Yo tenía apenas cinco añitos.
Comenzaba la década de los sesenta del pasado siglo. Aún nadie sabía que
aquella década acabaría convirtiéndose en la “década prodigiosa”. De momento,
en casa no había tele. Ni frigorífico. Ni teléfono. La calle estaba casi vacía
de coches.
Es de noche. Hace calor. Mi
abuelo Francisco está sentado en una sillita que hay en el pequeño balcón que
da a un paseo donde acaban de plantar palmeras y donde están instalando
altísimos postes que serán farolas. Pero ahora la noche es oscura. La luna
parece un fanal en lo alto del cielo ceniciento.
Mi abuelo está mirando el cielo.
Un cielo repleto de estrellas. Unas estrellas que brillan con una luz sideral
que nunca supe de qué color era. Pero de entre todos los cuerpos celestes,
aquella noche destacaba con fuerza nuestro, en aquellos tiempos, ignoto satélite.
Mi abuelo me llama. Yo voy
corriendo y me siento en sus rodillas.
-Mira la luna. Qué brillante está
hoy. Es luna llena.
Yo la miro. Y me fijo en su cara.
La luna está risueña.
-¿Por qué se ríe la luna
abuelito?
-Porque le hacen cosquillas los
selenitas.
-¿Quiénes son los selenitas?
-Unos hombres raros que viven en
la luna.
-¿Y cómo han podido subir hasta
allí?
-No han subido, los ha absorbido
la luna. La luna, en noches como la de hoy, puede aspirar fuerte desde donde
ella está y llevarse a los niños que a estas horas aún no han ido a casa.
Cuando se hacen mayores, se convierten en selenitas, los habitantes de la Luna.
-Desde aquí no se pueden ver los
selenitas…
-¡Claro, porque viven en la otra
cara, en la cara oculta de la luna!
-¿Los selenitas son buenos o
malos?
-Son buenos. Mira que se
divierten haciendo reír a la luna…