Muchos no lo saben; por eso cogen los libros despreocupadamente y cuando terminan de leer, los dejan de cualquier manera. Sin tomar las debidas precauciones. Sin acomodarlos correctamente en su sitio. Hay quien, incluso, deja el libro abierto y lo coloca imprudentemente encima del sillón. Y se va. Y allí se queda el libro abierto. Solo, sin nadie que le controle. Esto constituye un serio peligro. Y más si es por la noche… Esto no se debe hacer nunca. Ahora os contaré por qué.
Los libros tienen alma. Dicho así la gente es reacia a creérselo. Pero yo tengo la prueba de ello.
Hace tiempo que lo sé. Me di cuenta de pequeño. Fue con un cuento de brujas. Me lo regalaron cuando cumplí cinco años. Hace casi cincuenta años…. Y aún me acuerdo. Hay cosas que no se olvidan nunca.
Pues bien, aquel frío día de enero de 1963, con motivo de mi cumpleaños, mi tía Mari Carmen llegó a mi casa con un regalo. Era un libro de cuentos. Precioso. Con una tapa dura donde, a todo color, había dibujada una bruja fea y anciana montada en su escoba volando con fruición por los aires. Pero lo que yo no sabía era que aquella bruja era una bruja mala. Tan mala que era capaz de tomar la forma de un gato, o de una perdiz, o de un cerdo, o de un asesino, y entrar en cualquier casa tranquilamente y acabar con la vida de sus habitantes. Era una bruja requetemala…. Pues bien, mi padre me contó el cuento por la noche, y cuando me entró sueño, dejó el libro abierto sobre una silla y después de darme un beso, apagó la luz y se fue. Y yo me quedé dormido.
La noche fue pasando lenta y oscura. El silencio invadió toda mi habitación. Y mi mente se llenó de sueños. Y fue entonces cuando sucedió. La bruja del cuento, vestida de negros ropajes, y oscuro y puntiagudo gorro, salió de un salto del libro y se presentó junto a mi cama. Yo me asusté. Quise gritar, pero mi garganta estaba seca, atrofiada, muda. Y ella, la bruja mala, empezó a reírse estridentemente mirándome con aquellos ojillos malvados. Quise levantarme y huir. Pero mis piernas no me respondían. Estaba atrapado. Atrapado en un sueño. La bruja, de pronto, dejó de reír y me miró seria. Y me dijo algo que yo no entendí. Quería llevarme con ella. Me cogió de un brazo, pero yo le mordí con todas mis fuerzas la mano y me soltó. Entonces montó en cólera y sacó su escoba para pegarme. Pero en aquel momento se abrió la puerta de mi habitación y apareció mi madre. Y la bruja, de un salto, volvió al cuento de donde había salido. “¿Qué pasa? ¿que estabas soñando…?” y yo entonces recuperé el habla y le dije: “Mamá cierra el cuento, de prisa…” y ella sin entender lo que acababa de pasar, de forma rutinaria lo cerró. Y ya nunca más volvió a salir del libro aquella malvada bruja.
Pasaron los años y me hice mayor. Y el libro de cuentos, con la bruja atrapada dentro del libro, con su sempiterna infame sonrisa y su mala fe, seguía pintada en las páginas amarillas del cuento. Ahora es inofensiva. Es inofensiva porque supe tomar las debidas precauciones, que son las mismas que tomo con todos los libros. Y es que hay que respetar el alma de los libros. Nunca se debe dejar un libro abierto en medio de la noche. Su alma puede desprenderse del libro y materializarse en el mundo de los mortales. Y esto es peligroso. A veces es una bruja mala, como me pasó a mí, que aunque era muy mala, por lo menos era visible y mi madre la pudo ahuyentar. Pero pudiera ser que el alma del libro fueran ideas. Y las ideas son invisibles y adoptan formas etéreas. Y entonces no nos damos cuenta hasta que nuestra mente se resiente porque las ideas han penetrado en él y la han contaminado. Y entonces somos víctimas de sus manejos. Que pueden ser buenos o malos. Pero en todo caso, estamos, sin saberlo, presos del ánima del libro. Y esto no es bueno. Porque los libros, que en sí son buenos, y algunos hasta ambles y amenos, viven en su dimensión. Y allí es donde cumplen su importante misión de ser depositarios de todo el saber del ser humano. Por eso hay que cuidarlos, mimarlos, acariciarlos, leerlos con los ojos bien abiertos, y después, cuando acabemos de leer, hay que cogerlos y depositarlos en su sitio. Bien cerraditos. Para que este mundo mágico que encierran estas páginas llenas de palabras o imágenes cumpla su misión, que no es otra que acompañar a la gente en sus pensamientos, alegrándole la vida o disponiéndole a felices reflexiones.
Los libros tienen alma. Dicho así la gente es reacia a creérselo. Pero yo tengo la prueba de ello.
Hace tiempo que lo sé. Me di cuenta de pequeño. Fue con un cuento de brujas. Me lo regalaron cuando cumplí cinco años. Hace casi cincuenta años…. Y aún me acuerdo. Hay cosas que no se olvidan nunca.
Pues bien, aquel frío día de enero de 1963, con motivo de mi cumpleaños, mi tía Mari Carmen llegó a mi casa con un regalo. Era un libro de cuentos. Precioso. Con una tapa dura donde, a todo color, había dibujada una bruja fea y anciana montada en su escoba volando con fruición por los aires. Pero lo que yo no sabía era que aquella bruja era una bruja mala. Tan mala que era capaz de tomar la forma de un gato, o de una perdiz, o de un cerdo, o de un asesino, y entrar en cualquier casa tranquilamente y acabar con la vida de sus habitantes. Era una bruja requetemala…. Pues bien, mi padre me contó el cuento por la noche, y cuando me entró sueño, dejó el libro abierto sobre una silla y después de darme un beso, apagó la luz y se fue. Y yo me quedé dormido.
La noche fue pasando lenta y oscura. El silencio invadió toda mi habitación. Y mi mente se llenó de sueños. Y fue entonces cuando sucedió. La bruja del cuento, vestida de negros ropajes, y oscuro y puntiagudo gorro, salió de un salto del libro y se presentó junto a mi cama. Yo me asusté. Quise gritar, pero mi garganta estaba seca, atrofiada, muda. Y ella, la bruja mala, empezó a reírse estridentemente mirándome con aquellos ojillos malvados. Quise levantarme y huir. Pero mis piernas no me respondían. Estaba atrapado. Atrapado en un sueño. La bruja, de pronto, dejó de reír y me miró seria. Y me dijo algo que yo no entendí. Quería llevarme con ella. Me cogió de un brazo, pero yo le mordí con todas mis fuerzas la mano y me soltó. Entonces montó en cólera y sacó su escoba para pegarme. Pero en aquel momento se abrió la puerta de mi habitación y apareció mi madre. Y la bruja, de un salto, volvió al cuento de donde había salido. “¿Qué pasa? ¿que estabas soñando…?” y yo entonces recuperé el habla y le dije: “Mamá cierra el cuento, de prisa…” y ella sin entender lo que acababa de pasar, de forma rutinaria lo cerró. Y ya nunca más volvió a salir del libro aquella malvada bruja.
Pasaron los años y me hice mayor. Y el libro de cuentos, con la bruja atrapada dentro del libro, con su sempiterna infame sonrisa y su mala fe, seguía pintada en las páginas amarillas del cuento. Ahora es inofensiva. Es inofensiva porque supe tomar las debidas precauciones, que son las mismas que tomo con todos los libros. Y es que hay que respetar el alma de los libros. Nunca se debe dejar un libro abierto en medio de la noche. Su alma puede desprenderse del libro y materializarse en el mundo de los mortales. Y esto es peligroso. A veces es una bruja mala, como me pasó a mí, que aunque era muy mala, por lo menos era visible y mi madre la pudo ahuyentar. Pero pudiera ser que el alma del libro fueran ideas. Y las ideas son invisibles y adoptan formas etéreas. Y entonces no nos damos cuenta hasta que nuestra mente se resiente porque las ideas han penetrado en él y la han contaminado. Y entonces somos víctimas de sus manejos. Que pueden ser buenos o malos. Pero en todo caso, estamos, sin saberlo, presos del ánima del libro. Y esto no es bueno. Porque los libros, que en sí son buenos, y algunos hasta ambles y amenos, viven en su dimensión. Y allí es donde cumplen su importante misión de ser depositarios de todo el saber del ser humano. Por eso hay que cuidarlos, mimarlos, acariciarlos, leerlos con los ojos bien abiertos, y después, cuando acabemos de leer, hay que cogerlos y depositarlos en su sitio. Bien cerraditos. Para que este mundo mágico que encierran estas páginas llenas de palabras o imágenes cumpla su misión, que no es otra que acompañar a la gente en sus pensamientos, alegrándole la vida o disponiéndole a felices reflexiones.