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La casa del lazo rojo


El decorado es simple en grado extremo. En un mural está  dibujada la fachada de una casa. En la puerta hay un lazo rojo anudado sobre el picaporte. En el primer piso hay dos ventanas. El resto está pintado de blanco.
Un hombre de mediana edad al que llamaremos “hombre número1” está de pie junto a la puerta.
Al cabo de un minuto aparece otro hombre, tal vez sean de la misma edad, al que llamaremos “hombre número 2”

Hombre 2: Le vendo la casa.
Hombre 1: Si no pide mucho, a lo mejor se la compro.
Hombre 2: ¿Le gusta la casita… eh? ¿Cuánto estaría dispuesto a pagar por ella?
Hombre 1: Lo que más me gusta de la casa son las dos ventanas. Son preciosas.
Hombre 2: …Y el lazo rojo, ¿Le gusta?
Hombre 1: Pues la verdad es que no me había fijado en él, pero ahora que lo dice… pues sí, es muy bonito. ¿Para qué sirve?
Hombre 2: No, no, no, el lazo rojo no sirve para nada, es solo de adorno, ya sabe… las mujeres…
Hombre 1: ¿Lo puso su mujer?
Hombre 2: No lo sé, tal vez. Nunca me lo he preguntado.
Hombre 1: Hace usted muy mal en no preguntarse las cosas. Yo conocí a un político que no se preguntaba las cosas… y ahora está en la cárcel.
Hombre 2: No me lo puedo creer…
Hombre 1: ¡Como que no es verdad! Es mentira. La verdad es que hubo una amnistía fiscal y, pues eso, le amnistiaron.
Hombre 2: Si, claro, es lo que tienen las amnistías…
Hombre 1: A mí siempre me han gustado las amnistías.
Hombre 2: ¿Las políticas?
Hombre 1: Sí, las políticas, también.
Hombre 2: Pues ya le digo, le vendo la casa.
Hombre 1: Si que la compraría pero…ese lazo rojo ahí, que no se sabe ni quién lo ha puesto. No sé, no sé… Mire, si no me averigua quién puso el lazo rojo en la puerta, no le compro la casa.
Hombre 2: Si le urge, se lo puedo preguntar a mi mujer.
Hombre 1: No, no hace falta que la moleste. A lo mejor ahora mismo su mujer está comprando una casa.
Hombre 2: Y usted ¿cómo sabe que mi mujer está comprando una casa?
Hombre 1: Es lo normal ¿no?
Hombre 2: Sí, claro, claro, es lo normal… pero vayamos al grano. ¿Me compra la casa o no?
Hombre 1: Sí, se la compro. Lo he pensado dos veces y se la compro. Con el lazo y las dos ventanas ¿eh?
Hombre 2: Faltaría más…
Hombre 1: A mí, desde pequeñito que me han gustado las ventanas. Si algún día me comprara una casa, lo primero que haría es ver si tiene ventanas. Por lo menos dos ventanas tendría que tener, si no, no la compraba.
Hombre 2: Pues nada, le vendo la casa.
Hombre 1: ¿Cuántas ventanas tiene la casa?
Hombre 2: De momento, dos. Pero si quiere…
Hombre 1: No, no. Dos ventanas es lo ideal. Una para mí y una para su mujer.
Hombre 2: Pero mi mujer no puede venir aquí. Se pasa todo el día comprando casas. Ya sabe…
Hombre 1: De todas maneras, antes de comprar la casa es de buen gusto entrar y verla.
Hombre 2: Por supuesto. Yo se la enseño. Lo que pasa es que no tengo la cuerda aquí.
Hombre 1: ¿La cuerda…?
Hombre 2: Sí, la cuerda para trepar a la ventana. Es que no se lo he dicho. Es un detalle sin importancia… esta casa no tiene puerta. Esta puerta es falsa. Solo sirve para colgar el lazo rojo. Se entra por la ventana. Y claro, para eso hace falta la cuerda.
Hombre 1: ¿Y es muy larga la cuerda?
Hombre 2: A gusto del consumidor. Yo me conformo con una de tres metros.
Hombre 1: …Y a mí, que eso de tener que entrar a mi casa por la ventana no me acaba de convencer…
Hombre 2: Eso es porque no está usted acostumbrado. A todo acaba acostumbrándose uno.
Hombre 1: Pues… no le compro la casa.
Hombre 2: Mi mujer se va a disgustar…
Hombre 1: Lo tiene bien empleado por dejar el lazo rojo colgado ahí, de cualquier manera…
Hombre 2: No se lo tome usted así, a lo mejor lo hizo sin querer.
Hombre 1: Si, sí, eso dicen todos… y luego, te encuentras en la calle y ¡zas¡ te venden una casa sin puerta…
Hombre 2: Ese es el problema que tenemos en este país. Es que la gente últimamente se ha vuelto muy exigente. Yo he llegado a vender casas sin techo. Casas sin ventanas, y hasta una vez vendí una casa sin paredes… pero ahora esto ha cambiado. Ni la idea de mi mujer del lazo rojo sirve…
Hombre 1: No importa. Le compro el lazo rojo.
Hombre 2: ¿De veras?
Hombre 1: Se lo compro. No se hable más.
Hombre 2:  No. No se lo vendo. Se lo regalo.
Hombre 1: Es usted tan bondadoso... que se merece una mujer así.
Hombre 2: No se lo diga a mi mujer, por favor. Ella siempre le ha tenido tanto cariño a ese lazo rojo. Si un día viene y no lo ve colgado del picaporte…
Hombre 1: Pues no le compro el lazo rojo.
Hombre 2: Así me gusta. Es usted un hombre íntegro.
Hombre 1: Esto hay que celebrarlo.
Hombre 2: Pues lo vamos a celebrar con todos los amigos y amigas bloggeros:


Hombre 1 y Hombre 2: FELICES FIESTAS Y UN MARAVILLOSO AÑO 2015!!!!! 

Racismo


Es la sala de espera de una clínica privada. Solo hay tres personas. Una niña de unos diez años y sus padres. Permanecen en silencio. El grave silencio que impregna la estancia solo es perturbado por ahogados ruidos de puertas que se abren y se cierran, y lejanos tacones que andan por corredores interiores del centro hospitalario.
La niña no está asustada. A la niña se la ve tranquila y feliz porque viene a que el médico le dé de el alta. Sus padres, sentados a ambos lados de ella, callan.
La madre ha dejado despreocupadamente el bolso y su abrigo en la silla contigua. No hay problema de espacio. Están ellos solos. Aún hay cuatro o cinco asientos libres.
Son casi las cinco. Pronto saldrá la enfermera y los llamará. Y por fin les dirá que todo terminó. Que la pesadilla acabó. Que la niña ha respondido perfectamente a todas las inacabables intervenciones quirúrgicas a las que ha tenido que someterse, y que está sana.
Entonces oyeron pasos. Seguro que alguien llegaba por el largo pasillo que daba a la sala de espera.
Se trataba de una enfermera y un hombre joven, tal vez acababa de cumplir los treinta. La enfermera le dijo que se sentara y esperara, y amablemente, se despidió.
El joven recién llegado era enjuto y moreno. Y se le podían atribuir sin miedo al error todos los rasgos de un magrebí. Porque aquel joven era magrebí.
El magrebí dio las buenas tardes con marcado acento extranjero y se sentó.
La mujer, nada más verlo entrar, como movida por un extraño resorte instintivo cogió su bolso y se lo puso en la falda.
Los semblantes de la mujer y su marido cambiaron. La niña seguía igual de saludable y serena.
Si fuera posible leer los pensamientos, habríamos visto que la mujer había pensado que qué pintaba un moro, que a lo mejor ni tenía papeles, en una consulta elitista como aquella. El marido tenía la convicción de que aquella persona estaba allí por las malditas ONGs, que no hacen sino perturbar la paz del estado del bienestar de su país. Y entonces pensaba que si no hubiera sido mejor derivarlo a un centro público…
Mientras esto pensaban, se abrió la puerta de la consulta.
La madre, el padre y la niña, hicieron ademán de levantarse, pero enseguida su acción fue interrumpida por la voz de la enfermera:
-Mohamed, puedes pasar.
Mohamed, porque así se llamaba aquel joven moro, se levantó ansioso y entró en la consulta.
Tras él la puerta se cerró.
¡El colmo! ¡Esto es el colmo! ¡encima le dejan entrar a él primero! ¡malditos moros de mierda! ¡pero en qué país vivimos! ¡ya les mandaría yo en una patera a un sitio que yo me sé…!
Estas y otras desventuras aún peores salían de las mentes de los progenitores de aquella angelical criatura que no perdía su sonrisa feliz.
De pronto, no habían pasado ni un par de minutos, el médico en persona abrió la puerta y les hizo pasar, deshaciendo los fieros juicios de aquel matrimonio.
Entraron y vieron con desprecio, que aquel magrebí estaba estado en una silla en una esquina de la consulta.
¡pero qué pinta este hombre aquí! ¡alguien nos lo puede explicar!
El médico les invitó a sentarse a los tres, y así lo hicieron. Y una vez esto, el doctor les dijo con voz pausada y emocionada.
-Los informes, tal como les indiqué por teléfono ayer, son concluyentes. Y el motivo es de alegría. De mucha alegría. Porque la niña está totalmente curada. El transplante de médula fue un éxito. Y por eso quiero presentarles al donante de médula gracias a quien vuestra hija sigue con vida: Mohamed.



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