El 27 de mayo de 1965 amaneció
tibio y soleado. Era el día que yo tomaba mi primera comunión. La noche
anterior mi madre me había lavado a conciencia en una tinaja de plástico verde
llena de agua suave y espumeante y oloroso jabón. Hasta me lavó el pelo. Me fui
a dormir con la plácida y relajante sensación de estar limpio de cuerpo y alma
(el día anterior nos habíamos confesado todos los niños que íbamos a tomar la
comunión).
Este bendito día yo ya sabía que
después de la ceremonia que iba a celebrarse en la iglesia de San Pedro del
Grao de Castellón, mis padres habían preparado un opulento y desmesurado
banquete en el patio de mi tío Facundo, donde guardaba los aperos de la barca
de pesca.
Mis tías Vicentica, Mari Carmen,
María y mi madre se habían pasado la tarde anterior montando bocadillos de
chorizo, de mortadela, de pamplonés, de queso (de jamón no; por aquel entonces
el jamón era un alimento demasiado caro)… que había comprado mi madre en la
tienda de ultramarinos que tenían mi tía Paquita y mi tía Vicentica, y luego
los envolvían en un papel de seda blanco que realzaba la humilde condición del
bocadillo.
También había botes de hojalata
enormes de aceitunas ¡rellenas!, y latas de mejillones, y de berberechos en
conserva, y bolsas de papas, y de frutos secos: almendras, avellanas, nueces…y
galletas saladas redonditas y otras con forma de letras…y botes de melocotón en
almíbar, y unas cuantas bandejas de pasteles de merengue…
…Y para acabar de redondear el
festín, mi padre trajo unas cajas de madera cuadriculadas llenas de botellines
de cerveza. Luego trajo otras de Trinaranjus,
y de Fanta… Las botellas las pondría
en un cubo con hielo para que estuvieran fresquitas. También vi botellas de
coñac 103 y de vino moscatel, y de champán (en aquel tiempo la palabra “cava”
no la conocíamos) todas expuestas en un rincón del comedor. Los cubiertos, los
vasos y los platos (de vidrio, porque entonces aún no eran común los de
plástico) nos los dejó nuestra vecina la sinyo
Paquita. Y no le rompimos ni un vaso…
Por la mañana, muy temprano, mi
madre me despertó. Después de un frugal desayuno me puso el blanquísimo traje
de marinero, rematado con el azul peto de gala. Aún recuerdo la suave y fresca
textura de aquella tela impoluta que ya jamás volvería a vestir. Después me
hizo el pelo con primor. Y me puso colonia.
Mi padre se vistió de traje y
corbata. No parecía el mismo. Y mi madre se puso un traje amarillo floreado que
estrenaba aquel día.
Los tres fuimos a pie hasta la
iglesia.
La ceremonia fue vistosa y
colorida. Y al terminar, como ya estaba previsto, nos dirigimos al patio de mi
tío Facundo.
El terroso patio se llenó de
gente que, alegre y dicharachera, comía y bebía con sano desenfado. Aquel día
fue la primera vez que probé la cerveza. ¡Qué cosa más amarga…! No pude beber
más que un sorbo. Yo andaba, con la complicidad de mi padre, de aquí para allá
de la larga mesa forrada de papel blanco donde estaban los exquisitos manjares,
con la enjundia de un maharajá. Me sentía el dueño de todo. Y todos miraban a
aquel niño de siete años como a un auténtico jefe de tribu. Hasta mis amiguitos me hablaban con cierta
reverencia.
Mis zapatos, de reluciente
charol, se ensuciaron un poco al patear el suelo del patio. Yo los miraba con displicencia
y continuaba a lo mío. A ser el amo del micromundo que el destino me ofrecía,
me sentía feliz y poderoso. Todos mis familiares y amigos me miraban con
admiración. Y yo fui feliz, ingenuamente feliz. Y hoy soy feliz al recordarlo…