Hace unos días venía yo del instituto y acababa de aparcar el coche en mi garaje. Al subir las escaleras que conducen a la puerta de salida a la calle, me encontré con un señor mayor que con paso cansino iba subiendo las escaleras. Yo, mucho más ágil que él por razón de edad, le alcancé y le dije que yo le abriría la puerta. El se me quedó mirando con parsimonia y se apartó para dejarme pasar. Y cuando estaba a su altura me dijo: “abra usted la puerta que yo la cerraré”. Yo le dije que sí, que me parecía bien. Y no le di más importancia a lo que me acababa decir aquel hombre octogenario. Y mientras yo abría la puerta y la luz del sol inundaba la escalera del garaje, aquel anciano me espetó esta lapidaria sentencia: “Lo que estamos haciendo tiene una gran simbología. Usted, que aún es joven, todavía está en la edad de abrir puertas. Yo, que ya soy viejo, he abierto muchas puertas a lo largo de mi vida, y ahora es más propio de mi edad, ir cerrando puertas.”
Sonreí, y le dije que no. Que él aún tenía muchas puertas que abrir. Y sin mediar respuesta dejé a aquel viejo cerrando afanosamente la puerta del garaje.
Y me fui pensando que aquel viejo me había abierto la puerta de mis pensamientos. Era cierto aquello que dijo. Los jóvenes tienen ansias por emprender y comenzar proyectos de vida. Y en la senectud de la vida las cosas se ven de modo distinto. Es como un colofón, donde las personas se aplican en dejar todo sellado y a buen recaudo.
Sonreí, y le dije que no. Que él aún tenía muchas puertas que abrir. Y sin mediar respuesta dejé a aquel viejo cerrando afanosamente la puerta del garaje.
Y me fui pensando que aquel viejo me había abierto la puerta de mis pensamientos. Era cierto aquello que dijo. Los jóvenes tienen ansias por emprender y comenzar proyectos de vida. Y en la senectud de la vida las cosas se ven de modo distinto. Es como un colofón, donde las personas se aplican en dejar todo sellado y a buen recaudo.