Fue en Plasencia, lo recuerdo bien. Era una tarde de mucho sol. Tal vez era
verano. Cuando llegamos a la ciudad, buscamos el centro y fuimos a parar a la
plaza del ayuntamiento. Buscábamos un sitio para aparcar y no lo encontrábamos.
Y justo allí a escasos cincuenta metros de la entrada principal de la Casa Consistorial
había unos cuantos aparcamientos vacíos. Era raro, porque la gente andaba como
nosotros buscando sitio donde aparcar. Paré el coche y miré si había alguna
señal de prohibición o restrictiva, y no hallé nada que impidiera el
aparcamiento. Entonces miré hacia ambos lados por ver si había algún guardia, y
sí, había uno justo a nuestro lado, a un tiro de piedra. Me sentí reconfortado.
La actitud de aquel policía municipal nos sacaría de dudas.
Aparqué. Y salí del coche. Inmediatamente mi mirada se dirigió hacia el
municipal que estaba merodeando por las inmediaciones de la entrada del
Ayuntamiento. Nada. No nos dijo nada. Entonces, intuí, nada malo habíamos hecho.
Nos fuimos a pasear por el pueblo un par de horas y al regresar vimos que
había una nota en el limpiaparabrisas. ¡Era una multa por mal aparcamiento! Y
la hora de la multa era justo cuando dejamos el coche. Fue sin duda aquel
municipal que nos estaba mirando y que no nos advirtió de nada el que nos la
impuso. No daba crédito. Yo pensaba que si aquel sitio no era apto para
aparcar, el urbano nos lo habría hecho saber, pero al no decirnos nada, pensé
que actuaba de forma legítima. Nos engañó. Estaba como una araña esperando que
alguien cayera en su tela de araña. ¿Quién sería la próxima víctima?