No sé si os pasa lo que a mí, pero, cuanto estoy satisfecho conmigo mismo, cuando mi conciencia está en calma, cuando soy feliz, me entran unas ganas casi irrefrenables de compartir mi estado de ánimo con las demás personas. Con todo aquel que se ponga por delante o con todo aquel que tenga a tiro de Internet. Y así hago. Pero esta situación hay que adquirirla. No se nos regala. Nos la tenemos que ganar.
Y ahí es donde entra en juego esta terrible disyuntiva de si para ser feliz uno tiene que dar rienda suelta a su egoísmo, o si, por el contrario, no es posible alcanzar la felicidad si uno se muestra egoísta. Este es el gran dilema.
Pero como pasa con todo, tenemos que acudir al mundo de los matices. Y matizando veremos que hay un egoísmo insano, nefasto, indeseable, que busca el propio bien a costa del mal de los demás; y que luego hay otro egoísmo sano, simple, apetecible, que consiste en procurarse la propia satisfacción sin más. Respetando la libertad y la voluntad del prójimo. Es a este último egoísmo a donde tenemos que encaminar nuestro albedrío. Y entonces descubriremos que es posible ser feliz sin tener que serlo a costa de mermar la felicidad de los demás. Es posible ser egoísta sin ser un ser malvado. Es más, es posible ser egoísta siendo todo un virtuoso.
Tal vez la educación judeocristiana haya confundido este término, el del egoísmo, impregnándolo de una cualidad pecaminosa que nos ha llevado a la equívoca convicción de que todo aquello que es placentero y satisfactorio es de por sí impuro y dañino para el alma. Y, en cambio, no hay nada más lejos de la legitimidad. Y de la evidencia. Cuando alguien esta satisfecho, aunque sea una satisfacción eventual, se abre a hacer el bien. Esto es un hecho probado. Y al revés. Por eso me atrevo a decir que Epicuro tenía razón. La clave está en el placer. Y, como decía más arriba, ese placer que es sensible con los demás, que respeta la libertad ajena, a ese placer es al que hay que dirigir nuestras vidas, buscando momentos y sensaciones que inunden nuestro ser de paz, tranquilidad, sosiego y buenas vibraciones. Entonces, desbordantes de felicidad, nuestra alma estará ansiosa y preparada para dar a manos llenas felicidad.
Y ahí es donde entra en juego esta terrible disyuntiva de si para ser feliz uno tiene que dar rienda suelta a su egoísmo, o si, por el contrario, no es posible alcanzar la felicidad si uno se muestra egoísta. Este es el gran dilema.
Pero como pasa con todo, tenemos que acudir al mundo de los matices. Y matizando veremos que hay un egoísmo insano, nefasto, indeseable, que busca el propio bien a costa del mal de los demás; y que luego hay otro egoísmo sano, simple, apetecible, que consiste en procurarse la propia satisfacción sin más. Respetando la libertad y la voluntad del prójimo. Es a este último egoísmo a donde tenemos que encaminar nuestro albedrío. Y entonces descubriremos que es posible ser feliz sin tener que serlo a costa de mermar la felicidad de los demás. Es posible ser egoísta sin ser un ser malvado. Es más, es posible ser egoísta siendo todo un virtuoso.
Tal vez la educación judeocristiana haya confundido este término, el del egoísmo, impregnándolo de una cualidad pecaminosa que nos ha llevado a la equívoca convicción de que todo aquello que es placentero y satisfactorio es de por sí impuro y dañino para el alma. Y, en cambio, no hay nada más lejos de la legitimidad. Y de la evidencia. Cuando alguien esta satisfecho, aunque sea una satisfacción eventual, se abre a hacer el bien. Esto es un hecho probado. Y al revés. Por eso me atrevo a decir que Epicuro tenía razón. La clave está en el placer. Y, como decía más arriba, ese placer que es sensible con los demás, que respeta la libertad ajena, a ese placer es al que hay que dirigir nuestras vidas, buscando momentos y sensaciones que inunden nuestro ser de paz, tranquilidad, sosiego y buenas vibraciones. Entonces, desbordantes de felicidad, nuestra alma estará ansiosa y preparada para dar a manos llenas felicidad.