Nunca pensó que llegaría a hacerlo. Pero un día, sin previo aviso y sin
consultar con nadie, se sentó en su despacho, se puso delante del ordenador, y
empezó a escribir una carta de amor. Una carta de amor falsa. Una carta de amor
para una amada falsa. Aprovechando que el bufete que compartía con dos abogados
más estaba a estas horas vacío, apartó los expedientes que tenía pendientes y
se plantó frente a frente con el teclado del ordenador.
Primero tenía que inventarse el nombre de su amada. Le pareció serio y
prudente el nombre de Alejandra. Se la imaginó rubia, con melena a lo chico y
un discreto, pero eficaz flequillo. Delgada, de estatura mediana y sonrisa
abierta. La quiso joven. No podía ocultar que su debilidad, a sus sesenta años,
eran las chicas jóvenes. Le volvían loco las treinteañeras. Había una
secretaria en su bufete que tenía esa edad. Y era guapa. Y a él le gustaba.
Pero nunca la deseó. Le parecía demasiado real. El quería algo más platónico.
Algo en que soñar. Y así fue que empezó a escribir la carta de amor.
Cuando la terminó, la releyó un par de veces y le gustó. Le gustó
sobremanera aquello de llamarla “pedacito de cielo” y “quimera de mis sueños”.
Eso había estado bien y acertado. Incluso le satisfizo la metáfora de que sus
dientes eran perlas. Y la comparación de cascadas salvajes refiriéndose a sus
cabellos. Y la hipérbole que decía que sus pechos eran montañas de profundo
valle. Todo le gustaba. Estaba satisfecho de sí mismo y de sus intenciones.
Imprimió la carta y la volvió a leer. Y le volvió a gustar. La dobló
cuidadosamente y la puso dentro de un sobre. Ya casi no se usa eso de enviar
una misiva con sobre y sello. Pero a él le seguía ilusionando eso de colocar un
timbre en el sobre y lanzarlo con toda la ilusión del mundo por entre la
rendija de un buzón. Y así hizo.
Lo malo, pensó, días más tarde, es que no había puesto la dirección de la
carta… Amor falso, amor sin dirección (se lamentó).