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La casa del lazo rojo


El decorado es simple en grado extremo. En un mural está  dibujada la fachada de una casa. En la puerta hay un lazo rojo anudado sobre el picaporte. En el primer piso hay dos ventanas. El resto está pintado de blanco.
Un hombre de mediana edad al que llamaremos “hombre número1” está de pie junto a la puerta.
Al cabo de un minuto aparece otro hombre, tal vez sean de la misma edad, al que llamaremos “hombre número 2”

Hombre 2: Le vendo la casa.
Hombre 1: Si no pide mucho, a lo mejor se la compro.
Hombre 2: ¿Le gusta la casita… eh? ¿Cuánto estaría dispuesto a pagar por ella?
Hombre 1: Lo que más me gusta de la casa son las dos ventanas. Son preciosas.
Hombre 2: …Y el lazo rojo, ¿Le gusta?
Hombre 1: Pues la verdad es que no me había fijado en él, pero ahora que lo dice… pues sí, es muy bonito. ¿Para qué sirve?
Hombre 2: No, no, no, el lazo rojo no sirve para nada, es solo de adorno, ya sabe… las mujeres…
Hombre 1: ¿Lo puso su mujer?
Hombre 2: No lo sé, tal vez. Nunca me lo he preguntado.
Hombre 1: Hace usted muy mal en no preguntarse las cosas. Yo conocí a un político que no se preguntaba las cosas… y ahora está en la cárcel.
Hombre 2: No me lo puedo creer…
Hombre 1: ¡Como que no es verdad! Es mentira. La verdad es que hubo una amnistía fiscal y, pues eso, le amnistiaron.
Hombre 2: Si, claro, es lo que tienen las amnistías…
Hombre 1: A mí siempre me han gustado las amnistías.
Hombre 2: ¿Las políticas?
Hombre 1: Sí, las políticas, también.
Hombre 2: Pues ya le digo, le vendo la casa.
Hombre 1: Si que la compraría pero…ese lazo rojo ahí, que no se sabe ni quién lo ha puesto. No sé, no sé… Mire, si no me averigua quién puso el lazo rojo en la puerta, no le compro la casa.
Hombre 2: Si le urge, se lo puedo preguntar a mi mujer.
Hombre 1: No, no hace falta que la moleste. A lo mejor ahora mismo su mujer está comprando una casa.
Hombre 2: Y usted ¿cómo sabe que mi mujer está comprando una casa?
Hombre 1: Es lo normal ¿no?
Hombre 2: Sí, claro, claro, es lo normal… pero vayamos al grano. ¿Me compra la casa o no?
Hombre 1: Sí, se la compro. Lo he pensado dos veces y se la compro. Con el lazo y las dos ventanas ¿eh?
Hombre 2: Faltaría más…
Hombre 1: A mí, desde pequeñito que me han gustado las ventanas. Si algún día me comprara una casa, lo primero que haría es ver si tiene ventanas. Por lo menos dos ventanas tendría que tener, si no, no la compraba.
Hombre 2: Pues nada, le vendo la casa.
Hombre 1: ¿Cuántas ventanas tiene la casa?
Hombre 2: De momento, dos. Pero si quiere…
Hombre 1: No, no. Dos ventanas es lo ideal. Una para mí y una para su mujer.
Hombre 2: Pero mi mujer no puede venir aquí. Se pasa todo el día comprando casas. Ya sabe…
Hombre 1: De todas maneras, antes de comprar la casa es de buen gusto entrar y verla.
Hombre 2: Por supuesto. Yo se la enseño. Lo que pasa es que no tengo la cuerda aquí.
Hombre 1: ¿La cuerda…?
Hombre 2: Sí, la cuerda para trepar a la ventana. Es que no se lo he dicho. Es un detalle sin importancia… esta casa no tiene puerta. Esta puerta es falsa. Solo sirve para colgar el lazo rojo. Se entra por la ventana. Y claro, para eso hace falta la cuerda.
Hombre 1: ¿Y es muy larga la cuerda?
Hombre 2: A gusto del consumidor. Yo me conformo con una de tres metros.
Hombre 1: …Y a mí, que eso de tener que entrar a mi casa por la ventana no me acaba de convencer…
Hombre 2: Eso es porque no está usted acostumbrado. A todo acaba acostumbrándose uno.
Hombre 1: Pues… no le compro la casa.
Hombre 2: Mi mujer se va a disgustar…
Hombre 1: Lo tiene bien empleado por dejar el lazo rojo colgado ahí, de cualquier manera…
Hombre 2: No se lo tome usted así, a lo mejor lo hizo sin querer.
Hombre 1: Si, sí, eso dicen todos… y luego, te encuentras en la calle y ¡zas¡ te venden una casa sin puerta…
Hombre 2: Ese es el problema que tenemos en este país. Es que la gente últimamente se ha vuelto muy exigente. Yo he llegado a vender casas sin techo. Casas sin ventanas, y hasta una vez vendí una casa sin paredes… pero ahora esto ha cambiado. Ni la idea de mi mujer del lazo rojo sirve…
Hombre 1: No importa. Le compro el lazo rojo.
Hombre 2: ¿De veras?
Hombre 1: Se lo compro. No se hable más.
Hombre 2:  No. No se lo vendo. Se lo regalo.
Hombre 1: Es usted tan bondadoso... que se merece una mujer así.
Hombre 2: No se lo diga a mi mujer, por favor. Ella siempre le ha tenido tanto cariño a ese lazo rojo. Si un día viene y no lo ve colgado del picaporte…
Hombre 1: Pues no le compro el lazo rojo.
Hombre 2: Así me gusta. Es usted un hombre íntegro.
Hombre 1: Esto hay que celebrarlo.
Hombre 2: Pues lo vamos a celebrar con todos los amigos y amigas bloggeros:


Hombre 1 y Hombre 2: FELICES FIESTAS Y UN MARAVILLOSO AÑO 2015!!!!! 

Racismo


Es la sala de espera de una clínica privada. Solo hay tres personas. Una niña de unos diez años y sus padres. Permanecen en silencio. El grave silencio que impregna la estancia solo es perturbado por ahogados ruidos de puertas que se abren y se cierran, y lejanos tacones que andan por corredores interiores del centro hospitalario.
La niña no está asustada. A la niña se la ve tranquila y feliz porque viene a que el médico le dé de el alta. Sus padres, sentados a ambos lados de ella, callan.
La madre ha dejado despreocupadamente el bolso y su abrigo en la silla contigua. No hay problema de espacio. Están ellos solos. Aún hay cuatro o cinco asientos libres.
Son casi las cinco. Pronto saldrá la enfermera y los llamará. Y por fin les dirá que todo terminó. Que la pesadilla acabó. Que la niña ha respondido perfectamente a todas las inacabables intervenciones quirúrgicas a las que ha tenido que someterse, y que está sana.
Entonces oyeron pasos. Seguro que alguien llegaba por el largo pasillo que daba a la sala de espera.
Se trataba de una enfermera y un hombre joven, tal vez acababa de cumplir los treinta. La enfermera le dijo que se sentara y esperara, y amablemente, se despidió.
El joven recién llegado era enjuto y moreno. Y se le podían atribuir sin miedo al error todos los rasgos de un magrebí. Porque aquel joven era magrebí.
El magrebí dio las buenas tardes con marcado acento extranjero y se sentó.
La mujer, nada más verlo entrar, como movida por un extraño resorte instintivo cogió su bolso y se lo puso en la falda.
Los semblantes de la mujer y su marido cambiaron. La niña seguía igual de saludable y serena.
Si fuera posible leer los pensamientos, habríamos visto que la mujer había pensado que qué pintaba un moro, que a lo mejor ni tenía papeles, en una consulta elitista como aquella. El marido tenía la convicción de que aquella persona estaba allí por las malditas ONGs, que no hacen sino perturbar la paz del estado del bienestar de su país. Y entonces pensaba que si no hubiera sido mejor derivarlo a un centro público…
Mientras esto pensaban, se abrió la puerta de la consulta.
La madre, el padre y la niña, hicieron ademán de levantarse, pero enseguida su acción fue interrumpida por la voz de la enfermera:
-Mohamed, puedes pasar.
Mohamed, porque así se llamaba aquel joven moro, se levantó ansioso y entró en la consulta.
Tras él la puerta se cerró.
¡El colmo! ¡Esto es el colmo! ¡encima le dejan entrar a él primero! ¡malditos moros de mierda! ¡pero en qué país vivimos! ¡ya les mandaría yo en una patera a un sitio que yo me sé…!
Estas y otras desventuras aún peores salían de las mentes de los progenitores de aquella angelical criatura que no perdía su sonrisa feliz.
De pronto, no habían pasado ni un par de minutos, el médico en persona abrió la puerta y les hizo pasar, deshaciendo los fieros juicios de aquel matrimonio.
Entraron y vieron con desprecio, que aquel magrebí estaba estado en una silla en una esquina de la consulta.
¡pero qué pinta este hombre aquí! ¡alguien nos lo puede explicar!
El médico les invitó a sentarse a los tres, y así lo hicieron. Y una vez esto, el doctor les dijo con voz pausada y emocionada.
-Los informes, tal como les indiqué por teléfono ayer, son concluyentes. Y el motivo es de alegría. De mucha alegría. Porque la niña está totalmente curada. El transplante de médula fue un éxito. Y por eso quiero presentarles al donante de médula gracias a quien vuestra hija sigue con vida: Mohamed.



Mi ausencia


Ya hace tiempo que no viajo por la blogosfera. Y posiblemente todavía pase algún tiempo en que no se me vea mucho por aquí. El motivo es la falta de tiempo.
Veréis, me he comprometido a escribir un libro con la condición de que esté terminado antes de que se acabe el curso.
No sé si me dará tiempo. Pero lo estoy intentando.
El libro trata sobre Historia.
Lo voy a titular “Mis historias favoritas”. El título da pistas sobre lo que el lector hallará dentro. Son historias que yo les cuento a mis alumnos. Historias de la Historia, claro. Porque todo lo que les cuento está documentado. Y por lo tanto es cierto. Tal vez tengo que admitir que hay un toque personal, pero no por ello dejan de tener una base real. Y por ello son científicamente coherentes.
Y en ello estoy.
Mi editora, que es mi hija Marta (editorial ACEN), me ha dado este margen de tiempo.  A finales de junio tiene que estar terminado, bueno, terminado no. Tiene que haber ya salido de la imprenta…. Me gustan los retos. Y lo acepto.
Los mejores alumnos de mis cursos tendrán como regalo mi libro dedicado.
Este libro abarcará los mejores y más amenos momentos de la Prehistoria y la Edad Antigua. Esto respondería a mis correrías pedagógicas por las Sociales de primer curso de la ESO. Y ya para el año que viene completaría mis contenidos curriculares con un segundo libro que contaría historias de la Edad Media y la Edad Moderna, dedicado a mis alumnos y alumnas de segundo de la ESO.
Por esos, mis queridos y queridas amigos de la blogosfera, pido disculpas si mis vistas son escasas o nulas. Y mis publicaciones también.
Un beso fuerte beso a todas. Y un entrañable abrazo para todos.



Travestismo en la ESO


Hoy, en clase de segundo de ESO estábamos hablando de la estructura de la población. Una de las divisiones en las que se puede dividir la población es por sexos: mujeres y hombres. Entonces se me ha ocurrido contarles un chascarrillo que el otro día “El Gran Wayoming” lanzó a través de su programa “El Intermedio”. Más o menos decía así: “eso que he dicho es muy interesante para todos; mujeres, hombres y… Mario Vaquerizo”
La verdad es que la gracia que se le suponía al susodicho chascarrillo no encajó entre mi adolescente público. Pero alguien acertó a decir: “¿Se estaba refiriendo a los travestis?” Y yo que le contesto: “Bueno, no exactamente. Lo decía porque esa persona es muy peculiar…”. Y de ahí a ponernos a hablar del travestismo solo han mediado treinta segundos.
Total, que entre el alumnado eso del travestismo sonaba a algo propio de extraterrestres. Y casi me ponían en duda que el hecho de cambiar de sexo fuera una cosa relativamente normal en los tiempos que corren. Les remarqué, obviamente, la singularidad del hecho. No quise hablar de porcentajes, porque no disponía de este dato, pero les dije, que sin dejar de ser normal, es algo infrecuente. Y fue justo entonces cuando me vino a la mente algo que ocurrió en mi instituto hace casi veinte años.
Había un chico de cuarto de la ESO que se enamoró de una chica de su misma aula. Y ella se enamoró de él. Y hubo un tiempo en que se les veía juntos y muy acaramelados por el patio. Pasaron varias semanas y ese amor fue creciendo. Y creció hasta que un día ella llegó llorando al despacho de la directora. Yo, que por aquel entonces era el subdirector del centro, estaba en el despacho. La joven, sin dejar de llorar, empezó a contarnos lo que le había pasado.
Que desde hacía unas semanas estaba saliendo con un chico de su curso. Y que hoy, a la hora del patio, el chico se ha puesto muy serio y le ha dicho. “Mira, Yolanda (el nombre es ficticio) te voy a confesar una cosa: Yo no soy un chico. No soy Pedro (el nombre tampoco es real), soy Sonia (el nombre no es el real). Porque debes saber que yo no soy un chico, aunque tenga apariencia de chico. Soy una chica. Y mi antiguo nombre, que es el que aún figura en mi carnet de identidad, es, como te decía, Sonia”. Y entonces se echó la mano al bolsillo y le enseño su DNI donde efectivamente constaba el nombre de Sonia y no el de Pedro. Pero yo estoy enamorado de ti y quiero que continuemos saliendo juntos.
Hasta aquí pudo contar aquella chica lo que le había pasado. Llamamos a la madre del chico para cerciorarnos de la veracidad de todo. Y sí, efectivamente. Estábamos ante un caso de travestismo.
Preguntamos en secretaría. Y quisimos ver la ficha de aquel alumno. Efectivamente, figuraba el nombre de Sonia. Entonces llamamos al tutor. Y nos dijo que desde un principio le aseguró que era un error, que no le llamaban Sonia sino Pedro… Y el tutor dejó así las cosas sin sospechar nada. Lo admitió como un error burocrático.
Hoy, ese chico, porque para todos los efectos se ha convertido en chico, tiene más de treinta años. Y yo a veces, lo veo por la calle. Se ha dejado barba. Y si no fuera porque lo sé, nunca llegaría a afirmar que aquel chico no es un chico.
La pregunta que yo me hago ahora, pasados los años, es: ¿Hizo bien en ocultar su verdadera identidad? Creéis que sus padres hubieran tenido que hablar con el tutor y decirles la verdad a sus compañeros? ¿o era mejor ocultarla?


La calle de los besos y los abrazos


El ébola, el paro, que si se vota en Cataluña, que si esto es ilegal, que si las tarjetas opacas…
Apago el televisor. Dejo el mando a distancia encima de la mesa. Me levanto y salgo de casa dispuesto a ver otras realidades.
Hace tiempo tuve la idea de visitar la calle de los muertos. Hoy no me apetecía volver allí.
Caminé sin rumbo fijo. Coches, semáforos impertinentes que siempre están en rojo (un amigo mío quiso inventar un semáforo que siempre estuviera en verde, pero cuando fue a la casa de patentes le dijeron que aquello iba contra las leyes…) gigantescos edificios que tapan el sol y no dejan ver el celeste cielo, gentes que van y vienen sin mirar a la cara de quienes se cruzan, calles y más calles. Todas tienen nombres rimbombantes. Nombres a la gloria de seres humanos que pasaron y dejaron huella. Pero a mí no me dicen nada. No conozco a la mayoría de estos personajes, y los que conozco, no son más que una reseña en una enciclopedia. Hoy no busco esto.
Por fin llego a una boca de calle de donde veo salir a la gente feliz. Tal vez esta calle sea atractiva. Me dirijo hasta allí. Miro arriba y leo “Calle de los besos y abrazos”. ¡Ya está, esa es la calle que yo pretendo!
Sin más preámbulos y con el ánimo vivo y abierto penetro en la calle.
En seguida se me acerca una chica joven y guapa, y sin mediar palabra, y con una sonrisa seductora, me mira a los ojos. Yo me la quedo mirando. Los ojos de aquella joven eran luminosos. Y mientras trato de adivinar el color exacto de aquellos ojos, siento que unos labios carnosos, calientes y húmedos besan tiernamente mi mejilla. Después, sin dejar de sonreírme, se aleja moviendo graciosamente la palma de su mano derecha. Entonces, un hombre, alto y fuerte, se me queda mirando exhibiendo su rostro alegre y feliz. Abre sus poderosos brazos y con una delicadez celestial me rodea en un entrañable abrazo. Yo también le abrazo. Estamos un tiempo así, abrazados. Después, sin cambiar su risueño semblante, se aleja…

Es la calle de los besos y los abrazos. Yo voy allí siempre que puedo. Y os recomiendo que no dejéis de visitarla. Si está aquí cerquita… seguro que habréis pasado y no os habréis dado cuenta… 

Septiembre de 1972


Recostados sobre una de las paredes del pequeño faro, mi primo Toni y yo mirábamos la mar abierta. Enfrente se elevaba altivo y poderoso el nuevo faro. El nuevo faro es alto y espigado, y está pintado a franjas negras y blancas.La bocana del puerto, franqueada por los dos faros, es lugar ameno y muy transitado. Por la entrada del puerto discurren sin prisa, cabeceando armoniosamente, buques de todos los tamaños y condición. A veces es un fugaz y saltarín velero, a veces un pesado remolcador, otras veces es un pequeño bote, o una atareada barca de pesca, o también, un monstruoso carguero que semeja un gran animal marino…
El horizonte, desde nuestra atalaya, se ve cercano. Son casi las cinco de la tarde. Pronto, desde aquella infinita y enigmática línea marina empezarán a surgir formas imprecisas que enseguida adquirirán maneras de barca de pesca.
Nosotros, después de todo un verano, hemos aprendido a distinguir desde la lejanía las barcas de arrastre del Grao de Castellón. Cada una tiene unas hechuras o algún rasgo que la hace particular. La de nuestros padres, el “Joven Miguel”, es el palo. Un palo rematado con un triángulo metálico de color blanco. Cuando la veamos aparecer, iremos a buen paso por la escollera de Garbí camino de la lonja a ayudar en las labores de pesaje y venta del pescado.
Mientras tanto, mi primo Toni y yo estamos sentados apoyados en la fría pared del pequeño faro (el “faret roget”) y hablamos de nuestras cosas. De vez en cuando nos reímos. Cualquier motivo es bueno para reírnos. Nos reímos, casi diría que gratuitamente, sin malicia ninguna, sin venir a cuento. La verdad es que nos reímos de pura felicidad.
Está acabando el verano. Con el otoño vendrá el nuevo curso. Este año emprendemos el cuarto de bachillerato. La Física y Química es la asignatura que más respeto nos impone. Y es que tanto Toni como yo somos de letras. Pero hay confianza en nuestras posibilidades. Y sabemos que en quinto cogeremos la rama de letras y dejaremos las matemáticas, la física y la química para quienes estén mejor notados en estos menesteres.
Mientras tanto, miramos el mar. Se diría que hay calma chicha si no fuera por esta sutil brisa que apenas despeina las sinuosas ondas marinas. Las primeras barcas ya están llegando. La que tendrá el número uno esta tarde en la subasta será el “San Ramón”. Su rechoncha figura bailotea en las verdes aguas costeras mientras la quilla aparece abrumada de blanca y borboteante espuma. Su paso amarinado en altamar se moderará ostensiblemente una vez entre en el puerto, pero en las aguas salvajes de altamar las barcas no conocen la palabra moderación.
Otras dos barcas se adivinan a lo lejos. Son la “Joven María” y la “Santa Mª de Blanes”. Van casi a la par. Más hacia levante otras tres se acercan a puerto: la “Sagrada Familia” el “San Facundo” y la “Marina”. En el extremo opuesto, por la banda de Garbí, aparecen “La Favorita”, el “José”, el “Joven Jaimito”, la “Carmen Luz” y la “Mari Pepa”.
Todas las barcas enfilan su proa hacia la bocana del puerto. Nosotros, desde “el faret roget”, miramos con fruición las variopintas barcas de arrastre llenas de marineros que aún se afanan en preparar el pescado recogido en el último lance antes de llegar a puerto. Cada barca se ve envuelta por un enjambre de volanderas gaviotas que revolotean sobre cubierta a la espera de despojos marinos… el paisaje es francamente animado. Y la espera se hace plácida y entretenida. Y de pronto, en la lejanía acertamos a ver el singular palo de nuestra barca: el “Joven Miguel”. Como movidos por un resorte, nos levantamos y dejamos de mirar la frenética procesión de barcas que están entrando a puerto…
-Tendremos por lo menos el número 20.
-Cuando acabemos, iremos a buscar a Juan y a Miguel. Aún tendremos tiempo de jugar al Monopoly.


La mascota del Planeta Blau


Ayer tuve clase por segunda vez con el 1º C de ESO. Son niños y niñas de once y doce años.
Yo doy clases de Sociales (Geografía e Historia). Y las doy en el aula que se me ha asignado este año (Planeta Blau) que en castellano es Planeta azul.
Los alumnos vienen aquí, a mi aula, cuando tienen clase de Sociales. Y luego se van al aula de matemáticas, o a la de Naturales etc. Es decir que son los alumnos los que van a las distintas aulas cada vez que cambiamos de sesión.
Ya hace cuatro años que en mi instituto funcionamos así, y la verdad es que la experiencia está siendo positiva. Más que nada porque los profesores pueden tener el material didáctico en sus aulas. Y las clases están personalizadas, y cada una tiene un nombre diferente que hace referencia a la materia que allí se imparte Eso sí, entre clase y clase hay un río de alumnos por los pasillos y las escaleras en busca de su nueva clase; pero eso, he comprobado, que lejos de ser un inconveniente, es una ventaja, porque los alumnos en este peregrinar cogen aire para la nueva sesión…
Pues bien, el otro día, a última hora (de 1 a 2) como decía al principio, tenía clase con 1º C. La clase transcurrió con total normalidad. Y cuando sonó la música que señala el fin de la sesión, ordenadamente los niños y niñas fueron saliendo de la clase rumbo a sus respectivos domicilios. Yo, de pie con mi cartera preparada y las llaves en la mano para cerrar la puerta, esperaba a que saliesen todos. Pero había una niña que, hurgaba y hurgaba en su mochila. Y no acababa de preparar sus cosas para salir. Le pregunté si había perdido algo. No, lo que pasaba es que estaba buscando una cosa que estaba en el fondo de la mochila y no acertaba a encontrarla. Yo, paciente, esperaba. Empezó a sacar cosas y las dejaba en el suelo. Y al final se le iluminó la cara. ¡Ya había encontrado lo que buscaba! Entonces cogió lo que parecía un muñequito de plástico azul y me lo enseñó al tiempo que me decía: “Mira este podría ser la mascota de la clase. Es un pitufo dormilón. Espera que ahora encuentro la hamaca en la que está durmiendo.” Yo, sorprendido, le dejaba hacer. Por fin apareció la hamaca. Y Gal·la, que así se llama la niña, lo cogió con una mágica infantil suavidad y lo colocó en la hamaca. Y entonces me dijo: “Está durmiendo. ¿Dónde lo podríamos colocar?” Miré a mi mesa y vi que estaría la mar de bien encima de uno de los bafles del ordenador. Y allí le pusimos.

Hoy, cuando han entrado los alumnos de las otras clases han conocido la mascota del Planeta Blau. ¡Y a todos les ha gustado!   

Viaje a Girona y sus alrededores


Acabamos de llegar de viaje mi mujer y yo. Hemos estado unos días en Girona y sus alrededores. Y por supuesto, hemos estado en la Costa Brava.
Esta tierra es maravillosa. Tanto en el interior como en la costa.
Teníamos el cuartel general en Girona, en el céntrico hotel “Carlemany” el cual recomiendo a todo aquel que se pase por esta ciudad catalana. De Girona diré que es una ciudad turística, cosmopolita y profundamente catalana. Precioso tanto su casco antiguo con la judería y la catedral, y dinámica y atractiva la parte moderna. Además, el río Onyar (que los lugareños pronuncian “Unyà”) y que atraviesa parsimoniosamente la ciudad, deja a su paso un poso de romanticismo gratuito en la urbe provinciana. Desde los puentes que vadean el río se puede apreciar la volandera fauna compuesta por oscuros patos y blancas gaviotas llegadas de la cercana mar bravía.
Del interior visitamos Figueres (donde está el museo de Dalí, de obligada visita pese a las kilométricas colas). Banyoles (con su romántico lago jalonado de exuberantes  formaciones herbáceas, y construcciones de un marcado aire decimonónico). Olot (capital de una sorprendente y fósil zona volcánica). Y por la costa anduvimos bordeando aquel mar nuestro (Mare Nostrum) que los romanos adoraron y que Serrat inmortalizó, de donde brotan como nacidos del azul marino, pueblitos encantadores. Estuvimos en Port Bou, frenéticas rocas azotadas lánguidamente por un mar amable y tibio. Estación de tren límite con el país vecino. Desde ahí y hacia el sur, una serpenteante carretera que bordea el mar lleva hasta la población marinera de Llançà. Extraordinaria gastronomía frente al mar. El excelso restaurante “Miralmar” con menú de 140 euros y el restaurante donde comimos nosotros (“Can Quim”) excelentemente, por cierto, son una prueba de ello. No hay que dejar de acercarse hasta el promontorio que, adentrándose en el mar, se eleva unas decenas de metros dibujando un historiado acantilado. Y en frente, a un centenar de metros, “El banc del Peix”, una eficaz obra de ingeniería que protege de los temporales de levante, acertadamente decorada por un artista de la zona y que le confiere la categoría de obra de arte. Siguiendo camino llegamos al cabo de Creus, el punto más oriental de la península Ibérica, y enseguida, a  Port de la Selva; blanco pueblo de pescadores donde la llegada de las barcas pesqueras al atardecer constituye un feliz y relajante espectáculo. Después llegamos a la singular población de Cadaqués. Villa rodeada por tranquilas y transparentes aguas que rezuma paz y sosiego. Y donde el visitante, mirando el cristal de las olas que acarician las rocas del paseo marítimo se promete así mismo volver algún verano…
A un tiro de piedra de Cadaqués está Port Lligat. Port Lligat es un sitio encantador. Idílico. Un breve espacio donde la vegetación mediterránea se confunde con el mar. Salvador Dalí vivió allí hasta el año 1982 en que murió Gala. Su casa es hoy un museo. Siguiendo camino llegamos a Roses. Una gran ensenada de arena dibuja un paisaje ameno y pronto al desenfado y el recreo. La playa arenosa es curva y muelle. Y uno siente deseos de correr, saltar, y sentirse como un niño. Es conveniente parar en Roses y buscar uno de los muchos y variados restaurantes que hay en el pueblo, para luego dirigirse más hacia el sur, donde es visita indispensable la población de L’Escala. L’Escala es un puerto de mar. Todo el pueblo exhala aroma a sal. A sal marina, se entiende. Y no es en vano, porque de allí salen las anchoas tal vez más sabrosas del mundo.
Y aquí acabó nuestro viaje. Un viaje feliz. Feliz porque la gente que nos acogió era gente feliz. Y eso se contagia. Son gentes que hablan el mismo idioma que nosotros, que como bien sabéis quienes seguís este blog, somos de Castellón y somos catalanoparlantes. Eso sí, con el habla propia de nuestra zona, el valenciano, lo cual curiosamente, propició un raro efecto. Ellos no nos entendían bien, pero nosotros sí los entendíamos a ellos, y por lo tanto terminamos por hablar en castellano. Y ¿Por qué esto es así si hablamos el mismo idioma?. Pues porque la manera de pronunciar es bastante diferente. Y si uno no está al corriente, tiene ciertas dificultades para entenderse. Lo que pasa es que los valencianos tuvimos la posibilidad, durante 25 años, de ver TV3 y nos hemos hecho al uso y maneras del habla de aquellas zonas catalanas, y ellos, no, porque nunca  sintonizaron Canal 9.

Total, que ya estoy aquí, otra vez en órbita. Y otra vez voy a ver si empiezo a visitaros, que os he tenido bastante olvidados. 

Gràcies  Sole.

La corbata o el sabio arte de no desaprovechar las ocasiones


Hace mucho tiempo, tal vez a mediados del siglo pasado, ocurrió en el desierto del Sahara un hecho insólito.
Un solitario aventurero se perdió en medio de la arena abrasadora del desierto. Su coche todoterreno tenía el depósito lleno. Pero su cantimplora estaba prácticamente vacía. Se moría de sed. Circulaba presuroso por un camino de arena que parecía conducir a algún lugar civilizado.
Tras salvar una enorme duna acertó a ver lo que parecía una casa junto al camino.
-¡Ojalá sea un bar…!
Cuando llegó, le sorprendió el letrero que había en el umbral de la puerta de aquella casita: “Ties”, “Cravates”, Cravattes” “Corbatas”
-¡Qué pinta una casa de corbatas en medio del desierto!
Paró el coche. Entró en aquella casita y vio que sí. Allí solo había corbatas. Corbatas de todas clases…
-¿Habla español?
-Un poco…
-¿Tiene agua?- hacía el gesto de beber con la mano llevándose el dedo pulgar a la boca.
-No agua. Corbatas. Muchas corbatas. Buenas. Corbatas buenas…
-No, no. Yo no quiero corbatas, quiero beber…
-No beber. Aquí corbatas. Beber, lejos… más 50 Km.
Se fue dando un portazo y maldiciendo cosas de  las que luego se arrepentiría.
Subió al Jeep y siguió camino. Nada. Aquel desierto era infernal.
Enfiló una recta y a lo lejos advirtió algo en la cuneta.
Cuando estuvo cerca, vio que se trataba de un vendedor ambulante. Había un camello sentado tranquilamente con un cargamento bien atado a su lomo. Su dueño estaba de pie, como esperando la llegada del Jeep. Con algo en la mano. Algo que, resultó ser un manojo de ¡corbatas!
Paró el coche.
Enseguida aquel lugareño se acercó hasta el vehículo, y sin dejar que bajara del coche, le mostró las corbatas.
-¡No quiero corbatas! ¡Quiero beber! ¡Me estoy muriendo de sed…!
El vendedor puso cara de extrañado y de no comprender nada.
El viajero aún comprendía menos.
-¡A la porra las corbatas! ¡Se han vuelto todos locos! Y diciendo y haciendo apretó el pedal del acelerador y se perdió envuelto en una nube de polvo.
El Jeep enfiló una recta infinita que se perdía en el horizonte. Ni rastro de civilización.
Pasó una hora, y después de adelantar a una pequeña recua de camellos cargados de corbatas, divisó a lo lejos en medio de la nada lo que parecía un pequeño hotel.
¡Por fin la civilización!
Aparcó el Jeep en el parking y raudo y veloz se dirigió a la entrada. La entrada estaba custodiada por dos encorbatados guardias jurado que miraban inquisitivamente al recién llegado.
Cuando llegó a la altura de la entrada del hotel, ambos le impidieron el paso.
El sorprendido viajero se paró en seco. Y su silencio fue tan elocuente como una pregunta.
El más alto de los vigilantes le señaló el cuello.
-No corbata.
-…Y dale con la corbata.
Entonces el viajero pensó en los vendedores de corbatas que había despreciado olímpicamente a lo largo de su camino. Y se sintió abatido y vencido.
-Si no corbata, no poder entrar. Ir a comprar corbata. Muchos vendedores por el camino. Tú comprar corbata y tú poder entrar en hotel…




El FIB y los móviles


Estos días ha tenido lugar en Benicàssim el Festival Internacional de Benicàssim (FIB).
Aquí se dan cita las más renombradas bandas de rock indie y alternativo del panorama actual. Los críticos musicales recalcan en sus crónicas la gran calidad de los participantes. Y esto hace que año tras año (este año es el vigésimo) Benicàssim, llegado el mes de julio, durante una semana se llene de “fibers” que vienen a disfrutar de las actuaciones de sus ídolos.
Se calcula que llegan a este pueblo costero castellonense unos cuarenta mil jóvenes. La inmensa mayoría son británicos. Y sus edades oscilan entre los dieciséis y los veinticinco años.
Los “fibers” llenan las playas y los bares. Les encanta tomar el baño y el sol. Se pasan toda la mañana y parte de la tarde (hasta que empiezan los conciertos) en la playa. Solo abandonan la caliente arena para zamparse una pizza o una hamburguesa, o un plato de patatas fritas, o una paella valenciana… bien regada con cerveza, o coca-cola, claro… Pero la verdad es que se comportan. No hay altercados, ni cosas raras como eso que vemos por la tele del “balconing” y otras cosas.
Lo que más me ha llamado la atención es que estos jóvenes no se han traído su móvil. Y se me hace extraño ver bandadas de jóvenes hablando entre ellos, riendo, paseando alegremente por el paseo marítimo sin el móvil en una mano como hacen los españoles. En la playa se acuestan al sol sobre una colchoneta, o una toalla. O hacen un corro sentados con botellas de agua, o cervezas en el centro. Pero ni un móvil. He visto algunas chicas que estaban leyendo un libro. También he visto gente que jugaba a las cartas… pero ni un solo móvil. Si me sorprendía alguien con un móvil en la mano, ese era español.
¿Qué nos está pasando a los españoles…? No me imagino a españoles de su edad en un concierto sin estar echando una foto cada tres por cuatro y enviando un whassapp o colgando inmediatamente la foto  en el Facebook.
Y es que me he acostumbrado al “Homo móvil móvil” que es la especie en la que ha degenerado el Homo sapiens sapiens en este país con forma de piel de toro.


¡Mejor que Franco...!


Es verano de 1969.  Este año hemos ido a un pueblo de Castellón, Borriol, a pasar el mes de julio.
Estamos en una casa que tiene en dicha localidad mi tía María. Es la casa donde ella nació (a principios del siglo XX) y donde vivió hasta que se casó con mi tío Facundo poco antes de la Guerra Civil.
Desde que se murieron los padres de mi tía María, la casa estuvo abandonada.
Es una casa vieja. Vieja y antigua. Tanto que no tiene cuarto de aseo. Nuestras necesidades fisiológicas las llevamos a cabo en un cuartucho lóbrego (sin luz). Odio ir allí. Pero, no hay otra solución. Para lavarnos usamos unas tinajas y una jofaina.
Es una casa grande. Allí nos hemos instalado mis primos Toni, José Francisco, Javier y Regina con sus respectivos padres.
Durante la semana los niños estamos con nuestras madres, porque los padres están pescando en el Grao de Castellón. Mi tío Juanito, no va a casa, duerme en la barca, a la antigua usanza (a su mujer, mi tía Rosarito, la verdad es que no le hace ninguna gracia). Mi padre, no. Mi padre duerme solo en casa. El viernes por la tarde vienen. Y la casa se llena de gente.
Mi padre los sábados y domingos por la mañana nos lleva a pasear por los alrededores del pueblo a mi primo Toni y a mí. José Francisco, Regina y Javier son demasiado pequeños para exponerse a las aventuras que mi padre nos propone. Yo ya tengo once años y Toni los acaba de cumplir. Suficiente para enfrentarse a los peligros que las cercanas montañas nos van a presentar. Mi padre nos advierte de las serias amenazas que entraña el campo salvaje. Como aquel día que en un descampado encontramos una enorme araña del tamaño de mi mano. Aquel lugar lo bautizamos como la “llanura de la repugnancia”. O aquella montaña enigmática, de difícil acceso que parecía tener una cueva negra en su cúspide. Y a la que nunca pudimos llegar. Mi padre pensó que  aquella montaña no podría tener otro nombre que  “Bocanegra”. Seguro que allí se escondían los piratas que atracaban en la playa de Castellón huyendo de la justicia. A lo mejor aún quedaban restos de tesoros…Era un sitio misterioso…
Pero la montaña más misteriosa, la más deseada, era aquella que se levantaba justo delante de nuestra casa. Tenía una cima plana. Y una falda verde, verde de tupida vegetación, que nos impedía ascender hasta el final. Mi padre la bautizó como “la deseada”.
Un día que, cerca de la hora de comer, volvíamos a casa después del largo paseo dominical, al girar un recodo del camino, vimos a un hombre sentado bajo la sombra apacible de un gran árbol. Se trataba de un hombre mayor. Un anciano, tal vez. Estaba sentado y miraba el paisaje. No hacía nada. Solo miraba. Cuando estuvimos a su altura, con una sonrisa afable, nos saludó. Mi padre le contestó. Nos paramos. Mi padre entabló conversación con aquel hombre. No sé bien de qué hablaban, cosas de gente mayor… Lo único que escuché y que se me quedó grabado fueron las palabras de despedida de aquel anciano:
-…Pues yo no necesito nada más. Todo lo que necesito es esto. Este árbol, esta sombra… ¡Aquí estoy mejor que Franco…!


El contenedor blanco (y II)


La playa ahora estaba a rebosar. Ya nadie hacía caso del contenedor. El contenedor había pasado a formar parte del paisaje playero.
De pronto, como llegados de la nada, hicieron su aparición en la playa dos sombríos personajes vestidos de grises uniformes. Firme el caminar y grave la expresión de su rostro, se dirigían con paso resuelto hasta el blanco contenedor. Aquellas personas, si uno se hubiera fijado bien, habría advertido que eran los mismos que anteanoche depositaron el contenedor en la playa.
Cuando llegaron al contenedor, con toda la naturalidad del mundo, sacaron unas llaves del bolsillo y las aplicaron a lo que parecía una puerta. Luego, con la misma discreción con que habían aparecido, desaparecieron. Alguien los vio subir a un coche negro que había aparcado cerca de la playa. Y se perdieron entre el tráfico.
Un niño se acercó al blanco contenedor.
-Mira, la puerta parece que está abierta.
Y mientras esto decía, la puerta, que efectivamente estaba abierta, empezó a abrirse como movida por una fuerza que venía del interior del contenedor. Y entonces apareció ante el niño, que estaba asomado a la puerta, un monstruoso cocodrilo que con sus fauces abiertas de par en par hizo huir despavorido al pequeño.
El enorme cocodrilo se quedó en el umbral de la puerta del contenedor como calibrando la situación. La gente aún no se había dado cuenta de nada. Y entonces, como si alguien hubiera impulsado algún resorte, del interior del contenedor empezaron a salir uno, dos, tres, cuatro, diez… monstruosos cocodrilos que se fueron abalanzando sobre los sorprendidos bañistas, que no tuvieron tiempo a reaccionar. Y uno tras otro fueron víctimas de los feroces cocodrilos.
Una vez esto, los gigantescos reptiles, moviendo serpenteantemente su verde corpachón se dirigieron hacia el mar y, nadando con singular soltura, se confundieron entre las verdes aguas marinas…
Entonces, entre los cadáveres de la gente desperdigados sobre la roja arena, aparecieron dos personajes uniformados de grises ropas. Tal vez los mismos que abrieron la puerta del contenedor blanco. Al mismo tiempo, un enorme camión entraba en la playa. Todo sucedió con una diligencia y velocidad espantosa. Y en un abrir y cerrar de ojos, el blanco contenedor ya estaba cargado en el camión.
El camión se fue impunemente por la carretera dejando en la playa un rastro macabro de muerte y desolación.
Al día siguiente los periódicos no dijeron nada de lo sucedido en aquella playa.
Pero esto sucedió así. Son cosas que pasan y que “créanselas, créanselas, porque me las he inventado”.

(En recuerdo de la gran Ana María Matute)



El contenedor blanco



Érase una vez… (así quiero comenzar este post en recuerdo y en homenaje a la gran Ana María Matute)

…Serían poco más de las once de la noche. La playa a estas horas se diría que está desierta, si no fuera por la sombra cenicienta de algún pertinaz pescador de caña o la escondida presencia de alguna pareja de amantes.
La gente pasea tranquilamente por el paseo marítimo disfrutando del fresquito de la brisa marina.
Los coches circulan parsimoniosos junto al paseo marítimo.
Nada hay de particular. Si no fuera porque por la carretera se acerca un monstruoso camión cargado con un enorme contenedor. ¡A estas horas…!
Ha puesto el intermitente. Pretende girar a la derecha. Por el camino que da a la playa. La gente se para como quien no hace la cosa y observa la maniobra del descomunal vehículo.
El camión ha entrado en la playa y se ha confundido en la penumbra de la noche. Si uno hubiera aguzado la vista, habría advertido la presencia de unos hombres grisáceos que habían bajado del camión y con profesional desenvoltura estaban maquinando algo. La gran mayoría de la gente paseaba ajena a estas extrañas industrias de estos hombres metálicos.
Al cabo de unos minutos ya habían finalizado su labor. El voluminoso contenedor descansaba sobre la arena. Y el camión ya había iniciado las maniobras para salir de la playa. Con la misma discreción con que llegó el camión, desapareció de la playa.
Los veraneantes paseaban ufanos totalmente despreocupados por aquel aparatoso cajón pintado con raída pintura blanca que había quedado junto a la orilla de la mar.
Pasó la noche. Y despertó un nuevo día de sol.
En la playa vacía de bañistas destacaba la enigmática mole del blanco contenedor.
Poco a poco la playa fue llenándose de gente con sus preceptivas sombrillas y sus necesarias toallas. Todos miraban el gran cajón varado en la playa que recordaba a una blanca ballena, pero nadie decía nada. Cada cual iba a lo suyo.
Solo los niños merodeaban con curiosidad alrededor del misterioso armatoste.
-Hay una pegatina de un cocodrilo.
-Será propaganda de ropa…

Continuará...



Sole y la luna


Es sábado. Después de cenar, mi mujer, la perrita Lluna y yo nos hemos ido a dar un pequeño paseo. Mi hija se ha quedado en el apartamento viendo la tele. Es junio y el sol, con adorable premiosidad, busca las cercanas montañas que rodean la Plana de Castelló. Se está haciendo de noche. La luna aún está escondida en las entrañas de la mar. Pero una mancha fulgurante de un rojo lunar sobre la mar delata su presencia. No tardará el astro rey de la noche en asomar su rojizo rostro.
Hay unos bancos de cemento que jalonan una breve escollera alumbrada por unas farolas que proporcionan una mortecina y cálida luz al paseante. Nos sentamos en uno de ellos.
No hay viento. La calma domina el paisaje. Y la mar parece una balsa de aceite.
-Mira ya está saliendo la luna…
La luna tiene un rostro hierático. Serio. Arcaico. Parece una escultura…
La gente, cuando llega a la escollera, saca sus móviles y le saca una foto a la luna.
-¡Está preciosa!
A mí siempre me ha gustado el silencio de la luna. Que nos mira fijamente y no dice nada.
-Mira cómo mira la luna.
-Las estrellas no tardarán en salir.
-Cuando yo era pequeño, creía que las estrellas de mar eran estrellas siderales que habían caído del cielo….
-Estas luces…
-No sé. Parece una barquita que está pescando.
-La verdad es que hay muy buena mar.
-Sí. Se está muy bien aquí.
-Fíjate que apenas se oye el rumor de las olas.
-Se respira paz y tranquilidad.
-¿Por qué me miras así…?
-Porque sé qué estas pensando.
-Sí. Voy a hacer un post sobre esto.
Risas y carantoñas…




El veraneante


Hace tres días que el veraneante está en su lugar de veraneo. Es un apartamento frente a la playa de Benicàssim. Todos los años al llegar el mes de junio el veraneante coge sus bártulos y se viene a esta ciudad costera a pasar el verano.
Es junio. Las clases aún no han terminado. Las mañanas, muy a su pesar, el veraneante se las pasa en el instituto tratando de ultimar, con la mayor ecuanimidad que su mente avezada a tales menesteres es capaz de ofrecerle, una justicia pedagógica, que no siempre se ajusta a los ideales que el veraneante tiene de lo justo, y esto le preocupa…
Por la tarde, después de comer, el veraneante suele echarse una siesta. Al veraneante le gusta y aprecia mucho estos momentos en que se deja atrapar por ese sueño fácil y gratuito. Y siempre que puede, no lo obvia.
Esta tarde, al levantarse de la siesta ha salido al balcón y ha visto la mar en calma. Y el sol en todo lo alto. Y ha decidido ir a pasear por la orilla de la playa. Al veraneante le encanta pasear por la orilla de la playa. Sin prisa, saboreando las frescas aguas marinas en sus pies. Sintiendo la mullida y húmeda arena. Mirando a través de las claras aguas la amena presencia de inofensivos organismos marinos. Ahora un cangrejo corredor, ahora un diminuto ermitaño custodiando su concha tomada de algún molusco, ahora un solitario pez que muerde con sus dientecillos la ondulada arena, ahora un puñado de minúsculos pececillos que revoltean de aquí a allá y que evitan la presencia del pacífico veraneante…
Cuando está frente al Voramar (el Voramar es un hotel que está junto a la playa) el veraneante suele poner su mirada en la cercana montaña. Las olas del mar bañan el pie de la montaña. Los pinos verdes alegran la pequeña ladera del risco. Al veraneante siempre le conmueve ver en qué ha quedado la antigua vía del tren. Ahora hay un camino de tierra. Hace años el tren pasaba por la falda de la montaña, rozando las aguas mediterráneas, manchando de humo negro los algarrobos que bordean el camino, y llenando el aire de estrépito metálico. El veraneante, entonces, tiene tendencia a la melancolía. Y es proclive a la ensoñación. Y piensa que el pasado y el presente confluyen en su mente. Y mientras chapotea por la orilla de la playa de fina arena, el veraneante advierte la presencia de una sepia. El veraneante no quiere molestarla y se para. Pero la simpática jibia no se fía del veraneante. Y batiéndose en retirada el veraneante ve cómo el cefalópodo desaparece entre las rocas de la escollera…
El veraneante, sin saber bien por qué, ha sonreído mientras huía la sepia. Y aún con la sonrisa en la boca piensa que es momento de volver al apartamento. Y así hace. El veraneante, mientras emprende camino de regreso, considera que en este paseo no ha pasado gran cosa, y que sería fútil y superfluo reseñar nada de ello en un post, pero a veces las ganas de compartir son grandes. Como ahora.




Mi primera comunión


El 27 de mayo de 1965 amaneció tibio y soleado. Era el día que yo tomaba mi primera comunión. La noche anterior mi madre me había lavado a conciencia en una tinaja de plástico verde llena de agua suave y espumeante y oloroso jabón. Hasta me lavó el pelo. Me fui a dormir con la plácida y relajante sensación de estar limpio de cuerpo y alma (el día anterior nos habíamos confesado todos los niños que íbamos a tomar la comunión).
Este bendito día yo ya sabía que después de la ceremonia que iba a celebrarse en la iglesia de San Pedro del Grao de Castellón, mis padres habían preparado un opulento y desmesurado banquete en el patio de mi tío Facundo, donde guardaba los aperos de la barca de pesca.
Mis tías Vicentica, Mari Carmen, María y mi madre se habían pasado la tarde anterior montando bocadillos de chorizo, de mortadela, de pamplonés, de queso (de jamón no; por aquel entonces el jamón era un alimento demasiado caro)… que había comprado mi madre en la tienda de ultramarinos que tenían mi tía Paquita y mi tía Vicentica, y luego los envolvían en un papel de seda blanco que realzaba la humilde condición del bocadillo.
También había botes de hojalata enormes de aceitunas ¡rellenas!, y latas de mejillones, y de berberechos en conserva, y bolsas de papas, y de frutos secos: almendras, avellanas, nueces…y galletas saladas redonditas y otras con forma de letras…y botes de melocotón en almíbar, y unas cuantas bandejas de pasteles de merengue…
…Y para acabar de redondear el festín, mi padre trajo unas cajas de madera cuadriculadas llenas de botellines de cerveza. Luego trajo otras de Trinaranjus, y de Fanta… Las botellas las pondría en un cubo con hielo para que estuvieran fresquitas. También vi botellas de coñac 103 y de vino moscatel, y de champán (en aquel tiempo la palabra “cava” no la conocíamos) todas expuestas en un rincón del comedor. Los cubiertos, los vasos y los platos (de vidrio, porque entonces aún no eran común los de plástico) nos los dejó nuestra vecina la sinyo Paquita. Y no le rompimos ni un vaso…
Por la mañana, muy temprano, mi madre me despertó. Después de un frugal desayuno me puso el blanquísimo traje de marinero, rematado con el azul peto de gala. Aún recuerdo la suave y fresca textura de aquella tela impoluta que ya jamás volvería a vestir. Después me hizo el pelo con primor. Y me puso colonia.
Mi padre se vistió de traje y corbata. No parecía el mismo. Y mi madre se puso un traje amarillo floreado que estrenaba aquel día.
Los tres fuimos a pie hasta la iglesia.
La ceremonia fue vistosa y colorida. Y al terminar, como ya estaba previsto, nos dirigimos al patio de mi tío Facundo.
El terroso patio se llenó de gente que, alegre y dicharachera, comía y bebía con sano desenfado. Aquel día fue la primera vez que probé la cerveza. ¡Qué cosa más amarga…! No pude beber más que un sorbo. Yo andaba, con la complicidad de mi padre, de aquí para allá de la larga mesa forrada de papel blanco donde estaban los exquisitos manjares, con la enjundia de un maharajá. Me sentía el dueño de todo. Y todos miraban a aquel niño de siete años como a un auténtico jefe de tribu.  Hasta mis amiguitos me hablaban con cierta reverencia.
Mis zapatos, de reluciente charol, se ensuciaron un poco al patear el suelo del patio. Yo los miraba con displicencia y continuaba a lo mío. A ser el amo del micromundo que el destino me ofrecía, me sentía feliz y poderoso. Todos mis familiares y amigos me miraban con admiración. Y yo fui feliz, ingenuamente feliz. Y hoy soy feliz al recordarlo…


El poeta fantasma


Hay muchos tipos de fantasmas. Pero a mí hay uno que me fascina. Es el fantasma poeta. Lo conocí hace mucho tiempo en el blog de Joselu. Según me dijo el espectro fantasmal, vive allí la mayor parte del tiempo, aunque también visita los blogs de Lore, Marinel, Toro Salvaje (menudas se montan allí con los personajes fantasmagóricos que crea Xavi), y, a veces, también aparece en el de Luís Antonio, en el de Toni, en el María y en el de Gemma. En cualquiera de ellos lo podemos encontrar.
-¿Y puede salir de los blogs…?
No suele salir de las redes. Pero poder, puede. De hecho, un día que venía un poeta a dar una conferencia a mi instituto me lo encontré en el hall del centro. Había tomado la forma anónima de un alumno, pero yo le reconocí al instante. No hace ruido al pisar, no hace sombra, y no huele a nada, absolutamente a nada. Él me guiñó un ojo y entró en la sala de actos. E inmediatamente desapreció a la vista de los humanos. Nadie se dio cuenta de ello.
-Por cierto, ¿Por qué has dicho “él”? ¿Tienen sexo los fantasmas…?
Claro que tienen sexo. No vayas a creer que son ángeles. Hay, no obstante, un gran desconocimiento sobre el tema porque los fantasmas son muy reservados y adoptan cualquier tipo de apariencia. Y esto confunde mucho. Los fantasmas femeninos son más sutiles, más reservados, más emotivos… Los masculinos se presentan como más directos, más traviesos, menos susceptibles. Ellos van a lo que van. Y ellas, tenéis que saberlo, no van si no se les llama, y a veces, ni aun así. Hay quien las confunde con las musas. A lo mejor son musas, pero como yo no conozco a ninguna, no puedo afirmarlo.
-Entonces, ¿el fantasma poeta es masculino?
Pues yo diría que sí. Pero como es tan difícil desentrañar la naturaleza fantasmal, lo voy a dejar en un interrogante. Al fin y al cabo el sexo no tiene más importancia que la que uno le quiera dar.
Total, que el fantasma poeta recorre los posts alegremente y engatusa a unos, enloquece a otros, enamora a quien se deja, irrita a los irascibles, y encandila a los amantes de la divina poesía.
-… Porque has dicho que ese fantasma es poeta.
¡Claro! Por eso anda entre versos y rimas. Él no dice nada, se limita a influir en el ánimo de quien escribe y de quien lee.
Pero la gente no siempre responde bien a los consejos subliminales del fantasma poeta. Y eso le irrita. Y no hay que irritar a los fantasmas. Por eso, si notáis su presencia en algún blog (puede aparecer en cualquiera) leed el post con seriedad y con mucho cariño. Y después haced un comentario sincero. Eso le encanta.

El fantasma poeta es inmortal. Como la poesía.

¿De qué hablan (algunas) mujeres?


Son las dos y media. Estoy en un restaurante y me acaban de servir el plato de paella que he pedido. Y es que mi mujer está de excursión a Peñagolosa con sus alumnos. Mientras doy buena cuenta de la sabrosa paella, entran tres chicas jóvenes risueñas y saltarinas. Se sientan unas mesas más allá.
Llega el camarero y piden. Yo sigo mi callada conversación con el suculento arroz con verduras y carne. Ellas hablan y hablan y ríen.
El camarero les sirve la bebida y enseguida llegan los tres platos que han pedido. Yo ya he terminado mi plato de paella. Las jóvenes siguen manteniendo una animada y alegre conversación. Y de pronto a voz en grito una de ellas suelta:
-¡Pero qué bueno que está…!
Me pica la curiosidad y con disimulo trato de acertar a ver cuál es aquel plato que está tan bueno… y entonces oigo que otra de sus amigas le contesta:
-¿…Y cómo dices que se llama?

-Alberto. Alberto. Está para comérselo… 

Primavera en la Plana


Esta mañana he salido a pasear con mi mujer y la perrita de mi hija, que se llama Lluna. Hemos ido por lo que en Castellón se conoce como la “ruta del colesterol”, que es un paseo que bordea gran parte de la ronda Este de la ciudad y donde centenares de castellonenses queman su colesterol andando, corriendo o yendo en bicicleta o patines. Es un paseo muy saludable y ameno.
El paseo, en un momento determinado, bordea unos naranjales que, ¡oh desidia! Están abandonados. La fuerza atroz de la primavera, en cambio, no abandona a nada ni a nadie. Y los naranjos están floreciendo con una fuerza exuberante. Las blancas flores olorosas tiznan de puntitos cándidos las verdes hojas de un solitario naranjo. Es un naranjo que vive próximo al camino de los viandantes. Tanto, que sin salirse de la senda, con solo alargar la mano uno puede acariciar las pálidas flores del naranjo. Pocos son los que obvian este regalo de la primavera. Hay quien se acerca y mira las níveas flores. Otros las palpan como quien arrulla a un niño. Y otros se atreven a arrancar un ramito de flores de azahar. Pero ¡cuidado! las ramitas tienen espinas ¡como las rosas! Si. Es verdad. Hay que ir con cuidado de no pincharse mientras cortas la pequeña rama y sientes la perfumada esencia de la flor del naranjo.
Hoy, mi mujer ha cortado un pequeño manojo de florecillas de azahar. ¡Qué feliz Sole con las flores en la mano!, pero, ya lo dije. Tienen aguijones. Y un diminuto pincho se le ha clavado en su dedo. Yo se lo he sacado. Ni siquiera una insignificante gotita de sangre ha aparecido en su pulido dedo.
Hemos regresado a casa satisfechos con nuestras florecillas primaverales. Las pondremos en el salón.
Pero a mí me gustaría compartirlas con vosotros. Ya sé que no se puede compartir el aroma, pero sí su breve y poco pretenciosa figura.
Estas flores producto de la Plana son para vosotros y vosotras.





El trébol (decepción primaveral)


Evaristo Cantalapiedra Gallego era un hombre feliz. Vivía feliz en su pueblo y todos lo tenían por persona francamente dichosa y venturosa. Su pronta sonrisa, sus amables pareceres, sus saludables saludos y su eterna alegría así lo confirmaban.
Aquel año el mes de abril llegó al pueblo cargadito de sol y buen tiempo. Hasta podía decirse que hacía calor.
La primavera hizo brotar verdísimas hierbas y flores de cientos colores por doquier. El aire se llenó de miles de aromas. Y Evaristo amaba esos aromas y esas flores y ese calorcillo. Porque Evaristo amaba la primavera. Y por eso, todas las tardes solía salir a pasear por el campo. Solo. Sin más compañía que lo que la primavera gratuitamente le ofrecía.
Una tarde, el sol amarillo y alto sobre el lejano horizonte, Evaristo caminaba tranquilo y relajado junto a un saltarín arroyuelo que por allí fluía. Le gustaba mirar sus bravas aguas transparentes, y oír su run run cadencioso al discurrir entre las rocas. Y también le cautivaban los variopintos insectos voladores que raseaban el pequeño riachuelo dibujando irregulares líneas que se perdían a su paso.
Evaristo lo tenía todo. Tal vez pecó de euforia desmedida al pensar en ello. Tal vez.
Llegó hasta un calvero otrora desangelado y ocre, y hoy vivo y verde. La frescura de aquel espacio hizo que sintiera deseos de hollar las hierbas que allí brotaban. Sintió un placer raro cuando sintió a través de sus zapatillas las caricias frescas que la naturaleza le ofrecía. Puso su mirada en aquellas mínimas formaciones vegetales. Verdes como la esperanza. Verdes. Verdes, superlativamente verdes. Adivinó que se trataba de un pequeño campo de tréboles. Casi sin querer miró las hojas. Y quedó perplejo. Encontró un trébol de cuatro hojas. Se frotó los ojos. Y entornó la vista. Justo a su lado había otro de cuatro hojas. Y otro, y otro. No daba crédito a lo que estaba viendo. ¡Todos los tréboles que tenía bajo sus pies tenían cuatro hojas! ¡Esto era el colmo de la suerte! No podía desperdiciar aquella oportunidad que la Naturaleza le estaba presentando. No tenía más que agacharse y recoger cuantas más mejor de aquellas mágicas formaciones vegetales.
Así hizo. Y cuando cogió el primer trébol, ¡Oh sorpresa! Vio que tenía sus pertinentes tres hojas. Pero no se desanimó. Cogió otro… y también… tres hojas. Y otro… y tres hojas… y así hasta que se dio cuenta que todos tenían tres hojas. No había ni un solo trébol de cuatro hojas. Evaristo siguió su camino con un trébol en la mano. Lo miró y, antes de tirarlo, echó una última mirada al pequeño campo de tréboles al tiempo que pensaba que no es verdad un campo de tréboles de cuatro hojas. Pero él fue inmensamente feliz durante unos segundos.



Distancias cortas


Jorge siempre había considerado a Esteban un hombre parco en palabras. Cuando a la hora del almuerzo se reunía en el bar con los compañeros del taller, casi nunca decía nada. Esteban escuchaba las bravatas y los comentarios más o menos chistosos de los demás y se limitaba a sonreír o reír abiertamente si la ocasión se terciaba.
Esteban, en cambio, había observado Jorge, solía dirigirse a quien tenía sentado junto a él e intercambiar largos pareceres. La presumible timidez de Esteban desaparecía por completo cuando se trataba de conversar con alguien tête à tête.
Un día coincidieron en el bar Esteban y Jorge en sillas contiguas. Tuvieron una conversación muy densa y fructífera al margen de la que se estaba llevando en el grueso del grupo. No parecía el mismo. Ocurrente, dicharachero, atrevido, locuaz…
Jorge se lo hizo notar a Esteban. Y este le contestó lacónico:
-Es que yo prefiero las distancias cortas…
…Y vosotros, ¿preferís como Esteban las distancias cortas…?

   

El sujetador azul celeste


Éramos unos chiquillos. Diecisiete años recién cumplidos. Pero ya hacía casi un año que salíamos juntos. Suficiente tiempo para saber que entre nosotros había algo más que una simple atracción física.
Y llegó la primavera. Y llenó toda la Plana de flores de rojo, verde, azul, amarillo, blanco… y se llenaron las flores de volanderos animalillos multicolores, y de susurrantes zumbidos… y el aire se llenó de azahar. Daba gusto respirar…
Nosotros dos, cogiditos de la mano, fuimos al monte. Era una tarde soleada. El monte estaba solitario. Nada mejor que la soledad para unos amantes. Subimos por una senda de tierra reseca y llegamos a una fuente. Un hilillo de agua salía de las entrañas de una roca. Bebimos y nos mojamos. Y nos reímos. Y caímos al suelo de pura felicidad. Y ¡ay! su pantalón vaquero se rasgó al rozar con una puntiaguda piedra dejando ver un puntito de sus encarnadas bragas. Rápidamente se quitó el jersey y se lo anudó a la cintura. Nos volvimos a reír. Y abrazaditos bajamos hasta unos pinos que ofrecían generosa y saludable sombra. Allí, sobre la hierba nos sentamos. En una atrevida y vertiginosa mirada pude adivinar a través de los botones de su camisa rosa el color de su sujetador. Era azul celeste. No parábamos de hablar. Y de mirarnos a los ojos. Y de escuchar los trepidantes gorjeos de los pájaros que revoloteaban a nuestro alrededor. La tarde era luminosa. El sol lucía con fuerza. Casi se diría que hacía calor. Nosotros seguíamos a lo nuestro. A devorarnos con las palabras y los ojos. A conocernos hasta lo más profundo de nuestra alma. El azul celeste de su sujetador brillaba ahora con furia y deseo contenido.
Y fue entonces cuando escuché una de las frases que más hondo han calado en mi ser:
-Miguel, eres la persona a la que más quiero en este mundo…
  

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