Era el mes de junio de 1970. Hacía poco que nos habían dado las notas del
primer curso de bachillerato a mi primo Toni y a mí. Y las habíamos aprobado
todas. Y además, a él le habían puesto una matrícula de honor en Dibujo. Y a mí
una en Geografía. Estábamos eufóricos. Recuerdo la tarde que fuimos a por las
notas. Nos acompañó mi padre. Y recuerdo el librito azul marino donde constaba
nuestro expediente académico. Nuestra sorpresa y alegría fue mayúscula al ver
las notas. No esperábamos las sendas matrículas que tuvimos el honor de recibir
mi primo y yo. Me acuerdo que las notas de todos los alumnos de bachillerato estaban
apiladas en un cuartito que había a mano derecha según se entra por la puerta
principal del instituto “Francisco Ribalta”. Era donde tenía su cuartel general
el temido conserje “el tío coño”. Y él era el encargado de repartir las notas.
A los que tenían alguna asignatura suspendida les daba una hoja. Pero a los que
habían aprobado todo nos daba el librito azul. Cuando vimos que tras facilitarle
nuestro curso, 1º H, y nuestros nombres, el conserje, muy amable y alegre, todo
hay que decirlo (a lo mejor sería porque íbamos acompañados por mi padre) nos
ofrecía nuestro correspondiente librito azul, mi padre tuvo el gesto de darle
una propina que, complacido, el “tío Coño” aceptó de buen grado.
Salimos del instituto, radiantes. Y entonces empezó a llover tímidamente.
Como no llevábamos paraguas, pusimos las preciadas notas que acabábamos de
recoger, bajo el breve cobijo que
proporcionaban nuestras prendas de verano. Por suerte, cuando llegamos al
autobús, ya no llovía. Solo fueron cuatro gotas. Aquella tarde fue una tarde
feliz. Al llegar al Grao, mi madre, mis abuelos, mis tíos, fueron partícipes de
nuestra alegría. Y nosotros dos, que dicho sea de paso, nos lo habíamos ganado
después de un curso bastante duro, nos mirábamos con complicidad sabiendo que
teníamos ante nosotros un larguísimo verano sin la preocupación de las notas.
El tiempo libre de que disponíamos era casi excesivo. Las mañanas, siempre
que nos dejaban, íbamos a la playa. Porque hay que decir que en aquel verano
aún no nos permitían ir solos a la playa, por lo cual debíamos ir acompañados
de alguna persona mayor. Pero en cambio, sí teníamos permiso para ir solos a
pescar al puerto. A pescar preferíamos ir por la tarde, después de comer.
Solíamos ir una caterva de amigos. Todos hijos de pescadores. Y apurábamos
hasta que anochecía.
Un día, después de toda una soleada tarde vigilando el nervioso bailoteo
del corcho de nuestras cañas, y de una pesca bastante infructuosa, empezaba a
oscurecer. Nadie parecía darse cuenta, pero el sol ya buscaba las azules
montañas.
Una poderosa barca de fanal (pesca de sardina o boquerón) a paso amarinado,
aparecía por delante de nosotros poniendo rumbo hacia la bocana del puerto. A
su paso dejaba una espumosa estela que se convertía en longitudinales y suaves
olas que ondulaban por un momento la calma chicha de las aguas portuarias.
Algunos hombres, apagados, cenicientos, casi diríase que tristes, permanecían
sin ninguna expresión recostados sobre la borda de la barca, mirando como quien
no hace la cosa a la gente que paseaba o pescaba en las escolleras, mientras la
embarcación empezaba a cabecear armoniosamente al sentir en su cuerpo las
primeras embestidas del oleaje de fuera del puerto.
Las aguas, en el interior del puerto, a medida que el sol perdía fuerza,
iban adquiriendo una nueva tonalidad. Una distinta textura. Se tornaban más
espesas, más opacas, más tenebrosas.
-Ahora cuando empieza a anochecer es cuando más pican…
Todos habíamos oído esta sentencia que con emocionada voz alguien de
nosotros había lanzado al aire. Y todos, con inocente incredulidad, habíamos
empuñado con más fuerza nuestra caña de pescar mientras mirábamos con ansiedad
el bailoteo de nuestro pequeño flotador.
La incipiente oscuridad del atardecer penetraba intensamente en las aguas.
Ahora ya no se veían las cimbreantes rocas donde los voraces pececillos mordían
con sus dientecitos los organismos pegados a las rocas. Ahora ya no sabíamos
qué pasaba en aquel micromundo sumergido que había debajo de nuestro flotador.
Nuestra imaginación, sin embargo, iluminaba nuestra mente y la poblaba de
extraordinarios animalotes marinos que deambulaban a sus anchas por aquellos
misteriosos paisajes subacuáticos. El nervioso movimiento de nuestro señuelo
bien podría indicar que algún pez enorme, que a estas horas había salido de su
guarida, merodeaba nuestro cebo. Nuestro cebo, gambita de acequia, a estas
alturas escaseaba, y lo que era aún peor, ya estaba mustia y pasada. Poco apta
para hacer frente a los espectaculares ejemplares de peces que, según
pensábamos, en estas crepusculares horas hacían suyos aquellos parajes
submarinos.
De poco valían nuestras lamentaciones. La evidencia de que la jornada se
acababa y que estábamos dejando escapar una oportunidad única para pescar un
espléndido pez, se reflejaba claramente en los rostros resignados de aquellos
muchachos aprendices de pescador.
Se había hecho tarde y ya era hora de volver a casa. Si no picaban con esta
apergaminada carnada que aún quedaba en nuestra cajita, recogeríamos las cañas.
Mañana ya veríamos si fuera posible guardar algunas gambas para estos momentos
mágicos que ahora sentíamos que se nos escapaban de las manos.
Mientras esto pensábamos, otra barca de fanal, arrastrando “el bot de
llums” (el bote de luces, es decir, el bote que lleva los fanales que, en la
noche, atraerán a la sardina o el boquerón) y con las luces de posición
encendidas, pletórica sobre las aguas, ya enfilaba mar abierta.
-…Si cogerá pescado… toda la noche pescando…
Bien pudiera ser que aquel chiquillo que miraba con verdadera admiración y
con cierta infantil envidia aquel barco pesquero, hoy se haga a la mar como
ellos al anochecer.