La noche del 23 al 24 de junio es la noche de San Juan. El ritual del cambio de estación se celebra cada año aquí en nuestra tierra (como en muchos otros lugares) con un interés inusitado.
Cuando declina el día, se ven acercarse hasta la playa grupos de gente con algunas maderas para hacer una hoguera. Cuando oscurece, empiezan a encenderse algunos fuegos. Si se mira a lo largo de la playa se ven decenas de hogueras en forma de puntitos llameantes. Todo parece preparado para el gran momento. Las doce de la noche, que es cuando tendrá lugar el conjuro.
Nosotros, mi mujer y mi hija, todos los años bajamos a la oscura playa nocturna para asistir al sortilegio de mojarnos los pies en la orilla y saltar siete olas seguidas. Algunos también saltan la hoguera, pero nosotros nos conformamos con sumergir nuestros pies desnudos en la cálida agua de la noche.
Este año la Luna se olvidó de salir. La negrura era rotunda. La escasa visión era alentada por las numerosas hogueras que salpicaban la arena de la playa. El jolgorio y la alegría eran patentes. Entre los más jóvenes había quienes no dudaban en adentrarse en el mar y tomar el baño.
Nosotros, reloj en mano, estábamos atentos a que el minutero llegase a la hora mágica. Y mientras tanto paseábamos por la orilla de la playa, donde las olas llegaban cansinas y espumosas. Las hogueras dejaban en el aire un ácido y penetrante olor a leña quemada que recordaba la calidez del hogar.
Entre gritos y plácemes se hicieron las doce. Entonces la gente se acercó hasta la orilla a saltar las olas. Nosotros cumplimos el ritual. Ya estamos listos para el tránsito a la estación estival. Es una plegaria irreligiosa la que tiene lugar en este acto. Una fervorosa invocación repleta de claros deseos de paz y armonía a unos desconocidos dioses paganos.
Después, mientras la fiesta continuaba al tremolante son de las hogueras, y el estallido de cohetes lejanos, abandonamos la playa y nos dirigimos a casa con la satisfacción de haber cumplido con esta entrañable costumbre un año más.
Cuando declina el día, se ven acercarse hasta la playa grupos de gente con algunas maderas para hacer una hoguera. Cuando oscurece, empiezan a encenderse algunos fuegos. Si se mira a lo largo de la playa se ven decenas de hogueras en forma de puntitos llameantes. Todo parece preparado para el gran momento. Las doce de la noche, que es cuando tendrá lugar el conjuro.
Nosotros, mi mujer y mi hija, todos los años bajamos a la oscura playa nocturna para asistir al sortilegio de mojarnos los pies en la orilla y saltar siete olas seguidas. Algunos también saltan la hoguera, pero nosotros nos conformamos con sumergir nuestros pies desnudos en la cálida agua de la noche.
Este año la Luna se olvidó de salir. La negrura era rotunda. La escasa visión era alentada por las numerosas hogueras que salpicaban la arena de la playa. El jolgorio y la alegría eran patentes. Entre los más jóvenes había quienes no dudaban en adentrarse en el mar y tomar el baño.
Nosotros, reloj en mano, estábamos atentos a que el minutero llegase a la hora mágica. Y mientras tanto paseábamos por la orilla de la playa, donde las olas llegaban cansinas y espumosas. Las hogueras dejaban en el aire un ácido y penetrante olor a leña quemada que recordaba la calidez del hogar.
Entre gritos y plácemes se hicieron las doce. Entonces la gente se acercó hasta la orilla a saltar las olas. Nosotros cumplimos el ritual. Ya estamos listos para el tránsito a la estación estival. Es una plegaria irreligiosa la que tiene lugar en este acto. Una fervorosa invocación repleta de claros deseos de paz y armonía a unos desconocidos dioses paganos.
Después, mientras la fiesta continuaba al tremolante son de las hogueras, y el estallido de cohetes lejanos, abandonamos la playa y nos dirigimos a casa con la satisfacción de haber cumplido con esta entrañable costumbre un año más.