La chica que escribía nombres en la arena era una chica espigada. Esbelta. Tal vez, delgada. De largo cabello castaño suelto al incipiente viento matinal de agosto.
La chica que escribía nombres en la arena mojada me pareció una chica solitaria. Su juventud, casi una niña, me hizo volver la vista por descubrir a sus padres, a sus amigas…, pero no había nadie, estaba sola. Sola como un adulto solitario.
La chica que escribía con un palo nombres en la orilla de la playa tenía una cámara fotográfica en una mano. Cada vez que escribía un nombre, se apresuraba a fotografiarlo. Y siempre era el mismo nombre: “Marvi”. Un nombre que escribía una y otra vez; y una y otra vez, las golosas olas marinas se lo engullían. Aquella chica quería, aquella luminosa mañana de verano, fotografiar su nombre grabado en la húmeda arena. El destinatario, quise pensar, sería alguna persona querida, quizá su amor. Pero las cadenciosas olas, con su armonioso y rítmico vaivén, le robaban la grafía para sí. No es justo, pensé. El mar tendría que comprender, no ser tan avariento, respetar los sueños humanos, que al fin y a la postre no son más que sueños, ejercicios mentales sin ninguna maldad que a nadie hacen daño, y menos a la mar…
Seguí mi matutino paseo y dejé a la chica que escribía nombres en la arena atribulada en su ¿infantil? propósito.
Cuando volví, ella ya no estaba. Miré la arena. Y allí donde escribía el nombre, carcomido por las saladas aguas, aún se adivinaban unas renqueantes letras: “Marvi”.
Seguí mi camino a casa ufano y tremendamente feliz…
La chica que escribía nombres en la arena mojada me pareció una chica solitaria. Su juventud, casi una niña, me hizo volver la vista por descubrir a sus padres, a sus amigas…, pero no había nadie, estaba sola. Sola como un adulto solitario.
La chica que escribía con un palo nombres en la orilla de la playa tenía una cámara fotográfica en una mano. Cada vez que escribía un nombre, se apresuraba a fotografiarlo. Y siempre era el mismo nombre: “Marvi”. Un nombre que escribía una y otra vez; y una y otra vez, las golosas olas marinas se lo engullían. Aquella chica quería, aquella luminosa mañana de verano, fotografiar su nombre grabado en la húmeda arena. El destinatario, quise pensar, sería alguna persona querida, quizá su amor. Pero las cadenciosas olas, con su armonioso y rítmico vaivén, le robaban la grafía para sí. No es justo, pensé. El mar tendría que comprender, no ser tan avariento, respetar los sueños humanos, que al fin y a la postre no son más que sueños, ejercicios mentales sin ninguna maldad que a nadie hacen daño, y menos a la mar…
Seguí mi matutino paseo y dejé a la chica que escribía nombres en la arena atribulada en su ¿infantil? propósito.
Cuando volví, ella ya no estaba. Miré la arena. Y allí donde escribía el nombre, carcomido por las saladas aguas, aún se adivinaban unas renqueantes letras: “Marvi”.
Seguí mi camino a casa ufano y tremendamente feliz…