Antonio no lloró delante de Marian, pero cuando llegó a su casa, lloró en la soledad de su habitación.
Aquel verano pasó. Y Antonio superó la ausencia de Marian gracias a sus amigos y a una chica que conoció en una discoteca de Castellón que se llamaba Lidón. Tras un mes lo dejaron, pero Antonio descubrió que el mundo estaba lleno de chicas. Y no le importó haber roto con Lidón porque había descubierto que el amor es algo que algún día, donde menos se le espera, llega. Como aquel día de verano cuando encontró a Marian; pero ahora ya no sentía casi nada por Marian, aquel fugaz amor de dos días que fue el primero. Pero él, a veces, cuando bailaba con chicas, siempre pensaba que aquella niña fue la que le hizo despertar su vida amorosa, y que aunque sabía que nunca la volvería a ver, nunca la olvidaría.
Pasaron los años y Antonio se hizo mayor. Acabó sus estudios. Se puso a trabajar en un instituto de Castellón como profesor de Matemáticas. Se casó. Tuvo dos hijos. Y cumplió los cincuenta. Y un día, como dice Sabina “Va el diablo y se pone de tu parte”. Porque Antonio, a pesar de no creer en estas cosas, pensó enseguida que aquello era obra del maligno.
Tenía un alumno en la clase de su tutoría que se llamaba Borja Alcobendas Izquierdo. Era un buen chaval, pero lo encontraba algo despistado. Hacía poco que había llegado de un instituto de Madrid, y le estaba costando aclimatarse al curso. Creyó conveniente llamar a sus padres. Vino su madre a hablar con él. Entraron como si tal cosa en la sala de visitas. Se saludaron cordialmente y Antonio empezó a hablarle de su hijo. Entonces intervino la madre, y Antonio sintió que aquella voz le resultaba extrañamente familiar. Tenía delante la ficha de Borja, y de soslayo pudo leer, “nombre del padre: Pedro” “nombre de la madre: María de los Angeles”. No. No podía ser lo que estaba pensando. La miró con recelo. Llevaba gafas. Algunas arrugas se dibujaban bajo los ojos. El pelo, de pelirrojo teñido, caía graciosamente sobre su frente en un asimétrico flequillo. No se había fijado bien, pero era más bien bajita y con algún kilito de más. Pero había en ella algo que le transportaba hasta un lugar muy hondo de su recuerdo. No podía ser. No podía tratarse de su Marian. Aquella niña pizpireta que revolucionó su vida amorosa en un par de días tan solo. Siguieron hablando, pero Antonio se mostraba torpe y como fuera de sitio. Tal vez la madre de Borja notara aquel azaramiento repentino en Antonio y, temiendo que alguna cosa le ocultara de su hijo, le preguntó de sopetón que si Borja había hecho algo que ella debía saber. “No, no, no es eso” le contestó sin pensar Antonio. “¿Se encuentra bien?” le preguntó a Antonio. Y él tuvo el valor suficiente para contestarle con otra pregunta: “¿Tú –de pronto empezó a tutearle- estuviste en el Grao de Castellón en las fiestas de San Pedro del año 1974?” La madre de Borja quedó perpleja. Pero, a santo de qué venía aquella pregunta… Y tras unos instantes de aturdido silencio contestó confundida que sí. Que sí, era cierto, que ahora que lo pensaba, cuando cumplió doce años, fue al Grao de Castellón con sus padres a casa de un pariente y que recordaba que habían pasado una semana allí. Pero, cómo podía saber eso aquel profesor… Antonio volvió a la carga: “¿No te acuerdas de mí?” se atrevió a preguntar. La madre de Borja se le quedó mirando vacilante sin saber qué contestar. No, no se acordaba de él. Pero ¿quién era aquel profesor? “Soy Antonio. Nos conocimos en el baile. Después fuimos al puerto y subimos a la barca de mi padre… y después te fuiste, y ya no nos volvimos a ver”. Entonces se le iluminó la cara de Marian. “Sí, si que me acuerdo… ahora me acuerdo perfectamente; sí, aquel chico, pero… pero aquel chico no se llamaba Antonio…se llamaba Miguel.”
Aquel verano pasó. Y Antonio superó la ausencia de Marian gracias a sus amigos y a una chica que conoció en una discoteca de Castellón que se llamaba Lidón. Tras un mes lo dejaron, pero Antonio descubrió que el mundo estaba lleno de chicas. Y no le importó haber roto con Lidón porque había descubierto que el amor es algo que algún día, donde menos se le espera, llega. Como aquel día de verano cuando encontró a Marian; pero ahora ya no sentía casi nada por Marian, aquel fugaz amor de dos días que fue el primero. Pero él, a veces, cuando bailaba con chicas, siempre pensaba que aquella niña fue la que le hizo despertar su vida amorosa, y que aunque sabía que nunca la volvería a ver, nunca la olvidaría.
Pasaron los años y Antonio se hizo mayor. Acabó sus estudios. Se puso a trabajar en un instituto de Castellón como profesor de Matemáticas. Se casó. Tuvo dos hijos. Y cumplió los cincuenta. Y un día, como dice Sabina “Va el diablo y se pone de tu parte”. Porque Antonio, a pesar de no creer en estas cosas, pensó enseguida que aquello era obra del maligno.
Tenía un alumno en la clase de su tutoría que se llamaba Borja Alcobendas Izquierdo. Era un buen chaval, pero lo encontraba algo despistado. Hacía poco que había llegado de un instituto de Madrid, y le estaba costando aclimatarse al curso. Creyó conveniente llamar a sus padres. Vino su madre a hablar con él. Entraron como si tal cosa en la sala de visitas. Se saludaron cordialmente y Antonio empezó a hablarle de su hijo. Entonces intervino la madre, y Antonio sintió que aquella voz le resultaba extrañamente familiar. Tenía delante la ficha de Borja, y de soslayo pudo leer, “nombre del padre: Pedro” “nombre de la madre: María de los Angeles”. No. No podía ser lo que estaba pensando. La miró con recelo. Llevaba gafas. Algunas arrugas se dibujaban bajo los ojos. El pelo, de pelirrojo teñido, caía graciosamente sobre su frente en un asimétrico flequillo. No se había fijado bien, pero era más bien bajita y con algún kilito de más. Pero había en ella algo que le transportaba hasta un lugar muy hondo de su recuerdo. No podía ser. No podía tratarse de su Marian. Aquella niña pizpireta que revolucionó su vida amorosa en un par de días tan solo. Siguieron hablando, pero Antonio se mostraba torpe y como fuera de sitio. Tal vez la madre de Borja notara aquel azaramiento repentino en Antonio y, temiendo que alguna cosa le ocultara de su hijo, le preguntó de sopetón que si Borja había hecho algo que ella debía saber. “No, no, no es eso” le contestó sin pensar Antonio. “¿Se encuentra bien?” le preguntó a Antonio. Y él tuvo el valor suficiente para contestarle con otra pregunta: “¿Tú –de pronto empezó a tutearle- estuviste en el Grao de Castellón en las fiestas de San Pedro del año 1974?” La madre de Borja quedó perpleja. Pero, a santo de qué venía aquella pregunta… Y tras unos instantes de aturdido silencio contestó confundida que sí. Que sí, era cierto, que ahora que lo pensaba, cuando cumplió doce años, fue al Grao de Castellón con sus padres a casa de un pariente y que recordaba que habían pasado una semana allí. Pero, cómo podía saber eso aquel profesor… Antonio volvió a la carga: “¿No te acuerdas de mí?” se atrevió a preguntar. La madre de Borja se le quedó mirando vacilante sin saber qué contestar. No, no se acordaba de él. Pero ¿quién era aquel profesor? “Soy Antonio. Nos conocimos en el baile. Después fuimos al puerto y subimos a la barca de mi padre… y después te fuiste, y ya no nos volvimos a ver”. Entonces se le iluminó la cara de Marian. “Sí, si que me acuerdo… ahora me acuerdo perfectamente; sí, aquel chico, pero… pero aquel chico no se llamaba Antonio…se llamaba Miguel.”
Fin del relato.
Este relato pudo haber estado basado en hechos reales.