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Las mujeres envejecen antes que los hombres



“Lo que pasa es que las mujeres envejecen antes que los hombres”. Esta lapidaria frase soltó Adela dispuesta a zanjar el tema que le había llevado a una acalorada discusión con su jefe.
Adela y Alberto, su jefe de sección, tenían lo que podría llamarse una relación cordial. Pero aquel día Alberto la llamó a su despacho y la recibió muy serio. Comenzó diciéndole con una fingida simpatía que estaban todos muy contentos de su trayectoria al frente de su puesto de atención a los clientes en estos últimos treinta años. Pero le tuvo que decir lo que a él ya le habían dictado desde más arriba. Que querían un rostro joven (femenino, naturalmente, y de buena presencia, por supuesto) al frente de aquel cometido. Y Alberto se lo tuvo que decir. En cambio, pensó Adela, no dijo nada de su compañero de mesa, que es cinco años mayor que Adela. El seguiría en su puesto de trabajo.

La calle de los muertos




Fue leyendo la novela de Juan José Millás El Mundo cuando me di cuenta de que estaba en lo cierto. De que no eran imaginaciones mías. De que era verdad lo que yo antes tenía por una fantasía mía: Las calles de los muertos existen. Todas las ciudades tienen una. No hay más que encontrarla. Y una vez eso, visitarla con fe y cariño por lo menos una vez al año. Si no, los muertos se sentirán solos y abandonados.
La encontré hace mucho. Sería tal vez a finales de una variopinta primavera lejana en el tiempo. Uno de aquellos días en que el sol parece que se eleva y se eleva mucho más allá de su cénit, como si fuera a salirse de su órbita. El viento es cálido y amable. Y las nubes son blancas y tenues. Los pensamientos brotan serenos y solidarios. Aquella tarde la descubrí.
Andaba solo por las calles de mi ciudad camino de mi casa cuando casi sin querer me desvié un tanto de mi ruta habitual. Y me vi en una calle nueva y desconocida. La calle de los muertos no tiene nombre. Aquella calle no tenía nombre.
Había gente paseando arriba y abajo como si tal cosa. Los coches iban y venían con toda naturalidad. Pero los coches eran conducidos por personas muertas. Yo entonces no lo sabía. Ahora ya lo sé. Los coches conducidos por cadáveres no corren mucho, mantienen una velocidad prudente y respetuosa. Pero nunca, nunca, se paran en los pasos de cebra. Y además, nunca, nunca, tocan el claxon. Y una particularidad definitiva: en los coches que conducen los muertos solo está el conductor. No hay acompañantes, y las ventanillas están siempre, siempre cerradas. Estas cosas al principio pasan desapercibidas, pero una vez sabidas resultan concluyentes.
Los transeúntes muertos caminan solos. Jamás, jamás en compañía. Llevan la mirada fija, sin parpadear, mirando a ningún sitio. Y nunca, nunca miran a los vivos. Esa es una señal para saber que estamos acompañados por gente que no es de este mundo. No busquéis a nadie conocido, porque los muertos de la calle de los muertos de vuestra ciudad no vivieron allí. Vienen de otros sitios. Y por eso sus caras os resultarán totalmente desconocidas.
Dicen los que saben de estas cosas que los muertos de las calles de los muertos son totalmente inofensivos. Y también aseguran que, aunque no lo parezca, se alegran de saberse acompañados por los vivos. Dicen que esto les ayudará en su camino. Pero yo esto no lo tengo muy claro.
Ya estamos en mayo y aún no me he pasado este año por la calle de los muertos de mi ciudad. A lo mejor me están esperando. Quizá la semana que viene vaya a pasearme por allí. Mi mujer no se lo cree. Piensa que las calles de los muertos no existen. Pero ella nunca, nunca me ha querido acompañar a visitar a los muertos. Aunque le diga que no hacen daño a nadie, que van a la suya, que no pasa nada, que solo buscan paz, cariño y comprensión. Pero no quiere venir.
Mañana iré yo solo.

Esfuerzo



En la clase de Educación para la Ciudadanía y los Derechos Humanos estos días estamos hablando del esfuerzo. En otras palabras, si vale la pena esforzarse o no.
Empecé el tema con un relato. Un experimento que se llevó a cabo en USA en los años sesenta del pasado siglo. Se trata de que en una clase de niños y niñas de cinco años el profesor les coloca un bombón en la mesa y les dice que de momento no se lo coman. Una vez cada alumno con su bombón delante de sus narices, les anuncia que se va unos minutos fuera. Y les comunica que entonces, el que quiera comérselo, se lo puede comer. Pero advierte que, a quien no se lo coma, cuando él regrese, le dará otro bombón, que se podrá comer junto con el que ya le ha dado, una vez finalice la clase.
El profesor se va. Y cuando regresa se encuentra con que más de la mitad se han zampado el bombón. Entonces el profesor procede a regalar otro bombón a aquellos alumnos y alumnas que han resistido delante del manjar sin tocarlo.
Se toma debida cuenta de la experiencia y al cabo de seis años se revisa el rendimiento del alumnado que fue sometido a dicha prueba. Indefectiblemente, los alumnos y alumnas que supieron esperar superan con creces en todos los aspectos a los que dieron rienda suelta a su gula. Tanto en el aspecto académico como en el social y humano.
¿Qué conclusión podemos sacar del experimento? Se abre un debate en clase y cada cual debe aportar sus conclusiones. Yo les pongo en la pizarra unas directrices, como por ejemplo, que me digan cuáles fueron los inconvenientes y las ventajas de cada uno de los dos grupos (los que esperaron y los que no). Y en definitiva, cuál de los dos grupos sacó mayor beneficio. Y por qué.
Después de un buen rato de intercambiar opiniones, convenimos en que era mejor esperar. Los que fueron pacientes, los que se esforzaron, luego tuvieron recompensa. Esto, enseguida hubo alguien que lo extrapoló al estudio. Quienes eran capaces de no caer ante las tentaciones (amigos, juegos, televisión, pereza) y se dedicaban (esforzándose) a estudiar y hacer sus deberes, luego sacaban mayor rendimiento en clase. Y estaban más satisfechos de ellos mismos. Y eran felices. Luego, la conclusión era clara: valía la pena esforzarse.
Pero, ¿cuántos ponen en práctica esta clara aseveración…?

Conversación en el bar



Encima de la puerta del bar hay escrito con letras rojas bien visibles: ”Bar El más chulo del barrio”. José entró y se dirigió directamente a la barra.
-¿Qué va a ser? – le preguntó el camarero
-Una caña – respondió José.
En seguida el camarero le sirvió la caña, y sin decir nada se la puso fresca y chorreante delante de José. José la miró con fruición, pero ni la tocó.
Detrás de José había una mesa ocupada por cuatro personas. José los conocía de vista. Pero no les había saludado. No había confianza para ello. Eran, Artemio, David, Evaristo y un señor mayor con gorra del que nunca supo su nombre.
Estaban conversando animadamente. José, como solía hacer siempre, callaba mientras escuchaba las razones de los parroquianos.
- Pues sí, esta crisis la arreglaba yo –decía David- con un reparto más solidario de los sueldos y el trabajo. Me explico. Que digo yo que hay gente que trabaja muchas horas y gana mucho dinero. Y esto se podría compartir.
- ¡Pero cómo!- le había contestado el señor de la gorra.
-Muy fácil – le respondió David sin dudar un instante- hay quien trabaja diez y hasta doce horas diarias, o más. Pues se trata de que su empresa le diga: “Mire usted, a partir de mañana solo trabajará ocho horas y cobrará por lo tanto, pongamos, quinientos euros menos, y las otras horas las hará una persona que contrataremos nueva.” Y con esto estaríamos dando de comer a gente que está en el paro.
-¿Y tú te crees que el trabajador y los sindicatos estarían dispuestos a este recorte? –ahora era Artemio quien hablaba- si en este bendito país lo único que se quiere es ganar más y más y que les den a los que no trabajan, que por algo están en el paro…
-Si ahora va a resultar que están en el paro por gusto…- dijo elevando el tono de voz el señor de la gorra.
-Pues le voy a decir (al señor de la gorra todos le hablaban de usted) – le contestó Artemio- que hay mucho mangante suelto por ahí. Yo, sin ir más lejos, le diré que conozco a unos cuantos que son auténticos profesionales del paro. Y además de cobrar del paro, sé de muy buena tinta que hacen arreglitos por ahí y por allá y que se sacan sus buenas perras…
- ¡Pero no se puede generalizar!- Protestó algo alterado el señor de la gorra.
- Pero pasa. –Sentenció Artemio.
- Bueno, yo nunca he sentido simpatía por el comunismo- ahora era Evaristo quien terciaba en el asunto- pero lo que dice David, bien administrado, podría resolver muchos problemas, aunque sé que esto sería un camino hacia el comunismo…
-¿Y qué? ¿Qué tiene de malo el comunismo…?- dijo David retando a sus contertulios con la mirada.
-El comunismo ya se ha puesto en marcha y ha fracasado- dijo Artemio.
-¡Porque estuvo mal gestionado!- espetó el señor de la gorra.
-O sea – contestó David- que todo se basa en una buena gestión. En obrar de buena fe. Pero en el fondo es un buen sistema. Revisar los sueldos y compartir el trabajo para eliminar el paro.
-No sé qué opinarán los comentaristas. Preguntémosles a ellos- Ahora fue José quien intervino.

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