Esta mañana he salido a pasear
con mi mujer y la perrita de mi hija, que se llama Lluna. Hemos ido por lo que
en Castellón se conoce como la “ruta del colesterol”, que es un paseo que
bordea gran parte de la ronda Este de la ciudad y donde centenares de
castellonenses queman su colesterol andando, corriendo o yendo en bicicleta o
patines. Es un paseo muy saludable y ameno.
El paseo, en un momento
determinado, bordea unos naranjales que, ¡oh desidia! Están abandonados. La
fuerza atroz de la primavera, en cambio, no abandona a nada ni a nadie. Y los
naranjos están floreciendo con una fuerza exuberante. Las blancas flores
olorosas tiznan de puntitos cándidos las verdes hojas de un solitario naranjo.
Es un naranjo que vive próximo al camino de los viandantes. Tanto, que sin
salirse de la senda, con solo alargar la mano uno puede acariciar las pálidas
flores del naranjo. Pocos son los que obvian este regalo de la primavera. Hay
quien se acerca y mira las níveas flores. Otros las palpan como quien arrulla a
un niño. Y otros se atreven a arrancar un ramito de flores de azahar. Pero
¡cuidado! las ramitas tienen espinas ¡como las rosas! Si. Es verdad. Hay que ir
con cuidado de no pincharse mientras cortas la pequeña rama y sientes la
perfumada esencia de la flor del naranjo.
Hoy, mi mujer ha cortado un
pequeño manojo de florecillas de azahar. ¡Qué feliz Sole con las flores en la
mano!, pero, ya lo dije. Tienen aguijones. Y un diminuto pincho se le ha
clavado en su dedo. Yo se lo he sacado. Ni siquiera una insignificante gotita
de sangre ha aparecido en su pulido dedo.
Hemos regresado a casa
satisfechos con nuestras florecillas primaverales. Las pondremos en el salón.
Pero a mí me gustaría
compartirlas con vosotros. Ya sé que no se puede compartir el aroma, pero sí su
breve y poco pretenciosa figura.
Estas flores producto de la Plana son para vosotros y
vosotras.