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El brasero

Hoy que hace un frío que pela quiero hablar del brasero. El brasero de mi infancia. Aquel brasero que nos daba su humilde calorcillo desde debajo de las faldas de la mesa camilla. Y que nos hacía arremolinarnos alrededor de la redonda mesa en busca de la caricia cálida que desprendían sus brasas encendidas en su justo punto. ¡Qué delicia recordarlo! ¡Qué nostalgia al pensarlo!

Por la mañana ya podía arreciar el frío que no era hora de enceder el brasero. El momento oportuno para preparar el brasero era a media tarde, cuando las luces mortecinas del día anunciaban la noche. Esta hora invernal coincidía con la salida del colegio. Al llegar a casa, mientras daba los primeros mordiscos al bocadillo que mi madre me había preparado para la merienda, a través del cristal de la ventana miraba la calle. Algunas vecinas ya estaban encendiendo el brasero. Desde los fríos cristales podía oir los manejos que mi madre, sin pérdida de tiempo, se llevaba en disponer todos los cachivaches para enceder el brasero. En un minuto estaríamos mi madre y yo en la calle dando buena cuenta del brasero. Y entre el turbio vaho del cristal no podía contener un prolongado escalofrío de frío o de impaciencia.

Una vez en la calle mi madre tomaba posiciones. Tenía que ser un lugar al abrigo del viento y prudentemente apartada de las demás mujeres que ya habían colocado sus braseros. A mí me encantaba aquel ritual. Con serio semblante y rutinario gesto mi madre iba poniendo uno a uno los pedazos de madera en el brasero y a continuación les prendía fuego. Yo seguía toda la evolución de los preparativos con infantil entusiasmo. Y cuando iba a darme cuenta, el fuego irrumpía con fuerza abrasadora abrazándose mortalmente a las maderas que lloraban emitiendo un húmedo quejido que nadie escuchaba. Y el fuego, triunfante, se elevaba fiero como un dragón o como un dios hacia la negra noche entre el chispeante crepitar de las llamas que llenaban el aire de millares de puntitos incandescentes. Parecía una orgía infernal. Las vigorosas flamas se retorcían densas y musculosas en rojo intenso, amarillo y azul. Y yo me las quedaba mirando con hipnótica atención. El aire gris del crepúsculo adquiría una textura pegajosa y un olor ácido. Un suculento humo lo dominaba todo, impregando todo del suave y confortable sabor de la madera quemada.
Pronto las maderas se consumen y el fuego pierde consistencia. Entonces, el fuego, a ojos vista, se va extinguiendo hasta reducirse a una mínima expresión. Ahora hay unas brasas envueltas en violáceo fuego, simple vestigio de la explosiva fuerza de unos minutos atrás. El brasero ya está listo. Mi madre lo coge con sumo cuidado y se lo lleva a casa. Yo la miro con complacencia mientras sube las escaleras cargada con el humeante brasero. Y por un momento pienso en placenteras historias y buenas razones que dicen mi madre y mi padre al calor del brasero.

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