...Y en las persistentes calmas de enero (minves de gener), los marineros, ante el frío y claro aire invernal, preferían bajar al rancho, al calor de un foguer de carbó (hornillo de carbón).
En cubierta quedaban els xiquets (los niños) de a bordo montando guardia. En espera del viento. Lejos de aburrirse, estos xiquets, que apenas llegaban a los diez años de edad, solos, sin nadie que les vigilara, se entregaban a sus juegos con toda la energía y vitalidad propia de su edad; jugueteando con los múltiples aparejos de la vela y correteando arriba y abajo de la embarcación.
En cubierta quedaban els xiquets (los niños) de a bordo montando guardia. En espera del viento. Lejos de aburrirse, estos xiquets, que apenas llegaban a los diez años de edad, solos, sin nadie que les vigilara, se entregaban a sus juegos con toda la energía y vitalidad propia de su edad; jugueteando con los múltiples aparejos de la vela y correteando arriba y abajo de la embarcación.
Entre tanto, los mayores, arremolinados todos junto al reconfortante y plácido calor del fogueret, dejaban pasar el tiempo. Hasta que surgía suplicante la voz de alguien:
-¡Vinga sinyo Andreu, conte-nos coses de Cuba! (Venga señor Andreu, cuéntenos cosas de Cuba)
Y el sinyo Andreu, con voz pausada y gesto ceremonioso, refería andanzas de aquellos lejanos lugares que él, de joven, había visitado con motivo del cumplimiento del Servicio Militar... otras veces, era alguien que contaba cosas de la recién terminada Guerra de Cuba...
...O entre la marinería se requería a un “lector de novelas” que les contase o leyese alguna de aquellas enrevesadas y dramáticas historias que se publicaban por entregas semanalmente.
Mi abuelo, Francisco El Famós, era uno de aquellos “lectores de novelas”. Como sea que de siempre mi abuelo tuvo especial interés y gusto por la lectura, y como fuese que por aquellos años eran más los que no sabían leer que los que leían con asiduidad, era buena ocasión disponer de alguien que fuera capaz de desentrañar lo narrado en aquellas novelitas que se vendían por entregas.
Solemnemente, alumbrado por la tambaleante luz de un pequeño candil de aceite de oliva, hecho el silencio, sacaba mi abuelo unas hojas arrugadas y daba inicio la lectura...impostando la voz, modulando las palabras con innata sapiencia, dramatizando y enfatizando convenientemente las frases. Los marineros le escuchaban absortos.
Cuando hacía una pausa, el silencio solo era roto por el descompasado respirar de la heterogénea concurrencia que con ojos suplicantes miraban ávidos a mi padre. Y él, dándole más emoción al asunto, con renovados ánimos atacaba la siguiente frase y, así, los protagonistas de aquellas ficticias historias pasaban penalidades, injusticias, desamores y toda suerte de desgracias.
Allí, al espeso calor del rancho y el sordo olor del aceite quemado, los marineros supieron de las desventuras de Genoveva de Bravante, y los intrincados sucesos contados con honda sensiblería que narraba el escritor valenciano Enrique Pérez Escrich, muy famoso en aquellos comienzos de siglo por la popular acogida que tuvieron sus novelas por entregas como “El pan de los pobres”, “La mujer adúltera” “La esposa mártir” o, tal vez, la más exitosa de sus obras “El cura de aldea”; truculentas historias que lograban enardecer el corazón de los marineros que, impúdicos a su sentimentalismo, no dudaban en dejar escapar gruesos lagrimones de rabia o ternura.
A veces, en el momento más delicado y decisivo de la narración, cuando el protagonista estaba presto a hacer justicia, y los marineros, enjugándose con brusco gesto las lágrimas, esperaban un desenlace justo y definitivo... se oía la blanca voz de uno dels xiquets que, asomado a la escotilla, rompía el mágico momento:
-...Que està entrant vent...! (Que está entrando viento)
Esa voz ejercía entre los marineros el efecto de una llamada militar. Inmediatamente la lectura se detenía. Revuelo general de la marinería. Cada uno a su puesto. Los marineros volvían a la realidad. Con la inquieta sospecha de que posiblemente no supieran el desenlace de aquellos infortunios hasta dentro de unos días o unas semanas... cuando otra vez la calma se apoderara del mar.
Cuando hacía una pausa, el silencio solo era roto por el descompasado respirar de la heterogénea concurrencia que con ojos suplicantes miraban ávidos a mi padre. Y él, dándole más emoción al asunto, con renovados ánimos atacaba la siguiente frase y, así, los protagonistas de aquellas ficticias historias pasaban penalidades, injusticias, desamores y toda suerte de desgracias.
Allí, al espeso calor del rancho y el sordo olor del aceite quemado, los marineros supieron de las desventuras de Genoveva de Bravante, y los intrincados sucesos contados con honda sensiblería que narraba el escritor valenciano Enrique Pérez Escrich, muy famoso en aquellos comienzos de siglo por la popular acogida que tuvieron sus novelas por entregas como “El pan de los pobres”, “La mujer adúltera” “La esposa mártir” o, tal vez, la más exitosa de sus obras “El cura de aldea”; truculentas historias que lograban enardecer el corazón de los marineros que, impúdicos a su sentimentalismo, no dudaban en dejar escapar gruesos lagrimones de rabia o ternura.
A veces, en el momento más delicado y decisivo de la narración, cuando el protagonista estaba presto a hacer justicia, y los marineros, enjugándose con brusco gesto las lágrimas, esperaban un desenlace justo y definitivo... se oía la blanca voz de uno dels xiquets que, asomado a la escotilla, rompía el mágico momento:
-...Que està entrant vent...! (Que está entrando viento)
Esa voz ejercía entre los marineros el efecto de una llamada militar. Inmediatamente la lectura se detenía. Revuelo general de la marinería. Cada uno a su puesto. Los marineros volvían a la realidad. Con la inquieta sospecha de que posiblemente no supieran el desenlace de aquellos infortunios hasta dentro de unos días o unas semanas... cuando otra vez la calma se apoderara del mar.
(Extracto de mi libro "Memorias del Grao de Castellón II")