En el año 1986 estuve de maestro en Alcora (Castellón).
Cuando, en septiembre, entré en
el aula, lo primero que hice fue abrir los armarios para revisar lo que había
allí, y tirar lo que fuera inservible. Las puertas de los armarios tenían la llave
puesta y sin problemas pude acceder a los tres armarios que había empotrados en
una de las paredes laterales. Más allá había otro armario, asimismo empotrado
en la pared, pero estaba cerrado y no tenía llave. En un principio lo obvié. Y
empezó el curso como si tal cosa.
Pasaron un par de meses, y un día
hablando con el director, me dijo que el aula que yo ocupaba había pertenecido
a don Rodrigo. Un profesor que se jubiló el año pasado, y que había estado allí,
en mi aula, ni se sabía desde cuándo. Aquella era “su” aula, y allí sólo
entraban sus alumnos. Ningún compañero osaba entrar en ella. Y es que el
susodicho don Rodrigo tenía un genio del demonio. No se hablaba prácticamente
con nadie. Y con el director, lo justo. Había tenido ciertos problemas con los
padres de los alumnos por su difícil carácter, pero por suerte se subsanaron
gracias a la diplomacia del director. Total, que nadie sabía nada de la vida
escolar de aquel extraño maestro. Por eso, cuando yo le pregunté al director
por la puerta cerrada a cal y canto, el director se puso en alerta. Y me dijo
que los niños le hablaban de “la puerta secreta”. Una puerta que estaba siempre
cerrada y que nunca se abría. Según contaban los chavales, esta puerta sólo se
abría cuando don Rodrigo estaba solo y nadie le podía ver. Y que allí guardaba
sus cosas. Algunos niños tenían miedo y no querían sentarse junto a la puerta
misteriosa. Había quien aseguraba que a veces salía de allí un olor raro, como
si fuera carne podrida…
Llegó el fin de curso. Y aquella
puerta seguía tan cerrada como el primer día. Y entonces un alumno mío me
preguntó por la puerta. Que su hermano le había hablado de una puerta
endemoniada donde don Rodrigo guardaba sus cosas para comunicarse con el
demonio. Yo le dije que eso eran todo bobadas, que aquella puerta estaba
cerrada porque se había perdido la llave y ya está. Pero yo sabía que allí había
un misterio. Y no me iría del colegio sin averiguarlo.
El último día de curso el conserje
me facilitó una palanca de hierro y me dirigí hacia la puerta misteriosa. Cerré
la puerta de la clase por prudencia y me dispuse a desentrañar el problema. La
cerradura era frágil y cedió a los primeros golpes. La puerta quedó libre. La
abrí lentamente y ví que allí no había nada. El armario estaba vacío. Eché una
mirada escrutadora y al fondo acerté a distinguir lo que parecía una pequeña
caja metálica. La cogí y la sopesé. Parecía vacía. La abrí y descubrí en su
interior una hoja de papel cuadriculado doblada formando un cuadrado. ¡Allí
estaba el quid de la cuestión! ¡El misterio estaba a punto de ser resuelto!
Desdoblé el papel con cuidado y
con nerviosismo. Se trataba de una vieja página de un bloc. Por una parte
estaba en blanco, y en la otra había unas grafías diminutas. Me acerqué para
poder leerlo mejor y entonces me enteré
de lo que ponía allí: “tonto el que lo lea”.