Es de noche. Noche invernal del mes de enero. Aunque está puesto el brasero bajo la mesa camilla, hace frío. Pero yo, jugando por el suelo con mis coches de carreras que me acaban de traer los reyes, no lo siento. Mi madre está en la cocina. Parece que está pelando patatas. Mi padre está pegado a la radio oyendo las noticias. De pronto, mi padre se levanta y se dirige a la cocina.
-No tardes que ya voy a poner las patatas a la sartén.
-Enseguida vengo. Solo mirar si los cabos están bien amarrados, que esta noche vendrá viento.
-Papá, voy contigo.
-Abrígate. Ponte la bufanda que hace frío.
Mi padre y yo, como tantas veces, vamos al muelle pesquero.
Las calles del Grao de Castellón están vacías.
Llegamos al puerto. Hay un silencio sepulcral. Una oscuridad paliada débilmente por unas escuetas farolas. El cielo, lleno a rebosar de estrellas.
El muelle acoge a una multitud de barcas pesqueras que están atracadas dando su proa a la pétrea riba. La "Dolores", pequeña y ligera, está allí. Cabeceando lentamente al ritmo que las calmas olas de dentro del puerto le marcan. Esperándonos como un perro fiel. Mi padre me dice que me quede junto al muro de la lonja. Que él enseguida viene. De un poderoso y ágil salto mi padre salta a bordo. La oscuridad parece haberlo engullido. Yo me quedo solo. Escucho el chapoteo tenaz y rítmico de las aguas al acariciar las barcas. Lo demás es silencio. Miro las aguas teñidas de luces alargadas y filamentosas que dibujan líneas temblorosas de rojo y verde. El faro lanza voces luminosas amarillas que con puntual intermitencia manchan las aguas del muelle pesquero. Y el cielo, claro como pocas veces, emite miles, millones de puntitos palpitantes que como ojitos siderales parecen estar mirándome.
Entonces llega mi padre. Y me olvido de todo.
-¿Hacemos una carrera hasta casa?
-¡Vale!