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El contenedor blanco



Érase una vez… (así quiero comenzar este post en recuerdo y en homenaje a la gran Ana María Matute)

…Serían poco más de las once de la noche. La playa a estas horas se diría que está desierta, si no fuera por la sombra cenicienta de algún pertinaz pescador de caña o la escondida presencia de alguna pareja de amantes.
La gente pasea tranquilamente por el paseo marítimo disfrutando del fresquito de la brisa marina.
Los coches circulan parsimoniosos junto al paseo marítimo.
Nada hay de particular. Si no fuera porque por la carretera se acerca un monstruoso camión cargado con un enorme contenedor. ¡A estas horas…!
Ha puesto el intermitente. Pretende girar a la derecha. Por el camino que da a la playa. La gente se para como quien no hace la cosa y observa la maniobra del descomunal vehículo.
El camión ha entrado en la playa y se ha confundido en la penumbra de la noche. Si uno hubiera aguzado la vista, habría advertido la presencia de unos hombres grisáceos que habían bajado del camión y con profesional desenvoltura estaban maquinando algo. La gran mayoría de la gente paseaba ajena a estas extrañas industrias de estos hombres metálicos.
Al cabo de unos minutos ya habían finalizado su labor. El voluminoso contenedor descansaba sobre la arena. Y el camión ya había iniciado las maniobras para salir de la playa. Con la misma discreción con que llegó el camión, desapareció de la playa.
Los veraneantes paseaban ufanos totalmente despreocupados por aquel aparatoso cajón pintado con raída pintura blanca que había quedado junto a la orilla de la mar.
Pasó la noche. Y despertó un nuevo día de sol.
En la playa vacía de bañistas destacaba la enigmática mole del blanco contenedor.
Poco a poco la playa fue llenándose de gente con sus preceptivas sombrillas y sus necesarias toallas. Todos miraban el gran cajón varado en la playa que recordaba a una blanca ballena, pero nadie decía nada. Cada cual iba a lo suyo.
Solo los niños merodeaban con curiosidad alrededor del misterioso armatoste.
-Hay una pegatina de un cocodrilo.
-Será propaganda de ropa…

Continuará...



Sole y la luna


Es sábado. Después de cenar, mi mujer, la perrita Lluna y yo nos hemos ido a dar un pequeño paseo. Mi hija se ha quedado en el apartamento viendo la tele. Es junio y el sol, con adorable premiosidad, busca las cercanas montañas que rodean la Plana de Castelló. Se está haciendo de noche. La luna aún está escondida en las entrañas de la mar. Pero una mancha fulgurante de un rojo lunar sobre la mar delata su presencia. No tardará el astro rey de la noche en asomar su rojizo rostro.
Hay unos bancos de cemento que jalonan una breve escollera alumbrada por unas farolas que proporcionan una mortecina y cálida luz al paseante. Nos sentamos en uno de ellos.
No hay viento. La calma domina el paisaje. Y la mar parece una balsa de aceite.
-Mira ya está saliendo la luna…
La luna tiene un rostro hierático. Serio. Arcaico. Parece una escultura…
La gente, cuando llega a la escollera, saca sus móviles y le saca una foto a la luna.
-¡Está preciosa!
A mí siempre me ha gustado el silencio de la luna. Que nos mira fijamente y no dice nada.
-Mira cómo mira la luna.
-Las estrellas no tardarán en salir.
-Cuando yo era pequeño, creía que las estrellas de mar eran estrellas siderales que habían caído del cielo….
-Estas luces…
-No sé. Parece una barquita que está pescando.
-La verdad es que hay muy buena mar.
-Sí. Se está muy bien aquí.
-Fíjate que apenas se oye el rumor de las olas.
-Se respira paz y tranquilidad.
-¿Por qué me miras así…?
-Porque sé qué estas pensando.
-Sí. Voy a hacer un post sobre esto.
Risas y carantoñas…




El veraneante


Hace tres días que el veraneante está en su lugar de veraneo. Es un apartamento frente a la playa de Benicàssim. Todos los años al llegar el mes de junio el veraneante coge sus bártulos y se viene a esta ciudad costera a pasar el verano.
Es junio. Las clases aún no han terminado. Las mañanas, muy a su pesar, el veraneante se las pasa en el instituto tratando de ultimar, con la mayor ecuanimidad que su mente avezada a tales menesteres es capaz de ofrecerle, una justicia pedagógica, que no siempre se ajusta a los ideales que el veraneante tiene de lo justo, y esto le preocupa…
Por la tarde, después de comer, el veraneante suele echarse una siesta. Al veraneante le gusta y aprecia mucho estos momentos en que se deja atrapar por ese sueño fácil y gratuito. Y siempre que puede, no lo obvia.
Esta tarde, al levantarse de la siesta ha salido al balcón y ha visto la mar en calma. Y el sol en todo lo alto. Y ha decidido ir a pasear por la orilla de la playa. Al veraneante le encanta pasear por la orilla de la playa. Sin prisa, saboreando las frescas aguas marinas en sus pies. Sintiendo la mullida y húmeda arena. Mirando a través de las claras aguas la amena presencia de inofensivos organismos marinos. Ahora un cangrejo corredor, ahora un diminuto ermitaño custodiando su concha tomada de algún molusco, ahora un solitario pez que muerde con sus dientecillos la ondulada arena, ahora un puñado de minúsculos pececillos que revoltean de aquí a allá y que evitan la presencia del pacífico veraneante…
Cuando está frente al Voramar (el Voramar es un hotel que está junto a la playa) el veraneante suele poner su mirada en la cercana montaña. Las olas del mar bañan el pie de la montaña. Los pinos verdes alegran la pequeña ladera del risco. Al veraneante siempre le conmueve ver en qué ha quedado la antigua vía del tren. Ahora hay un camino de tierra. Hace años el tren pasaba por la falda de la montaña, rozando las aguas mediterráneas, manchando de humo negro los algarrobos que bordean el camino, y llenando el aire de estrépito metálico. El veraneante, entonces, tiene tendencia a la melancolía. Y es proclive a la ensoñación. Y piensa que el pasado y el presente confluyen en su mente. Y mientras chapotea por la orilla de la playa de fina arena, el veraneante advierte la presencia de una sepia. El veraneante no quiere molestarla y se para. Pero la simpática jibia no se fía del veraneante. Y batiéndose en retirada el veraneante ve cómo el cefalópodo desaparece entre las rocas de la escollera…
El veraneante, sin saber bien por qué, ha sonreído mientras huía la sepia. Y aún con la sonrisa en la boca piensa que es momento de volver al apartamento. Y así hace. El veraneante, mientras emprende camino de regreso, considera que en este paseo no ha pasado gran cosa, y que sería fútil y superfluo reseñar nada de ello en un post, pero a veces las ganas de compartir son grandes. Como ahora.




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