Pablo sintió mucho la muerte de su amigo José. Fue una muerte repentina. Un estúpido infarto sesgó la vida de su inseparable amigo cuando aún no había cumplido los cuarenta años.
Después de un par de años Pablo empezaba a superar aquella terrible pérdida. Y entonces ocurrió. Justo el día de las ánimas, Pablo, al abrir en su ordenador el correo, encontró en su bandeja de entrada un e-meil inquietante. Llevaba la dirección de Pablo. En un principio se sobresaltó. Luego pensó en que alguien, tal vez su hermano, estaba utilizando su correo. Pero no le encontraba mucho sentido. Estuvo tentado de borrarlo directamente. Pero con los dedos temblorosos y los ojos ansiosos apretó la tecla y abrió el correo. Y esto es lo que pudo leer:
“Estimado Pablo, te escribo desde eso que vosotros los mortales llamáis “más allá”. No te asustes, nada temas. Yo estoy bien. Muy bien. Jamás pensé que podría llegar a estar tan bien como estoy ahora. Pero te escribo para que sepas que aquí tampoco nada es definitivo. Por lo menos, no para todos. Paso a explicarte un poco, de primera mano, eso sí, todo aquello que cuando estaba en el planeta Tierra constituía uno de nuestros más insondables problemas. ¿Qué hay después del acto de la muerte? Ahora lo sé. Y quiero que tú, querido amigo mío, también sepas qué te espera cuando partas de ese mundo en donde vives ahora.
Mira, nada más perder la conciencia de que estás vivo, te ves envuelto en una suerte de sueño extraño donde alguien, muy amablemente, te llama por tu nombre y te despierta. En mi caso resultó ser mi padre (que como sabes falleció veinte años atrás) y ante mi sorpresa me cogió de la mano y, sin abrir la boca, me dirigió unas palabras confortadoras (telepatía se le llama a eso, pero vosotros no la domináis, y aquí toda la comunicación funciona así) y me dijo que ahora yo estaba muerto. Que me hiciera a la idea de estar muerto. Que me olvidara del mundo terreno. Y que le siguiera. Que él, tan pronto me guiara hasta mi grupo de almas, regresaría al suyo y ya no nos volveríamos a ver.
Por el camino hablamos de muchas cosas, nos pasamos el rato riéndonos. Ni gota de tristeza, ni atisbo de melancolía. Aquí se respira felicidad a manos llenas. Y de pronto, una nube ocre apareció ante nosotros. “Aquí están” me dijo. Yo debo irme. Y se fue. Entonces reconocí, sí, reconocí a mis viejos compañeros, me alegré muchísimo de verlos. Eran almas que desde toda la eternidad habían estado unidas a mí. Nos conocíamos. Sólo el paréntesis terreno nos había separado. Y ahora volvíamos a estar juntos. La alegría fue infinita. Y entonces, juntos, revisamos mi vida. No puedo hablarte de cuánto tiempo duró esta revisión porque aquí no hay tiempo. El tiempo es algo que sólo existe para los mortales. Aquí el tiempo no discurre. Es eterno. Bueno, ya lo entenderás; con tu mente humana es imposible. Y como te digo, vimos lo bueno y lo malo que hice en esta vida que he compartido en gran parte contigo. Y después, alguien a quien vosotros llamaríais un ángel (mi ángel de la guarda), sí, Pablo, existen los ángeles de la guarda, me invitó a que reconociera mis errores. Que por cierto, no eran muchos, pero sí suficientes como para tener que volver a encarnarme. Te explico un poco eso. Cuando se alcanza un grado de perfección determinado, las almas ya no se reencarnan más y pasan a ser ángeles (como les llamáis vosotros), pero yo aún estoy verde, aún tendré que encarnarme unas cuantas veces más.
Lo bueno de esto es que uno tiene libertad para elegir su próxima encarnación en la Tierra, siempre según sus deudas kármicas. Y yo estoy por encarnarme en la forma de una mujer que nacerá en la India. Allí podré saldar muchas deudas kármicas. A ver si mi naturaleza humana tiene la fuerza suficiente para ello, porque te diré que quien se muestra débil y no lo soporta, es decir, quien se suicida, inmediatamente se le obliga a encarnarse en algo muy parecido. Tiempo perdido, pues.
Estaré por ahí hasta entonces, y cuando nazca en la Tierra, todo esto que te cuento, se me habrá olvidado. Y, provisionalmente, seré otra vez un humano, como tú lo eres ahora.”
Pablo, inmediatamente después de leerlo, quiso borrarlo. Sospechaba que era obra de algún gracioso.
Pero, ante su sorpresa, no pudo eliminarlo de ninguna de las maneras. Quedó grabado de alguna extraña manera en las entrañas del ordenador y no hubo forma de borrarlo. Y lo dejó ahí.
Al día siguiente sintió la necesidad de enseñárselo a su mujer. Pero el correo ya no estaba. Había desaparecido. Pablo pensó en alguna jugarreta de estas incomprensibles que a veces nos juega la informática y no le dio más importancia.
Pasó un año, y justo el día de las ánimas volvió a aparecer el correo. Lo abrió, y resultó ser el mismo que recibiera ahora hacia un año. Y desde entonces todos los años, el día de las ánimas Pablo recibía el mismo correo electrónico. Y en silencio y sin decir nada a nadie volvía a leer la misma misiva que un día recibió en su ordenador.