La explicación y escenificación
de lo que pasó en la Gran Guerra
fue el pretexto, pero Luís ya hacía bastante tiempo que había decidido eliminar
de un plumazo sus pesadillas.
Aquellos alumnos le hacían la
vida imposible. Eran su pesadilla. Y ya había llegado a un extremo que la
cuestión era ellos o él. Y había pensado que en aquella disyuntiva sería él
quien vencería.
Compró por Internet una vieja
máscara antigás de esas que se usan en las guerras, y se hizo, no se sabe cómo,
con un bote de gas venenoso.
Programó la demostración de cómo
actúa el gas venenoso para el martes a última hora, que era cuando tenía a los
de tercero C.
Cuando entraron los alumnos a
clase, se vieron sorprendidos por la presencia de un extraño personaje que
parecía un ser de otro mundo. Era él, el profesor, que se había puesto la
máscara antigás. Algunas chicas chillaron al verle de puro susto. Pero poco a
poco todos fueron tomando asiento expectantes a lo que les ofrecía aquel día el
profesor.
Algunos se reían. Otros se
burlaban ostensiblemente. Pero el ánimo que más dominaba entre el alumnado era
la curiosidad. Por eso, poco a poco fueron callando esperando a que aquel
extraño ser que tenían delante de ellos se manifestara en un sentido u otro. Y
así hablo el profesor:
-Voy a demostraros aquí en
clase-hablaba con una voz nasal y ahogada- la bestialidad de aquellas armas que
se utilizaron en las trincheras en el transcurso de la primera Guerra Mundial.
José Luís- José Luís era el delegado de la clase- cierra bien la puerta por
favor… Y tú, Raquel, cierra las ventanas.
Cuando vio que tanto la puerta
como las ventanas estaban completamente cerradas, maquinalmente y como quien no
hace la cosa, el profesor destapó resueltamente el bote de gas venenoso que
blandía en su mano izquierda, y el aire se llenó de un hálito mortal.
Al instante los alumnos empezaron
a sentir los efectos de aquel ponzoñoso gas. Hubo quien intentó levantarse,
pero cayó muerto en el suelo. Hubo quien se puso las manos en la boca y la
nariz, pero pronto su cabeza fue a dar inánime sobre el pupitre. Algunos se
retorcían de dolor o desespero aferrándose con sus manos la garganta en un vano
intento por buscar aire puro. No hubo gritos. Uno a uno fueron cayendo
lentamente sumidos en una dulce muerte. El ser ultramundano, aún con el bote de
gas letal en la mano, miraba con suma fruición la escena sin mover ni un ápice
cualquiera de sus músculos.
Al cabo de un par de minutos, en
la clase reinaba la muerte.
El profesor, de apariencia
fantasmal, miraba como un dios su creación. No había sobrevivido nadie. El
golpe había sido certero, fatal y satisfactorio.
Cuando se cercionó de que el
único ser humano que había con vida en la clase era él, con toda la parsimonia
del mundo, escribió algo en la pizarra con letras mayúsculas y caligrafía bien
grande. Después, sin quitarse la máscara antigas, se acercó a una ventana.
Lentamente descorrió el cristal y entró una ráfaga de vivificante aire puro en
la clase. Entonces se asomó a la ventana y se tiró al vacío. La muerte fue
instantánea.