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El lazo rojo


Cuando nos casamos, hace casi treinta años, mi mujer, no sé por qué motivo, puso un lazo rojo en el pomo de la puerta del baño por la parte de dentro. No me dijo nada. De hecho aún hoy no me ha dicho nada sobre el tema. Lo puso y ya está. Y hoy, después de sobrevivir a dos cambios de puerta, el lazo rojo sigue ahí. Nunca le pregunté por qué lo puso allí, ni nunca le insté a que lo quitara. De hecho nunca hemos hablado de ello. Es raro, pero nunca ha salido a la conversación el lazo rojo. Hay como una especie de tácita complicidad entre nosotros sobre este lacito rojo que nos impide sacarlo a colación. Yo lo miro y adivino alguna idea supersticiosa o festiva de esas que sacuden la feliz mente de mi mujer. Y allí lo dejo. Nunca lo toco. Lo miro, pero no lo toco.
Mi mujer no es supersticiosa (más que nada porque eso da mala suerte) pero a veces, me demuestra lo contrario. Como ahora con lo del lacito rojo. Yo, sinceramente, ahora tampoco lo quitaría. Me ha contagiado esta simple superstición. Y allí está. Y cada vez que me ducho (porque yo a este baño sólo voy a ducharme, para el resto tengo uno para mí solo) lo miro, y siempre, indefectiblemente, una invisible sonrisa brota de mi interior. Y me acuerdo de mi mujer. Ella no lo sabe, pero a través de ese lazo encarnado me comunica sus emociones más ocultas. Porque yo sé que allí ella ha depositado sus cuitas y temores más inconfesables. Y yo, cada vez que lo miro, me siento cercano a ella. Y la quiero más. Me gusta esta debilidad suya de conferir a las cosas alma propia. La hace más humana, más vulnerable... Hoy, que hemos vuelto de nuestro retiro estival en Benicàssim, cuando he ido a ducharme lo he vuelto a ver, y lo he visto más rojo y reluciente que nunca, como mis sentimientos.
Y vosotros, ¿tenéis también algún tipo de superstición que sin marcar vuestra vida, esté presente en vuestro devenir diario?

Constancia


Ayer dejé a mitad un libro. No me gustaba. Lo empecé con mucha ilusión, pero me aburría. Y lo tuve que dejar. Mi mujer advirtió mi abandono. Le dije que me estaba resultando muy pesado, que no quería seguir leyéndolo, que iba a por otro. Mi mujer se quedó seria. Y sentenció: “Yo nunca dejo un libro a medias. Yo siempre que empiezo un libro, lo termino.” Es verdad. Y es verdad también que yo suelo dejar los libros que no me “enganchan” sin acabar de leerlos. Sin más preámbulos. Y en seguida, voy en busca de otro. Y si hablamos de películas, lo mismo. Y así, en todo.
Pero esa simple cuestión va más allá de la pura anécdota. Es que mi mujer cuando empieza un crucigrama, no lo deja hasta que no queda ni una casilla por rellenar. Yo, las pocas veces que empiezo uno, lo suelo dejar sin terminar. Tengo librillos de esos de crucigramas con decenas de crucigramas empezados, y no acabados. Pero si me pongo a pensar, también diré que tengo un montón de proyectos empezados y no terminados. Y es que no soy constante (algunos a la persona constante le llaman cabezota). Me gusta ir de aquí a allá. Un poquito de eso, un poquito de lo otro. Y si algún escollo entorpece seriamente el ritmo de trabajo, pues se aparca el proyecto sine die.
Ya sé que la constancia es una virtud. Ser constante te abre muchas puertas, porque “el que la sigue la consigue” según reza el refrán. Y al revés. Pero esa asignatura, la de la constancia, es una materia que la llevo desde hace años para septiembre y algún día puede que la apruebe…
¿… y vosotros, sois constantes en vuestras actividades, o los obstáculos os hacen abandonar el proyecto?

Mujeres invisibles


Habíamos comido en la terraza del bar. A la fresca sombra de unos gigantescos pinos que alegraban y dominaban el paisaje.
-Mientras tú pides la cuenta, nosotras nos vamos a pasear un poco a “Lluna”- Dijo mi mujer mientras ella y mi hija, que llevaba de la correa a su perrita, se levantaban de sus sillas.
Me quedo solo. Las dos camareras que atienden las mesas van y vienen. Estoy a gusto. No tengo prisa. Se ha levantado una olorosa brisa que refresca y alimenta mis pensamientos. Me recuesto con fruición sobre el respaldo de mi asiento y miro con desidia a mi alrededor. El repentino silencio que me ha invadido al quedarme solo hace que lleguen a mis oídos, casi sin querer, palabras y frases sueltas de la clientela del bar. Dos chicas que tengo a mi espalda están charlando animadamente. Oigo la conversación de forma entrecortada. Por inercia intento escuchar. Una de las chicas, por el tono de voz, parece preocupada. Me giro con disimulo. Las dos estarán frisando los cuarenta años. Una es morena, la otra, la que lleva la voz cantante, es una chica guapa, resuelta, de tez muy blanca y cabello rojizo. Y de pronto, oigo claramente que le dice: “… si es que es lo que yo te digo, las mujeres a partir de los cuarenta nos volvemos invisibles para los hombres…” . La chica sigue hablando pero no alcanzo a escuchar lo que dice. Me quedo pensando en la frase. ¿Será eso verdad?. Está claro que la juventud es un tanto a favor, pero me pareció un tanto lapidaria aquella sentencia. Hay hombres y mujeres de más de cuarenta años que tienen mucho atractivo. Yo también miro a las chicas maduras. Y a muchas las encuentro muy sensuales, tanto como a las jovencitas.
Sigo pensando. Y encuentro hasta normal que una muchacha sea más apetecible a los ojos de un hombre que una mujer madura. Y no pasa nada. Pero, aquello de “invisibles” me parece muy fuerte. Tal vez aquella chica tuviera un problema de autoestima, no sé. Y en eso estaba cuando se acerca la camarera, una chica joven, y le pido la cuenta.
Las dos chicas siguen hablando, pero ahora no logro entender qué dicen. Pago y, mientras me levanto, les echo una última ojeada. Han callado. Se están encendiendo un cigarrillo cada una. Ninguna de las dos ha sido invisible para mí.

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