pasó a Juan. Que tuvo un romance con una chica que duró a
penas unos segundos. Pero fue un romance sincero. Sincero y real. No importó la
brevedad del amorío porque el sentimiento y la pasión que hubo en aquel efímero
encuentro tuvo la fuerza de los amores eternos.
Juan caminaba por el parque absorto en su música del mp3. Se cruzaba con
personas anónimas que pasaban junto a él a las que tan si quiera miraba. Ellas
tampoco le miraban a él. Cada cual iba a lo suyo. A veces le daba la impresión
de que la soledad no tiene nada que ver con estar con gente. Se puede estar
solo rodeado de mucha gente. Así le pasaba a Juan cuando salía a caminar por el
parque. Que le gustaba estar solo entre la multitud. Que le gustaba la compañía
anónima. Esa compañía que no tiene rostro. Ni alma.
Pero todo cambió aquella tarde invernal. Juan caminaba a paso ligero, como
suele hacer cuando sale a pasear por el parque. En sus auriculares sonaba la
canción “Stay” de Jackson Brown. Esta canción siempre le llevaba a recordar el
verano del 79. Y él la escuchaba con fruición mientras olía las amalgamadas
esencias herbáceas del parque. ¡Qué tiempos aquellos…! Sí, amaba esos
recuerdos, no sabía bien por qué. Y entonces pasó algo. A unas decenas de
metros frente a él adivinó la silueta de una chica. No tendría los treinta
años. Era morena. Muy morena. Tenía el pelo negro como el carbón. Y cada vez
que movía las caderas al andar, un gracioso mechón de pelo bailaba sobre su
frente. Era esbelta. No muy alta. Iba vestida de chándal. Unos pantalones
grises con unas rayas en los laterales bien ceñidos a sus torneadas piernas
hacían juego con una chaqueta del mismo color cerrada con una cremallera hasta
el cuello.
Aquella chica, que se movía con una agilidad femenina sexi, muy sexi, iba
acercándose a Juan, y este, sin apartar la vista de ella, iba mirando su
anatomía, e iba enamorándose poco a poco de aquella chica anónima.
Cuando estuvo a escasos diez metros pudo observar su cara. Y ahí cayó
rendido. Era guapa. Guapísima. Los ojos eran más negros aún que el pelo. Y le
brillaban. Podría haberlo jurado. Aquel par de ojos brillaban con un excitante
fulgor. Su boca era carnosa, de labios rojos y abundantes, y fácil sonrisa. Sí,
porque cuando estuvo a su altura, le miró y le sonrió. Y Juan quedó atrapado
por aquella sonrisa.
No tuvo valor de girarse. Aquella chica pasó con la rapidez de una estrella
fugaz por delante de sus ojos y desapareció. Y él se enamoró.