Ya hace tiempo que sé que no todas las personas son iguales. Es más, no hay dos personas iguales. Todas son diferentes. Pero hay algunas que tienen ciertas condiciones similares que las hacen pertenecer a la misma clase de personas. La humanidad puede clasificarse perfectamente por grupos de personas según su naturaleza. Esos grupos, por numerosos, son incontables. En un esfuerzo por agruparlos elementalmente, yo haría una simple (y maniquea) división. Por una parte estarían quienes influyen positivamente en aquel con quien mantienen contacto; y en la otra parte nos encontraríamos con personas cuyo trato con ellas hace que salgamos disminuidos mental y físicamente.
Cada cual pertenece a una de estas dos clases de personas. Y sería bueno que tuviéramos conciencia de ser de un determinado grupo o clase de persona. Más que nada por ver si se pueden mejorar estas características, en principio innatas, que le han incluido en este grupo, y, ¿por qué no? llegado el caso abandonarlo y meterse en otro grupo más a propósito con los intereses aprendidos. Porque, hay que apuntar aquí, que, si bien los genes tienen importancia, también la tiene la educación y la voluntad. Pues un carácter, una conducta, puede modelarse con esfuerzo y sapiencia. Y es que las personas no somos inamovibles, sino todo lo contrario, cambiantes, y susceptibles de ser educadas. Lo que pasa, desgraciadamente, es que el orgullo nos ciega y nos impide asomarnos a nuestro interior donde están esas debilidades que deberíamos remediar.
El hecho es que los dos bandos existen. Unos nos alegran la existencia, nos dan ánimo, suben nuestra moral, insuflan felicidad… nos dan vida. Y otros nos absorben el ego, confunden nuestras intenciones, deterioran nuestra autoestima, nos llenan de desasosiego… nos quitan vida.
El caso es que las personas (la mayoría) no son conscientes de su influjo sobre el prójimo. Y, según el caso, van regalando a manos llenas felicidad por doquier, o amargan la existencia a aquellos que se cruzan en su camino.
Yo no he encontrado ningún antídoto que subsane las negativas influencias de las personas que pertenecen a este mal hallado grupo que no sea el eludirlos físicamente. En cambio, las otras personas, las que irradian amor y felicidad, las busco, y cuando las encuentro, nunca las obvio, siempre vuelvo a ellas como aquel que regresa a la fuente pura y cristalina a llenar su cántaro de ese agua que brota libre, feliz y gratuita.