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La barbería II (Se acaba el verano)


La puerta de la barbería se abrió y entró un hombre de mediana edad.
-¡Buenos días, Angel!
-¡Hola Pedro…! Anda, siéntate un momento que enseguida estoy contigo.
-No hay prisa, Ángel.
Ángel está en plena tarea de cortarle el pelo a Damián. Damián no dice nada. Ni Ángel, ni el cliente que acaba de entrar en la barbería. Hay un silencio un tanto violento. Repantigado en el sofá carmesí, Pedro mira al techo. Seguramente estará calibrando el alcance de la mancha de humedad que hay junto al plafón. Pero calla. Es algo  que a él no le concierne. Ya verá Ángel si hay que repintarlo o quizá llamar al fontanero. Pero eso a él no le importa, y calla.
 Damián está mirando a través del espejo el veloz y preciso movimiento de la maquinilla eléctrica que Ángel maneja con rapidez y eficacia.
A Damián siempre le ha producido un extraño placer mirar los volanderos pelillos blanquecinos que  salen disparados al aplicar Ángel la maquinilla sobre su cabeza. A Damián, que es un observador pertinaz, le llaman la atención los pequeños calveros que se forman  al paso implacable de la maquinilla. Damián piensa que son como efímeros caminos baldíos, inútiles y sin sentido, que no vale la pena tener en cuenta.
Damián piensa muchas veces que hay multitud de pensamientos que son como esos caminitos. Pero también cree que son necesarios. Son necesarios para alcanzar otros pensamientos. A veces se siente tentado de afirmar que en este mundo todo lo que se piensa es útil. Pero no lo tiene claro. Y entonces, calla. Y piensa.
De pronto hay una voz que rompe el sortilegio silencioso de la estancia. Es Pedro.
-Parece que se acaba el verano.
-Pues sí, ya va haciendo fresquito.
Es una conversación simple y elemental, sin ninguna pretensión más que la de que alguien le dé a uno la razón. Las obviedades es lo que tienen…
-Pues mira que ha hecho calor este verano…- Deja caer Pedro siguiendo con la conversación fácil e intrascendente que él mismo ha iniciado.
-Y que lo digas- le contesta Ángel sin apartar la mirada de la maquilla eléctrica.
Damián no quiere intervenir en la conversación, pero casi sin querer asiente imperceptiblemente a las palabras de uno y otro. Damián en el fondo se alegra de que el verano se vaya diluyendo poco a poco, como todos los años, dejando atrás días sofocantes de sol abrasador y baños en la playa. Damián se sentiría mal si el verano se fuera para nunca más volver. Pero no. El año que viene, por las mismas fechas, el verano volverá. Y esta sucesión de tiempo, fiel como un reloj suizo, llena de seguridad a Damián. Y Damián sabe que la seguridad es básica para ser feliz.
-Tendremos que ir sacando los abrigos…
-Pues sí. Pero no tengas prisa. Aún nos queda el veranillo de San Miguel.
-Ya…






El transistor


Ayer, por casualidad, buscando unos papeles en un cajón en la casa de mi madre me encontré este viejo transistor, del cual, lo confieso, ni me acordaba. Porque ya hacía tiempo que lo daba por muerto…
Este radio transistor lo compró mi padre en el otoño de 1968. Aunque hoy el negro de su semblante es apagado y mortecino, en el escaparate de la tienda “Electrodomésticos Cumba” del Grao de Castellón, en “el carrer de devant”, refulgía vivamente vestido con su funda de un potente negro acharolado. Daba gusto verlo. En su oscuro estuche de recio cartón había una etiqueta blanca que destacaba en su negra  piel. Era la etiqueta que marcaba su precio: 835 pesetas.
En un principio a mi padre le pareció muy caro. Hay que tener en cuenta que mi padre, si la semana había sido buena, ganaba unas 1.000 pesetas.
Después de pensárselo dos veces, entramos en el establecimiento y lo compró.
Yo estaba tan contento como cuando hacía dos años compramos el frigorífico. Casi tanto como cuando el pasado año compramos la tele. Lo miraba y lo acariciaba. Era suave y coqueto. En su parte superior disponía de un lacito de plástico muy a propósito para llevarlo colgado de la mano de un sitio a otro. Ya hace tiempo que el lacito negro no está. La marca era SHARP. Y disponía de AM. Lo de la frecuencia modulada aún no se llevaba.
La modernidad, pensaba yo, entraba en nuestra casa. La vetusta radio que teníamos incrustada en el pequeño mueble del comedor donde mi madre oía los seriales todas las tardes, nada tenía que hacer frente a las múltiples prestaciones del flamante transistor.
Mi padre oía los partidos del Castellón los domingos por la tarde, y por la noche las noticias (el diario hablado de radio nacional, más conocido como “el parte”).
A mí lo que de verdad me importaba era la música. Los sábados por la mañana ponían música actual. El último grito del pop. Eran peticiones de los oyentes. Y yo me llevaba el transistor a mi cuarto, lo colocaba junto a mí, y me recostaba en la cama. Y mirando el transistor oía las peticiones: “Tiempo de amor” de Juan y Junior. “Las flechas del amor” de Karina. “La vida sigue igual” de Julio Iglesias. “Arrodíllate” de Los Canarios. “La, la la” de Massiel. “Congratulations” de Cliff Richard. “Cuéntame” de Fórmula V. “Dalila” de Tom Jones. “El puente” de Los Mismos. “Cuando salí de Cuba” de Luís Aguilé…
Allí me enamoré definitivamente de la música pop. Más tarde, ya en el año 1974 oí en el programa “El ritmo del trabajo” de Radio Popular que hacían todas las tardes, una canción de la cual quedé prendado: “Girl”. La cantaban los Beatles. Por supuesto que había oído hablar de los Beatles, pero no los conocía musicalmente hablando. Al cabo de dos días fui a la tienda de discos a comprar uno donde estuviera esa canción. Él fue quien me descubrió a mis ídolos musicales…
En aquellos días empecé a aficionarme (movido por mi padre) al fútbol. El pequeño transistor me acompañó fielmente en las retransmisiones deportivas prácticamente hasta que me casé.
Además fue él quien una fría mañana de noviembre del año 1975 me avisó de que Franco había muerto. Y él me acompañó la larguísima noche del 23 de febrero de 1981 hasta que las noticias fueron tranquilizadoras con la alborada. Pero antes de cenar tuve que escuchar el bando que el general Milans del Bosch había redactado. Ni más ni menos que el toque de queda. El estado de excepción…
En el verano de 1979 fui llamado a filas. La mili. Y después del tiempo de instrucción en Cartagena me destinaron a Madrid. Mi primer permiso lo aproveché para llevarme el transistor. Me hacía sentir como en casa. Me lo llevaba a la litera y se dormía conmigo. Allí me enteré una noche de que la U.R.S.S había invadido Afganistán. Reagan se enfadó muchísimo y la tensión internacional subió hasta cotas semejantes a los peores tiempos de la guerra fría. Y yo haciendo la mili… Menos mal que al final la cosa no fue a más. Simplemente los americanos hicieron boicot a los juegos olímpicos de Moscú 1980.
Poco después de licenciarme de la mili me casé. Y el viejo transistor se lo quedó mi padre. Nosotros nos compramos uno mucho mejor, con FM incorporada. Y poco a poco le fui perdiéndole la pista.
Mi padre se compró un radiocassette donde oía las cintas de sus artistas favoritos: Conchita Piquer, El Príncipe Gitano, Rafael Farina, Juanito Valderrama, Bonet de San Pedro, Antonio Machín, Marifé de Triana…
Y el transistor quedó confinado en un cajón. Y allí quedó.
Y nadie supo más de él.
Hasta hoy. Que apareció sin hacer ruido en los confines de un cajón de casa de mi madre.
Cuando lo vi, sentí algo extraño. Algo que me recordaba que el pasado siempre vuelve. Nunca muere.
Lo cogí y miré a ver si tenía pilas. Tenía unas pilas antiguas marca “Tudor” que estaban en muy mal estado. Las saqué, lo limpié todo un poco y le coloqué unas pilas nuevas con el ingenuo deseo de que funcionara.
Nada más ponerle las pilas, el transistor dio un grito que me asustó. Era un aria que estaba cantando una soprano, pero yo lo interpreté como un alarido de queja de mi transistor…
Y es que los objetos, aunque muchas veces nos olvidamos de ello, tienen alma.












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