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Sebas y Berta (y Noelia...)


La historia empezó bien. Sebas y Berta se habían amado durante el breve noviazgo como dos locos. Y un 3 de abril se casaron. Se fueron a vivir a un piso alquilado en el centro de la ciudad. Berta le hacía todas las tardes una taza de café calentito que Sebas se bebía con verdadero deleite mientras miraba a Berta limpiar la cafetera. Aquello era amor. Pasó un mes y pasaron dos. Y Sebas conoció en el trabajo a una chica que se llamaba Noelia. Joven, casi una niña. Guapa. Esbelta. De rubia melena. Y unos ojos verdes que miraban fijos a quien le hablaba. A Sebas le gustó desde el primer momento. Desde que su jefe se la presentó como nueva compañera de trabajo. Al cabo de un par de semanas Noelia y Sebas descubrieron que entre ellos dos había algo. Si no, ¿por qué Sebas siempre decía cosas que hacían reír a Noelia? o ¿Por qué Noelia le ayudaba todos los días a ponerse bien el nudo de la corbata? o ¿Por qué se pasaban toda la mañana mandándose mensajes por el móvil…?
Berta, cuando Sebas llegaba por la tarde a casa, le daba un beso y le preguntaba cómo le había ido el día. Sebas le había dicho que tenían una chica nueva en la oficina, pero nunca más volvió a hablar de ella. Rutina, contestaba, simple rutina, y trabajo, mucho trabajo. Cenaban y casi todas las noches hacían el amor. Pero Berta, aunque no decía nada, notaba que Sebas ponía la mano sobre ella con pereza; sus caricias se habían vuelto torpes y rígidas. Y últimamente Berta había notado que a Sebas le costaba mucho decirle que la quería.
Un día, Sebas y Noelia decidieron dar un paso adelante. Noelia vivía sola en un pequeño piso no lejos de donde vivían Sebas y Berta; y aquel día, a la hora de comer fueron allí, y allí hicieron el amor con verdadera pasión. Los días siguientes, a la hora de comer se repitió la historia. Sebas y Noelia se habían convertido en auténticos amantes.
Berta le daba a Sebas lo que Noelia no le podía dar. Calor de hogar y una vida tranquila y ordenada. Noelia le proporcionaba la pizca de locura que notaba a faltar en la relación con su mujer.
Pasaron los meses.
Al cabo de un año Sebas sintió que su vida crujía por el lado más débil. El lado de la estabilidad. De la seguridad. Y es que Sebas en el fondo era una persona poco aventurera. Y más hogareña de lo que él en un principio se había figurado. Debía tomar pues, una determinación. Y esta determinación sería firme y contundente. Tenía que decirle a Noelia que lo suyo se había acabado. Que quería volver otra vez a la plácida vida marital que tan bien había iniciado con su esposa.
Cuando le dijo a Noelia que aquello no podía continuar así, que aquella doble vida le agobiaba y que había decidido romper su relación con ella, Noelia se le quedó mirando muy fijamente, y sin decir palabra se dirigió hasta el teléfono. Descolgó el teléfono y le dirigió una última pregunta. ¿Estaba seguro de lo que estaba diciendo? Sebas contesto muy serio que sí. Que estaba dispuesto a rehacer su vida con su mujer. Que se había equivocado y que quería rectificar. No le dio tiempo a más. Noelia ya estaba marcando el número de la casa de Sebas. Y sin dejar de mirarle, y con una frialdad glacial en su rostro que asustaba, empezó a hablar con Berta y a contarle con pelos y señales todo lo que su marido y ella habían estado haciendo durante este último año.
Sebas no podía creerse lo que estaba viendo. Y fuera de sí, se fue a casa. Alegó que se encontraba mal y abandonó su puesto de trabajo. No podía pasar ni un segundo más sin hablar con Berta. No quería perderla. Él quería a Berta. Ahora estaba seguro de ello. Cuando llegó a casa, Berta ya no estaba. Una escueta nota en el recibidor le confirmaba todos sus peores temores. Le abandonaba. Sebas lloró de rabia. Y mientras lloraba desconsolado sonó el teléfono. ¡Era Noelia! ¡Cómo se atrevía…! Con voz pausada y firme, Noelia le dijo que aún tenía tiempo de pensárselo, que ella le esperaba. Sebas se quedó sin palabras. Había perdido a Berta irremediablemente, pero ahora podía conseguir a Noelia sin ninguna traba. No lo pensó más. Y mientras se limpiaba los lagrimones que resbalaban por sus mejillas, con una voz algo quebrada y desorientada acertó a contestar que sí. Que estaba dispuesto a seguir con ella.
Ahora, después de un año, Sebas y Noelia viven juntos en un piso alquilado.


Relato basado en una historia real. Los nombres son ficticios.

Palabras de amor


Aquel día cuando se hizo de noche, llovió. Y lo que llovía eran palabras de amor. La mayoría de la gente se limitó a abrir el paraguas y a seguir su frenética marcha sin hacer caso a la lluvia amorosa que caía sobre la ciudad. Algunos viandantes recogían las palabras y se quedaban mirándolas. Y después las tiraban al suelo. Había quien las acariciaba y después las dejaba caer suavemente. Otros las miraban y pasaban de largo. Yo no sabía qué hacer. Por un momento me sentí aturdido. Miré al cielo y vi una bóveda oscura salpicada de caracteres luminosos. Pero no distinguía bien las grafías. El eco de las palabras al levitar a través del aire húmedo parecía susurrar algo. Pero no distinguía bien las voces. La cortina de palabras acuosas me llenaba la mente de agradables y cálidas intenciones. Un niño cogió una palabra del suelo y se la llevó a la boca. Y con suave gesto empezó a lamerla. Sabía a amor. Pero él no lo sabía. Y no le dio importancia. Y la cariñosa palabra rodó por el suelo junto a centenares, miles de palabras que parecían estar buscando dueño.
Las palabras amorosas no saben hablar. Están hechas sólo para ser pronunciadas. Pero aquel día lluvioso la gente callaba. Llovía y llovía y la gente no decía nada. Y las palabras se tornaban tristes y lánguidas.
Así pasa. Que tras el chaparrón, las palabras, que han caído ufanas y ansiosas por formar frases amorosas, se secan y caen en el olvido. El viento ligero, con un soplo imperceptible, las hará volar y se las llevará consigo a otros mundos recónditos.
Hay que estar muy atento a las lluvias amorosas. Vienen despacio y en silencio. Sin avisar. Y derraman sus palabras al aire en un laborioso proceso mágico. Hay muy pocas personas que se dan cuenta de esa lluvia sutil. Y así pasa. Que el mundo está falto de estas voces amorosas que alientan nuestras vidas. Por eso, yo, cuando oigo el quedo caminar de esas gotas en forma de palabras que se desgranan del cielo ceniciento en una noche lluviosa, avivo el oído y apuro mi cuidado.

La campanita


Mi tío Miguel se murió tras una larga y terrible enfermedad, ahora hace cuarenta años. Aquella enfermedad había ido minando sus facultades vitales hasta dejarlo postrado en una silla de ruedas. En sus últimos años de vida perdió la capacidad de hablar. Mi tía le compró una campanita, que él hacía sonar cada vez que necesitaba ayuda. En su casa estaba continuamente sonando la campanita. Y un día la campanita calló. Mi tío Miguel se murió en silencio. Y todos lloramos su marcha. Especialmente triste estaba mi padre, pues habían sido inseparables amigos desde la infancia. Mi tía y mi padre sé que lloraban juntos muchas veces. Porque mi padre continuaba yendo a su casa casi a diario. La silla de ruedas mi tía la donó a un centro especializado. Tal vez a alguna persona necesitada le fuera de utilidad. Pero la campanita quiso quedársela. La dejó en la mesita al lado de donde dormía mi tío. Pasaron los días. Y al cabo de una semana mi padre me contó una cosa que me puso los pelos de punta. Me dijo que mi tía de vez en cuando oía el tañido de aquella campanita cuando estaba sola en casa. Mi padre me tranquilizó diciéndome que eso era normal, que se trataba de alucinaciones, que era lógico, pues en los últimos días de vida de mi tío la campanita estaba sonando todo el día. Y mi tía aún tenía metido este sonido en su cabeza. Eran simplemente imaginaciones de mi tía. Yo me tranquilicé. Y me olvidé del tema.
Al cabo de unos días mi padre nos dijo a mi madre y a mí que quería contarnos algo. Resultó que mi padre estaba en el comedor de casa de mi tía hablando con ella y con un comerciante que había venido de Madrid para ultimar unas compras, pues mi tía tenía una pequeña zapatería en la parte delantera de su casa. Y de pronto, procedente de la habitación se oyó el claro y nítido tañido de la campanita de mi tío. Mi padre y mi tía, como movidos por un resorte, y ante la estupefacción de aquel señor, se levantaron y se quedaron mirando impávidos. Aquel señor les preguntó que qué pasaba. Y diciendo esto volvió a sonar limpio y metálico el repique de la campanita. Los tres se quedaron callados y miraron instintivamente hacia la vacía habitación donde estaba la campanita. La expresión inquiridora de aquel señor hizo que mi tía se le dirigiera abiertamente y le preguntara si había oído el sonido de una campanita. Claro. Dos veces, dijo que la había oído. Y qué había de malo o misterioso en ello preguntó. Entonces entraron los tres a la habitación de donde provenían los tañidos y los tres pudieron comprobar que la habitación estaba totalmente vacía.
Después de aquello la campanita calló para siempre.

Aquellos años...


Yo sueño muchas veces que puedo viajar al pasado. Me gusta soñar con eso. El momento no importa. Puede ser mirando la televisión, o paseando, o cuando voy en coche, o escuchando música, o cuando me acuesto a dormir y no tengo sueño.
Las ensoñaciones pueden llegar a ser casi reales. Y los recuerdos llegan límpidos y lozanos hasta mí. A veces soy yo quien manejo la situación, y entonces enfoco mi mente hasta un determinado lugar en el tiempo y lo rastreo por ver si encuentro alguna imagen que poder soñar. Otras, son los recuerdos los que afloran en mi subconsciente, y me incitan a soñar en aquellos añejos días de mi infancia, o mi adolescencia, o mi adultez.
Cuando viajo al pasado, todos mis cuidados quedan al margen; la vida, esa frenética vida que pasa vertiginosamente ante nosotros casi sin darnos tiempo a vivirla, se ralentiza y se toma un respiro. Es magia lo que brota de esta situación, no me cabe la menor duda, pues entonces, en estos momentos asombrosos en que sueño, puedo acariciar los minutos y los segundos que se desgranan ante mí sin miedo a perder el tren de la vida.
Anoche mientras veía un aburrido e intrascendente partido de fútbol soñé con mis años de estudiante en el instituto. Fueron siete años. Desde otoño de 1969 hasta la primavera de 1976. Entré en el instituto “Francisco Ribalta” de Castellón imberbe y vestido de pantalones cortos. Y salí hecho un adolescente que ya se afeitaba y que lucía sus preceptivos pantalones “Levis Strauss” de aquella época.
Fueron años intensos, llenos de emociones y de logros. Recuerdo los primeros años, en que, todavía con el ánimo vivo de un chiquillo, me pasaba los recreos jugando al fútbol con una pelotita de plástico. Y siempre con la ilusión y el temor de las notas. Luego vino el tiempo de los amoríos. Lo malo era que aquel instituto no era mixto. Sólo había chicos. Por eso estos primeros escarceos amorosos no tenían lugar en el instituto sino en otros sitios, como por ejemplo en el autobús que cogíamos todos los días desde el Grao de Castellón para ir al instituto. Allí viví mi primer amor. Que no pasó del intento. Después, ya en sexto de bachillerato empezamos a frecuentar otros sitios, como bares y discotecas. Y en una discoteca conocí al comienzo del COU a la que hoy es mi mujer.
Me vienen a la mente aquellos profesores y profesoras de aquellos tiempos. Y mis compañeros. Y los bedeles, que eran militares retirados. Recuerdo especialmente a un bedel que le llamábamos “El tío coño”, que fue un sargento chusquero en su anterior vida profesional. Y que dominaba la entrada principal del instituto. Menudas broncas nos pegaba. Y cómo le temíamos.
Estos años fueron años de formación y despertares. Años clave en mis memorias. Años de profundas emociones y de mucho estudio, todo hay que decirlo. Y como el final fue un final feliz, un final que supuso el inicio de mis estudios superiores y por ende, de alguna manera, el primitivo comienzo, las raíces, de mi vida profesional actual, una sonrisa de nostálgica fruición se dibuja en mi interior…

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