Este sábado fuimos mi mujer, mi hija y yo a Valencia a ver el Oceanográfico y el Museo de las Ciencias. Desde Castellón no está lejos, unos tres cuartos de hora si el tráfico es fluido.
Llegamos sobre las diez de la mañana. Lucía un sol espléndido. Tuvimos que quitarnos las chaquetas. Llegamos al oceanográfico y paseamos por delante de los pelícanos, cisnes y flamencos antes de ir al delfinario. Los delfines son unos animales casi diría que turbadores. Su inteligencia animal es tal que uno duda, duda de si son bestias o no. Su rictus de sempiterna sonrisa es cautivador, y su acercamiento a los humanos, proverbial. Nos sentamos en las gradas y nos dispusimos a ver el espectáculo. Maravilloso. Todos salimos de allí con media sonrisa y el ánimo satisfecho de ver a estos simpáticos seres acuáticos de grácil caminar y vivo mirar.
Al salir nos encontramos con las focas. Era hora de hacer la siesta. Bajo el sol unos cuantos ejemplares de rollizas focas dejaban pasar el tiempo recostadas plácidamente sobre las rocas.
Después entramos en los acuarios. Peces de todas las formas y colores. Todo un mundo submarino casi al alcance de nuestras manos. Terribles tiburones que despertaban la admiración de los turistas; dos graciosas belugas, albas y simpáticas, jugueteaban con algunas focas monje que iban y venían; unas obesas morsas nadaban pesadamente delante de nuestros ojos. Pasamos luego a un recinto aclimatado donde estaban los pingüinos. A mí me parecieron tristes y aburridos.
Se hizo la hora de comer y fuimos a un self service. Tras la comida entramos en el acuario de peces del Mediterráneo. Esto sí que nos era familiar, conocíamos casi todos los peces. Fue divertido ver nadando a esos peces que conocíamos de verlos quietecitos en un plato listos para comérnoslos.
Al salir entramos en una tienda de regalos y compramos a “Pingüins”, un peluche graciosísimo que desde hoy hará compañía a los otros peluches que tiene mi hija (Tambor, Garfield, Gustavo, Amelie…) supongo que se llevarán bien y no habrá problemas…
Aún con un sol rutilante, pero con unas nubes blancas y compactas que constituían una seria amenaza para el buen curso climático del día, salimos del oceanográfico y entramos en el Museo de las Ciencias.
Aquello es fantástico. El saber humano se desparrama por doquier. Citas de grandes sabios en llamativos paneles, fotografías de científicos, maquetas de grandes inventos, y luego, un sinfín de sitios donde científicamente comprobar datos propios o ajenos. Medimos la fuerza que teníamos en una mano y en la otra, observamos la grasa que contiene nuestro cuerpo (mi hija y mi mujer tienen la misma cantidad de grasa, yo, un poco más), supimos cuánta agua tiene nuestro cuerpo, cómo andamos de equilibrio, qué tal está nuestro oído musical… no sé, muchas más cosas, todas ellas interesantes. Nos pasamos casi tres horas vagando por estas manifestaciones científicas. Pero el tiempo se nos hizo corto, pues era un ejercicio ameno y simpático.
Se hizo la hora de volver a Castellón. Eran las seis de la tarde. Aquellas nubes algodonosas matinales se habían convertido en llorosas nubes grisáceas. Estaba lloviendo. No supuso esto ningún problema porque llevábamos paraguas. Bajo la lluvia llegamos hasta el coche y tomamos rumbo a nuestra ciudad. Llegamos a Castellón a media tarde. Lucía el sol, pero poco después cayeron cuatro gotas. Pero ya estábamos en casa. Fue un simple y feliz viaje.
Llegamos sobre las diez de la mañana. Lucía un sol espléndido. Tuvimos que quitarnos las chaquetas. Llegamos al oceanográfico y paseamos por delante de los pelícanos, cisnes y flamencos antes de ir al delfinario. Los delfines son unos animales casi diría que turbadores. Su inteligencia animal es tal que uno duda, duda de si son bestias o no. Su rictus de sempiterna sonrisa es cautivador, y su acercamiento a los humanos, proverbial. Nos sentamos en las gradas y nos dispusimos a ver el espectáculo. Maravilloso. Todos salimos de allí con media sonrisa y el ánimo satisfecho de ver a estos simpáticos seres acuáticos de grácil caminar y vivo mirar.
Al salir nos encontramos con las focas. Era hora de hacer la siesta. Bajo el sol unos cuantos ejemplares de rollizas focas dejaban pasar el tiempo recostadas plácidamente sobre las rocas.
Después entramos en los acuarios. Peces de todas las formas y colores. Todo un mundo submarino casi al alcance de nuestras manos. Terribles tiburones que despertaban la admiración de los turistas; dos graciosas belugas, albas y simpáticas, jugueteaban con algunas focas monje que iban y venían; unas obesas morsas nadaban pesadamente delante de nuestros ojos. Pasamos luego a un recinto aclimatado donde estaban los pingüinos. A mí me parecieron tristes y aburridos.
Se hizo la hora de comer y fuimos a un self service. Tras la comida entramos en el acuario de peces del Mediterráneo. Esto sí que nos era familiar, conocíamos casi todos los peces. Fue divertido ver nadando a esos peces que conocíamos de verlos quietecitos en un plato listos para comérnoslos.
Al salir entramos en una tienda de regalos y compramos a “Pingüins”, un peluche graciosísimo que desde hoy hará compañía a los otros peluches que tiene mi hija (Tambor, Garfield, Gustavo, Amelie…) supongo que se llevarán bien y no habrá problemas…
Aún con un sol rutilante, pero con unas nubes blancas y compactas que constituían una seria amenaza para el buen curso climático del día, salimos del oceanográfico y entramos en el Museo de las Ciencias.
Aquello es fantástico. El saber humano se desparrama por doquier. Citas de grandes sabios en llamativos paneles, fotografías de científicos, maquetas de grandes inventos, y luego, un sinfín de sitios donde científicamente comprobar datos propios o ajenos. Medimos la fuerza que teníamos en una mano y en la otra, observamos la grasa que contiene nuestro cuerpo (mi hija y mi mujer tienen la misma cantidad de grasa, yo, un poco más), supimos cuánta agua tiene nuestro cuerpo, cómo andamos de equilibrio, qué tal está nuestro oído musical… no sé, muchas más cosas, todas ellas interesantes. Nos pasamos casi tres horas vagando por estas manifestaciones científicas. Pero el tiempo se nos hizo corto, pues era un ejercicio ameno y simpático.
Se hizo la hora de volver a Castellón. Eran las seis de la tarde. Aquellas nubes algodonosas matinales se habían convertido en llorosas nubes grisáceas. Estaba lloviendo. No supuso esto ningún problema porque llevábamos paraguas. Bajo la lluvia llegamos hasta el coche y tomamos rumbo a nuestra ciudad. Llegamos a Castellón a media tarde. Lucía el sol, pero poco después cayeron cuatro gotas. Pero ya estábamos en casa. Fue un simple y feliz viaje.