Son poco más de las tres de la
tarde de un martes de mayo del año 1970. Hace poco que he acabado de comer.
Estoy en la sala de estar viendo la televisión. Mi madre está en la cocina
fregando los platos. El telediario cuenta cosas lejanas. Escenas en blanco y
negro que me son ajenas. Vietnam. Vietcong. Astronautas que se preparan para ir
otra vez a la luna. Franco se está haciendo viejo. Parece un anciano. Los
Beatles parece que están a punto de separarse. Miguel Ríos y su “Himno a la
alegría” ha sido un éxito este pasado invierno. Ahora empieza a sonar una
canción triste de un nuevo grupo que se hacen llamar “Los Módulos” que cantan “Todo
tiene su fin”. Además, he oído en la radio una canción muy alegre de un
conjunto que me parece que se llaman “Los Demonios”, no, no, creo que son “Los
Diablos” que se titula “Un rayo de sol”. Seguro va a ser un éxito. Es muy
alegre y pachanguera. Mariano Medina,
con un trocito de tiza en la mano remarca una borrasca que hay situada allá por
las isla Británicas…
Hace sol. Pero la brisa es
fresca. Se agradece el sol. Desde la ventana de mi casa veo a unas vecinas que
están sentadas cara al astro rey haciendo acopio de vitamina D. El sol es la
estufa de los pobres, dijo alguien. Y a lo mejor tenía razón.
Tengo entre mis manos el último
número de “Mortadelo”. Me encantan las aventuras de Asterix. Y las trapisondas
de Mortadelo y Filemón. Y las incontables peripecias del invencible Corsario de
Hierro…
Suena el timbre. Seguro que es mi
primo Toni. Habíamos quedado después de comer. Voy corriendo a abrir la puerta.
Es él.
-¡Mamá, nos vamos a dar una
vuelta!
Tenemos tiempo hasta las cinco.
Después, merienda, y a la academia de Don Vicente hasta la hora de cenar.
Toni y yo tenemos doce años
recién cumplidos. Estamos cursando primero de bachillerato. Y como ha quedado
dicho, por las tardes íbamos a la escuela “La Marina ” donde Don Vicente nos ayudaba en las
tareas académicas. No éramos muchos. Tal vez diez o doce alumnos, todos de
primero de bachillerato.
Por aquel tiempo, Toni y yo
teníamos una querencia casi diría que natural, a adentrarnos en el puerto del
Grao de Castellón. Digo natural porque nuestros padres eran pescadores. Nuestra
barca era la Dolores ; mi tío era el patrón y mi padre el
motorista. La Dolores se dedica a
la pesca del arrastre. Era una barquichuela pequeña. Decían que querían
venderla y comprar una más grande. Yo le tenía cariño a aquella barca. Me daba
pena que la vendieran…
Bajo el acogedor sol de mayo
entramos en el puerto. Toni y yo no parábamos nunca de hablar. Hoy era tema
candente el cromo de “Animales y minerales” que yo había conseguido cambiar en
el autobús a nuestro amigo Cristóbal Arrebola, que dejaba mi colección casi
terminada. Y también era asunto importante ver si mañana miércoles podíamos
organizar una partida al monopoly con nuestros primos Juan y Miguel, ya que
ellos ese día por la tarde no tenían clase. Nosotros solo teníamos clase los
lunes y los jueves. Los demás días las tardes las teníamos libres. Eso sí, los
sábados por la mañana íbamos a clase.
Nos gustaba llegarnos hasta el
recodo rebozado por una capa espesa de algas que daba inicio a la escollera del
Serrallo. Allí mirábamos la lejanía del mar. La plataforma que servía para
recoger el petróleo que traían unos monstruosos barcos de ignotos países. El
viento, ligero y tibio, aparecía lleno de volanderas gaviotas. Y el inquieto
mar. Ese mar próximo que se acercaba hasta las rocas y rompía sus aguas azules
y verdes en blanca espuma.
Nosotros, casi sin querer,
mirábamos el mar. Y nuestros pensamientos se iban introduciendo entre las
espesas olas verdosas hasta llegar a un lugar azul indeterminado donde, a estas
tempranas horas de la tarde, estaban ultimando la jornada pesquera nuestros
padres. Algún día, algún verano, iríamos con ellos a pescar.
Pero ahora interesaba por encima
de todo acabar bien el curso. Faltaba una semana para las vacaciones, para que
nos dieran las notas.
Y los exámenes estaban dando sus
últimos coletazos. Había sido un año duro. Intenso y crucial. Un tiempo que
había servido para fortalecer nuestro destino, que no era otro que estudiar.
Ahora lo teníamos claro ¡Seríamos estudiantes!
Pero el mar estaba ahí. Y bajo
sus aguas un misterioso mundo se ofrecía ante nosotros. Un mundo donde los
peces cobraban un protagonismo decisivo y atroz.
-Mira, ya están llegando las
primeras barcas.
-Sí, parece que es el “San Ramón”.
-¡Qué ganas tengo de que nos den
las notas y podamos ir tranquilamente a pescar!
Han pasado casi cincuenta años de
estos momentos mágicos. Y hoy no han perdido un ápice su magia.