La profesora de Cultura Clásica les había explicado el mito del minotauro y el laberinto no hacía mucho, por eso cuando Ana le oyó decir a su amigo que aquella amistad sería para siempre, que nunca la abandonaría, ella sintió un sincero recelo.
Ariadna amaba profundamente a Teseo, pensaba Ana con cierta displicencia. Luís, que así se llamaba su “más que amigo”, aunque no se atrevía a llamarle abiertamente novio, ni tan siquiera la estaba mirando cuando Ana apretó los labios y recordó que Teseo abandonó a Ariadna en la isla de Naxos. No le gustaban los tópicos, por eso no se atrevió a murmurar entre dientes aquello de que todos los hombres son iguales, y que sólo piensan en “eso” y que cuando tienen lo que quieren… no, se resistía a pensar de ese modo. Pero Teseo no tuvo piedad de Ariadna. Ariadna, la bella princesa, la hija del rey Minos, que se atrevió a desafiar a Poseidón y pagó cara su arrogancia. Ariadna, guapísima y lozana, que por amor ofreció su ayuda a Teseo. Ariadna, la princesa enamorada que con su ovillo de lana permitió a su amado encontrar la salida del laberinto donde moraba el terrible minotauro. Teseo le había prometido llevársela consigo hasta Atenas… y allí se habrían amado, y habrían tenido hijos, y el amor no habría variado ni un ápice con el paso de los años. Pero no. Teseo fue cruel con Ariadna.
Ana sabía que en la isla de Naxos Ariadna estuvo a punto de morir de amor. Eso estaba considerando cuando Luís le habló. Ana miró rutinariamente sus ojos, azules, como los de Teseo, pensó. Abstraída como estaba en sus graves elucubraciones no escuchó lo que le dijo. Luís se le acercó y le cogió la mano. Ana sintió un repentino temblor. Sus ojos azules la estaban mirando con cariño, y quizás con deseo. Ana le regaló una sonrisa estudiada. El le contestó con un beso fugaz en la boca. La quería. Ella estaba segura que tras aquellas miradas había un mundo infinito para ellos dos. Lo tenía todo. Como Ariadna.
Luís pidió la cuenta al camarero al tiempo que recogía el paquete de tabaco que había dejado sobre la mesa y se lo metía en el bolsillo. Ana buscó su bolso que había dejado colgado en el respaldo de la silla. El camarero, solícito, les cobró las consumiciones y se fueron a la calle.
Iban paseando los dos muy juntitos cogidos de la mano. La ciudad les ofrecía sus laberínticas calles llenas a rebosar de transeúntes y coches luminosos. La noche había caído sobre la ciudad. La luna y las estrellas seguramente llenarían el firmamento de puntitos luminosos, pero no se dejaban ver. Ana apretó la mano de Luís. Ella nunca le abandonaría. Le amaba desde el primer día que le vio. Ahora, mientras andaban entre la gente, Ana quiso pensar en la soledad que debió embargar a Ariadna en aquella isla perdida en medio de un mar bravío. Tal vez en un principio, cuando despertó del sueño, no quiso creer que había sido abandonada, y su voz se desgarraría en el aire llamando a su amado sin obtener respuesta. El valiente Teseo, que había matado con sus propias manos al minotauro y había liberado a los atenienses de pagar aquel horripilante tributo al rey Minos, fue recibido en Atenas como un héroe. Y Fedra, la hermana de Ariadna, que también viajó con ellos, se convirtió en su esposa. A Ana no le gustaba el final de aquella historia. Ni si quiera se consolaba cuando recordaba que Ariadna fue descubierta sola y perdida en la isla por el dios Dionisos y quedó prendado de su belleza y se casó con ella haciéndola inmortal.
Ana sintió un repentino frío y se acercó más a Luís. Luís la acogió complaciente y siguieron andando entre la muchedumbre. Ahora sabía que se amaban. Se dejaba seducir por el tibio calor del cuerpo de Luís sin decir nada. El amor, pensaba, tiene algo de divino. Estaba segura que habían sido los dioses quienes habían puesto en su mente aquel extraño temor. Aquel raro síndrome de Ariadna, que por unos minutos la habían importunado. Amar significa mirar hacia delante sin miedo a nada. Amar significa hacer camino junto a su amado, como ahora lo estaba haciendo, sin temor ni desconfianzas, ofreciendo todo y recibiendo todo. Ana sentía deseos de decirle todo esto a Luís, pero prefirió callar. Y se reconfortó al recordar que hacía muy poco Luís le había dicho que aquella amistad sería para siempre, que nunca le abandonaría… y ahora quiso creerlo.
Ariadna amaba profundamente a Teseo, pensaba Ana con cierta displicencia. Luís, que así se llamaba su “más que amigo”, aunque no se atrevía a llamarle abiertamente novio, ni tan siquiera la estaba mirando cuando Ana apretó los labios y recordó que Teseo abandonó a Ariadna en la isla de Naxos. No le gustaban los tópicos, por eso no se atrevió a murmurar entre dientes aquello de que todos los hombres son iguales, y que sólo piensan en “eso” y que cuando tienen lo que quieren… no, se resistía a pensar de ese modo. Pero Teseo no tuvo piedad de Ariadna. Ariadna, la bella princesa, la hija del rey Minos, que se atrevió a desafiar a Poseidón y pagó cara su arrogancia. Ariadna, guapísima y lozana, que por amor ofreció su ayuda a Teseo. Ariadna, la princesa enamorada que con su ovillo de lana permitió a su amado encontrar la salida del laberinto donde moraba el terrible minotauro. Teseo le había prometido llevársela consigo hasta Atenas… y allí se habrían amado, y habrían tenido hijos, y el amor no habría variado ni un ápice con el paso de los años. Pero no. Teseo fue cruel con Ariadna.
Ana sabía que en la isla de Naxos Ariadna estuvo a punto de morir de amor. Eso estaba considerando cuando Luís le habló. Ana miró rutinariamente sus ojos, azules, como los de Teseo, pensó. Abstraída como estaba en sus graves elucubraciones no escuchó lo que le dijo. Luís se le acercó y le cogió la mano. Ana sintió un repentino temblor. Sus ojos azules la estaban mirando con cariño, y quizás con deseo. Ana le regaló una sonrisa estudiada. El le contestó con un beso fugaz en la boca. La quería. Ella estaba segura que tras aquellas miradas había un mundo infinito para ellos dos. Lo tenía todo. Como Ariadna.
Luís pidió la cuenta al camarero al tiempo que recogía el paquete de tabaco que había dejado sobre la mesa y se lo metía en el bolsillo. Ana buscó su bolso que había dejado colgado en el respaldo de la silla. El camarero, solícito, les cobró las consumiciones y se fueron a la calle.
Iban paseando los dos muy juntitos cogidos de la mano. La ciudad les ofrecía sus laberínticas calles llenas a rebosar de transeúntes y coches luminosos. La noche había caído sobre la ciudad. La luna y las estrellas seguramente llenarían el firmamento de puntitos luminosos, pero no se dejaban ver. Ana apretó la mano de Luís. Ella nunca le abandonaría. Le amaba desde el primer día que le vio. Ahora, mientras andaban entre la gente, Ana quiso pensar en la soledad que debió embargar a Ariadna en aquella isla perdida en medio de un mar bravío. Tal vez en un principio, cuando despertó del sueño, no quiso creer que había sido abandonada, y su voz se desgarraría en el aire llamando a su amado sin obtener respuesta. El valiente Teseo, que había matado con sus propias manos al minotauro y había liberado a los atenienses de pagar aquel horripilante tributo al rey Minos, fue recibido en Atenas como un héroe. Y Fedra, la hermana de Ariadna, que también viajó con ellos, se convirtió en su esposa. A Ana no le gustaba el final de aquella historia. Ni si quiera se consolaba cuando recordaba que Ariadna fue descubierta sola y perdida en la isla por el dios Dionisos y quedó prendado de su belleza y se casó con ella haciéndola inmortal.
Ana sintió un repentino frío y se acercó más a Luís. Luís la acogió complaciente y siguieron andando entre la muchedumbre. Ahora sabía que se amaban. Se dejaba seducir por el tibio calor del cuerpo de Luís sin decir nada. El amor, pensaba, tiene algo de divino. Estaba segura que habían sido los dioses quienes habían puesto en su mente aquel extraño temor. Aquel raro síndrome de Ariadna, que por unos minutos la habían importunado. Amar significa mirar hacia delante sin miedo a nada. Amar significa hacer camino junto a su amado, como ahora lo estaba haciendo, sin temor ni desconfianzas, ofreciendo todo y recibiendo todo. Ana sentía deseos de decirle todo esto a Luís, pero prefirió callar. Y se reconfortó al recordar que hacía muy poco Luís le había dicho que aquella amistad sería para siempre, que nunca le abandonaría… y ahora quiso creerlo.